¿Viva México? ¿Viva de qué?

Yo no sé si exista el karma en esta vida, una situación de leyes físicas que interfieran en el pago a las buenas acciones, o si haya un Dios que premie la naturaleza de la bondad.


Hace seis años prometió ya no volver a Tijuana. Entonces, él tenía 18 recién cumplidos. Su piel quemada y lampiña, y una mirada que cobijaba con su inocencia, aún reflejaba sus facciones de chamaco. 

Esa vez me lo encontré ahí por la calle Tercera en el Centro. Hacía calor, parecido al de estos días, pero aún teníamos esa libertad de ponernos frente a alguien sin miedo, estrechar manos sucias y sudorosas, ir comprar algo a un Oxxo y hacer largas filas sin sentirnos enfermos por embriagarnos con el sudor o la saliva de quien nos hablara de frente. 

Y entre ese calor que chocaba con el asfalto, justo saliendo de una farmacia a donde llegué para comprar algo para tomar, estaba él, cabizbajo, cubriéndose entre una sombra que pobremente le alcanzaban a dar unas cuantas banderas algo descoloridas de México. 

Tuve suerte. Desde días antes tenía la inquietud de platicar con uno de esos vendedores, porque para aquel tiempo ya tenía años sin mirarlos como antaño. Ya no era esa ebullición de los noventa, donde duraban hasta dos meses en las calles y se difuminaban de las banquetas hasta que se les acabara el material.  

Eso de la bandera va muriendo, ahora todo se soluciona con la playera de la selección, sea pirata, Nike, Adidas, Aba Sport o la que caiga. Además, si somos sinceros, cada año veo más débil el “Viva México” …¿viva de qué? debería de ser la pregunta. 

Lo escaneé lo más rápido que pude y decidí que era buena opción acercarme. Por el gesto de su cara, intuí que la cosa estaba difícil, y más al tener que gastar energía con un bato como yo, que nomás me pondría ahí para preguntarle pendejadas, cuando él lo que quería era sólo vender. 

— Qué onda campeón, ¿a qué salen éstas?, le pregunté mientras le señalaba una bandera de tamaño medio, que al tocarla me di cuenta que estaban más corrientes de lo que pensaba. 

O tengo cara de mamón, o en definitiva le caí muy mal, aderezado con el clima que no ayudaba en nada. 

Pero no sé en qué momento, tras darme el precio que le pedí, comenzamos a hablar de otras cosas. 

Ahí fue cuando oí su nombre por primera vez: Giovanni. Me lo dijo sin arrastrar ninguna letra. Gallardo, con muchos huevos. Orgulloso. 

La plática, no sé en qué momento, nos llevó a pasajes de su vida, y que ya distaban mucho de su oficio como mercader de objetos patrios. 

De Michoacán resultó ser, y ahí como se veía morrillo, ya estaba casado y con un hijo.  

—Ya no están los tiempos para andar de cabrón—, me dijo, contándome que cada agosto pedía permiso en su trabajo de cocinero, en su natal Michoacán, para viajar hasta acá y así poder sacar algo de dinero extra. 

—Primero están mi esposa y mi hijo, y lo que saque se los mando, ya si después me queda algo de dinero para mí, así sean 200 ó 300 pesos, pues con eso está bien. 

Aunque aún algo hermético en sus ojos, Giovanni estaba más abierto a platicar, lo que me hizo preguntarle si, como algunos de sus paisanos, tenía el “sueño” de cruzar hacia Estados Unidos. 

Quién lo hubiera pensado, a sus 18, cuando un morro normalmente va saliendo de la prepa y pensando qué carrera estudiará, él ya había cruzado como “mojado” al otro lado y tenido una experiencia que, aunque vivamos en frontera, no podemos comprender, porque para nosotros está muy pelada sacar la visa o la Green Card de nuestro cajón y cruzarnos a San Ysidro por cualquier pendejada que nos haga perder el tiempo. 

—Estuve allá y no, no me gustó lo que vi, lo que viví y lo que perdí. Nos la aventamos por el desierto de Sonora y ahí casi quedé. Yo ya pensaba que hasta aquí había llegado. Y apenas estábamos a la altura de lo que sería como Agua Prieta, dijo Giovanni. 

Ya para ese momento, Giovanni dejó de ser ese cabrón gallardo y desconfiado, y ya al rascar en sus recuerdos, lo comencé a notar quebrado, como si de sus ojos quisiera sacar algo que le estaba intoxicando. 

— Ahí en el desierto sentí que quedaría mi cuerpo, ya no daba para más; ya no era cuestión de querer, era de que, en serio, las piernas no me respondían; habíamos caminado muchos kilómetros, con el sol que nos estaba matando. 

Giovanni bien pudo acabar siendo la comida de los buitres que atosigan a todo ser vivo bajo la canícula de ese Infierno, pero hubo algo que le dio más fuerzas que un trago de agua helada, y no ser con ello uno más de los 3 mil migrantes que han muerto en el desierto de Arizona en los últimos 22 años.

Justo para ese momento, la grabadora que yo llevaba guardada a manera de registrar todo lo que decían las personas a las que entrevistaba, alcanzó a sacar un pitidito, el cual anunciaba que se le había muerto la pila. 

 Pero aún retumban -palabras más, palabras menos- las frases que soltó Giovanni, después de que ya únicamente con mi mente grabaría el momento narrado que no lo hizo morir en ese desierto. El empuje que lo llevó a vivir y, al menos, a ese día estar platicando conmigo. 

El desierto es luz, calor, despojamiento, silencio, vacío, muerte y llanto, y fue precisamente el llanto desgarrador de una mujer, que cargaba a un niño recién nacido, el que hizo voltear a Giovanni, quien dijo que por momentos se había olvidado de ella y las demás personas, pero que al oírla, voltear y verla ya muy atrás, sabía que tenía que vivir por ella y el niño, aún y así no supiera quiénes eran. 

Ella ya no podía continuar y él se aferró a ayudarla, mientras sus demás compañeros de travesía los ignoraron, y los dejaron hasta el último.  

—Yo no podía dejar ahí a la señora sola. Ella ya estaba casi desmayada, y como pude, con la poca energía que llevaba, me la subí al hombro, pero eso sí, tuvimos que tirar casi toda nuestra comida porque en serio ya no podíamos cargar más peso. 

Esa frase que me dijo Giovanni la registré de memoria, ya la grabadora me daba igual. Qué huevos, pero, sobre todo, qué sentido de humanidad había tenido frente a mí. Un hombre íntegro en toda la extensión de la palabra, así de sencillo. 

Yo no sé si exista el karma en esta vida, una situación de leyes físicas que interfieran en el pago a las buenas acciones, o si haya un Dios que premie la naturaleza de la bondad, lo único que supe ese día, por lo que me contó Giovanni, es que minutos más tarde, la Migra descubrió a sus demás acompañantes, mientras que a él, la mujer, el recién nacido, y un primo que también lo acompañaba, lograron burlar a los guardianes fronterizos y cumplir su objetivo de internarse en Arizona. 

Pero no, la vida ya no fue la misma, y no le gustó allá. A sus entonces 18 años había vivido cosas que tal vez mucha gente no lograría tener ni en un siglo. 

Tras esa plática que tuvimos, Giovanni me aseguró lo que les dije al principio: el año siguiente ya no regresaría a Tijuana. Probaría suerte en Tabasco y ya no con las banderas. 

Después de contarme eso, me dijo que tenía que moverse de ahí a otra zona, porque podrían multarlo los inspectores de Reglamentos.

Sabrá si era cierto o no lo de los inspectores, pero ambos sabíamos que ya no había nada qué contar. Ya no era necesario más.

Ahí nos despedimos, entre el calor que, entonces comprendí, no era nada que él no soportaría. 

Tras seis años de esa plática, una cosa es más que segura: en estos tiempos, los vendedores de banderas cada vez son menos y muchos se preguntan ¿Viva México?, ¿Viva de qué? 

Alonso Valenzuela
Alonso Valenzuelahttp://aldea84.com/
Comunicólogo por parte de la Universidad Autónoma de Baja California. 13 años de experiencia en medios impresos y digitales. Desde 2020 director de Aldea 84. Buscando construir una sociedad con un alto sentido crítico.
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Esa vez me lo encontré ahí por la calle Tercera en el Centro. Hacía calor, parecido al de estos días, pero aún teníamos esa libertad de ponernos frente a alguien sin miedo, estrechar manos sucias y sudorosas, ir comprar algo a un Oxxo y hacer largas filas sin sentirnos enfermos por embriagarnos con el sudor o la saliva de quien nos hablara de frente. 

Y entre ese calor que chocaba con el asfalto, justo saliendo de una farmacia a donde llegué para comprar algo para tomar, estaba él, cabizbajo, cubriéndose entre una sombra que pobremente le alcanzaban a dar unas cuantas banderas algo descoloridas de México. 

Tuve suerte. Desde días antes tenía la inquietud de platicar con uno de esos vendedores, porque para aquel tiempo ya tenía años sin mirarlos como antaño. Ya no era esa ebullición de los noventa, donde duraban hasta dos meses en las calles y se difuminaban de las banquetas hasta que se les acabara el material.  

Eso de la bandera va muriendo, ahora todo se soluciona con la playera de la selección, sea pirata, Nike, Adidas, Aba Sport o la que caiga. Además, si somos sinceros, cada año veo más débil el “Viva México” …¿viva de qué? debería de ser la pregunta. 

Lo escaneé lo más rápido que pude y decidí que era buena opción acercarme. Por el gesto de su cara, intuí que la cosa estaba difícil, y más al tener que gastar energía con un bato como yo, que nomás me pondría ahí para preguntarle pendejadas, cuando él lo que quería era sólo vender. 

— Qué onda campeón, ¿a qué salen éstas?, le pregunté mientras le señalaba una bandera de tamaño medio, que al tocarla me di cuenta que estaban más corrientes de lo que pensaba. 

O tengo cara de mamón, o en definitiva le caí muy mal, aderezado con el clima que no ayudaba en nada. 

Pero no sé en qué momento, tras darme el precio que le pedí, comenzamos a hablar de otras cosas. 

Ahí fue cuando oí su nombre por primera vez: Giovanni. Me lo dijo sin arrastrar ninguna letra. Gallardo, con muchos huevos. Orgulloso. 

La plática, no sé en qué momento, nos llevó a pasajes de su vida, y que ya distaban mucho de su oficio como mercader de objetos patrios. 

De Michoacán resultó ser, y ahí como se veía morrillo, ya estaba casado y con un hijo.  

—Ya no están los tiempos para andar de cabrón—, me dijo, contándome que cada agosto pedía permiso en su trabajo de cocinero, en su natal Michoacán, para viajar hasta acá y así poder sacar algo de dinero extra. 

—Primero están mi esposa y mi hijo, y lo que saque se los mando, ya si después me queda algo de dinero para mí, así sean 200 ó 300 pesos, pues con eso está bien. 

Aunque aún algo hermético en sus ojos, Giovanni estaba más abierto a platicar, lo que me hizo preguntarle si, como algunos de sus paisanos, tenía el “sueño” de cruzar hacia Estados Unidos. 

Quién lo hubiera pensado, a sus 18, cuando un morro normalmente va saliendo de la prepa y pensando qué carrera estudiará, él ya había cruzado como “mojado” al otro lado y tenido una experiencia que, aunque vivamos en frontera, no podemos comprender, porque para nosotros está muy pelada sacar la visa o la Green Card de nuestro cajón y cruzarnos a San Ysidro por cualquier pendejada que nos haga perder el tiempo. 

—Estuve allá y no, no me gustó lo que vi, lo que viví y lo que perdí. Nos la aventamos por el desierto de Sonora y ahí casi quedé. Yo ya pensaba que hasta aquí había llegado. Y apenas estábamos a la altura de lo que sería como Agua Prieta, dijo Giovanni. 

Ya para ese momento, Giovanni dejó de ser ese cabrón gallardo y desconfiado, y ya al rascar en sus recuerdos, lo comencé a notar quebrado, como si de sus ojos quisiera sacar algo que le estaba intoxicando. 

— Ahí en el desierto sentí que quedaría mi cuerpo, ya no daba para más; ya no era cuestión de querer, era de que, en serio, las piernas no me respondían; habíamos caminado muchos kilómetros, con el sol que nos estaba matando. 

Giovanni bien pudo acabar siendo la comida de los buitres que atosigan a todo ser vivo bajo la canícula de ese Infierno, pero hubo algo que le dio más fuerzas que un trago de agua helada, y no ser con ello uno más de los 3 mil migrantes que han muerto en el desierto de Arizona en los últimos 22 años.

Justo para ese momento, la grabadora que yo llevaba guardada a manera de registrar todo lo que decían las personas a las que entrevistaba, alcanzó a sacar un pitidito, el cual anunciaba que se le había muerto la pila. 

 Pero aún retumban -palabras más, palabras menos- las frases que soltó Giovanni, después de que ya únicamente con mi mente grabaría el momento narrado que no lo hizo morir en ese desierto. El empuje que lo llevó a vivir y, al menos, a ese día estar platicando conmigo. 

El desierto es luz, calor, despojamiento, silencio, vacío, muerte y llanto, y fue precisamente el llanto desgarrador de una mujer, que cargaba a un niño recién nacido, el que hizo voltear a Giovanni, quien dijo que por momentos se había olvidado de ella y las demás personas, pero que al oírla, voltear y verla ya muy atrás, sabía que tenía que vivir por ella y el niño, aún y así no supiera quiénes eran. 

Ella ya no podía continuar y él se aferró a ayudarla, mientras sus demás compañeros de travesía los ignoraron, y los dejaron hasta el último.  

—Yo no podía dejar ahí a la señora sola. Ella ya estaba casi desmayada, y como pude, con la poca energía que llevaba, me la subí al hombro, pero eso sí, tuvimos que tirar casi toda nuestra comida porque en serio ya no podíamos cargar más peso. 

Esa frase que me dijo Giovanni la registré de memoria, ya la grabadora me daba igual. Qué huevos, pero, sobre todo, qué sentido de humanidad había tenido frente a mí. Un hombre íntegro en toda la extensión de la palabra, así de sencillo. 

Yo no sé si exista el karma en esta vida, una situación de leyes físicas que interfieran en el pago a las buenas acciones, o si haya un Dios que premie la naturaleza de la bondad, lo único que supe ese día, por lo que me contó Giovanni, es que minutos más tarde, la Migra descubrió a sus demás acompañantes, mientras que a él, la mujer, el recién nacido, y un primo que también lo acompañaba, lograron burlar a los guardianes fronterizos y cumplir su objetivo de internarse en Arizona. 

Pero no, la vida ya no fue la misma, y no le gustó allá. A sus entonces 18 años había vivido cosas que tal vez mucha gente no lograría tener ni en un siglo. 

Tras esa plática que tuvimos, Giovanni me aseguró lo que les dije al principio: el año siguiente ya no regresaría a Tijuana. Probaría suerte en Tabasco y ya no con las banderas. 

Después de contarme eso, me dijo que tenía que moverse de ahí a otra zona, porque podrían multarlo los inspectores de Reglamentos.

Sabrá si era cierto o no lo de los inspectores, pero ambos sabíamos que ya no había nada qué contar. Ya no era necesario más.

Ahí nos despedimos, entre el calor que, entonces comprendí, no era nada que él no soportaría. 

Tras seis años de esa plática, una cosa es más que segura: en estos tiempos, los vendedores de banderas cada vez son menos y muchos se preguntan ¿Viva México?, ¿Viva de qué? 

Alonso Valenzuela
Alonso Valenzuelahttp://aldea84.com/
Comunicólogo por parte de la Universidad Autónoma de Baja California. 13 años de experiencia en medios impresos y digitales. Desde 2020 director de Aldea 84. Buscando construir una sociedad con un alto sentido crítico.

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