Todo sobre mi padre

Mamá le decía que dejara de decir esas cosas, que todos nos íbamos a morir tarde o temprano, pendejos y no pendejos. Papá me miraba de reojo y se reía.

Vía: Rodrigo Solís / Pildorita de la Felicidad

Desde el Jardín de niños se puede notar el rencor de la mujer hacia el hombre. Cuando se avecina el Día de la Madre, las clases se suspenden para iniciar ensayos que duran semanas enteras y desembocan en festivales, bailables y recitales de poesía en honor a las mamás. Todo lo contrario en la víspera del Día del Padre, cuando, si acaso, en la clase de manualidades se le dedica media hora a pintar ceniceros de cerámica con la leyenda “Felicidades papá”.

El odio de mamá hacia papá era, como en la mayoría de los casos, absolutamente justificado. Papá rara vez estaba en casa, y cuando lo hacía, llegaba a altas horas de la noche, tumefacto en alcohol, con los ojos inyectados de sangre, buscando encender una chispa que desatara un incendio donde mamá era quien ardía en mitad de un aluvión de mentadas de madre.

Le deseé tantas veces la muerte hasta que un día se terminó por morir, justo en la etapa en que empezamos a ser amigos.

—Sólo los pendejos se mueren —decía, dándose aires de semidios.

Mamá le decía que dejara de decir esas cosas, que todos nos íbamos a morir tarde o temprano, pendejos y no pendejos. Papá me miraba de reojo y se reía. Le gustaba asustarla. Luego decía que su máximo sueño en la vida era comprar una avioneta y manejarla él solito hasta el Gran Cañón del Colorado para estrellarse contra una de sus paredes de roca.

—Deja de decir sandeces —le reprimía mamá.

Papá, sin embargo, decía lo de la avioneta con el semblante serio.

—El peor error de mi vida fue casarme —agregaba.

—Gracias, ha sido un placer arruinarte la vida —respondía mamá.

*   *   *

Cuando el reloj marcaba una hora pasadas las diez de la noche y las llantas del coche se oían chirriar contra el garaje, todos nos poníamos a temblar. Durante un tiempo, los buenos tiempos, la mejor estrategia era apagar las luces de las habitaciones y hacernos a los dormidos. Si bien nos iba, papá amanecía en una silla de la cocina. O tirado en mitad de la sala con un sándwich en la mano lleno de hormigas. Luego llegaron los tiempos malos.

Con la crisis económica, papá tuvo que cambiar su flamante Cougar por un Volcho, y de ahí en adelante decidió que debía despertar a mamá para que le hiciera la cena como merecía un hombre que se rompía el lomo todo el día en una fábrica. Tenía dos métodos: uno, aventarle un almohadazo; el otro, levantarla a punta de insultos.

Una noche, pasadas las doce, escuchamos las llantas crujir. Mamá nos pidió a mi hermano y a mí quedarnos a dormir con ella. Sólo yo accedí. Apreté con furia los párpados cuando papá entró en la habitación. Encendió la luz y comenzó el ritual de palabrotas. Le regaló un repertorio de florituras dignas de un albañil y aventó un cenicero que se hizo añicos contra la cabecera de la cama. Nunca le pegó, pero esa noche tuve mis dudas. Tambaleante, la sujetó del brazo y le dijo:

—Todo es tu culpa, pendeja.

Sus ojos desorbitados eran los de un borracho capaz de todo.

—Suéltala —dijo una voz a sus espaldas.

Papá ignoró la presencia de mi hermano como lo hizo conmigo. Como si nunca se hubiera casado y tenido hijos y ambos fuéramos una ilusión. Grave error. Mi hermano lo empujó como a un muñeco de trapo contra la pared. Nunca supimos si papá se desmayó o fingió dormir al perder el honor a manos de su primogénito.

*   *   *

Al cumplir medio siglo, papá sentó cabeza. Entonces le vino un derrame cerebral. Cuando entré a la habitación del hospital quedé petrificado al verlo conectado a una máquina. No parecía estar dormido. Tampoco muerto. Siempre imaginé que de estar en una situación donde había que dar un discurso de despedida, éste sería tan emotivo como los guiones que se recitan en las telenovelas.

Tomé una de sus manos. Intenté concentrarme. Organizar mis ideas sobre los pitidos de la máquina que indicaban que aún seguía con vida. Quise decirle muchas cosas: que me enseñó que el mundo jamás colapsa cuando te atreves a hacer lo que te place. A hacer oídos sordos de la gente que dice que no se pueden hacer las cosas. A remar contracorriente. Que fue un buen tipo después de todo, incluso un borracho divertido (cuando mamá no estaba a cien kilómetros a la redonda). Pero nada de eso me pareció tan importante como decirle que me perdonara por todas las veces que me vio concentrado sobre mis libretas, haciendo supuestas tareas que me marcaban los profesores de la universidad para que un día fuera un flamante administrador de empresas capaz de recuperar su fortuna dilapidada. Intenté confesarle que era un fraude. Que lo único que me importaba en la vida era escribir. Crear mundos paralelos. No pude. Quedé mudo.

*   *   *

Papá no era un pendejo pero igual se murió. No lo hizo a lo grande como en sus mortuorias fantasías. Padecía presión alta. El hermano de mamá, respetado médico familiar, le había advertido que tenía que dejar el alcohol y comer saludable, o sea, estar muerto en vida para seguir viviendo. Papá ignoró la advertencia médica.

—Antes muerto que dejar de tomar —dijo.

Escupía sangre, cagaba sangre y siempre tenía el rostro colorado como la cabeza de un fósforo. Cada que destapaba una lata de cerveza, feliz, se convertía en un kamikaze a bordo de una avioneta rumbo a el Gran Cañón del Colorado.

Aldea84
Aldea84http://aldea84.com
Sitio para nativos y migrantes digitales basado en la publicación de noticias de Tijuana y Baja California, etnografías fronterizas, crónicas urbanas, reportajes de investigación, además de tocar tópicos referentes a la tecnología, ciencia, salud y la caótica -y no menos surrealista- agenda nacional.
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Vía: Rodrigo Solís / Pildorita de la Felicidad

Desde el Jardín de niños se puede notar el rencor de la mujer hacia el hombre. Cuando se avecina el Día de la Madre, las clases se suspenden para iniciar ensayos que duran semanas enteras y desembocan en festivales, bailables y recitales de poesía en honor a las mamás. Todo lo contrario en la víspera del Día del Padre, cuando, si acaso, en la clase de manualidades se le dedica media hora a pintar ceniceros de cerámica con la leyenda “Felicidades papá”.

El odio de mamá hacia papá era, como en la mayoría de los casos, absolutamente justificado. Papá rara vez estaba en casa, y cuando lo hacía, llegaba a altas horas de la noche, tumefacto en alcohol, con los ojos inyectados de sangre, buscando encender una chispa que desatara un incendio donde mamá era quien ardía en mitad de un aluvión de mentadas de madre.

Le deseé tantas veces la muerte hasta que un día se terminó por morir, justo en la etapa en que empezamos a ser amigos.

—Sólo los pendejos se mueren —decía, dándose aires de semidios.

Mamá le decía que dejara de decir esas cosas, que todos nos íbamos a morir tarde o temprano, pendejos y no pendejos. Papá me miraba de reojo y se reía. Le gustaba asustarla. Luego decía que su máximo sueño en la vida era comprar una avioneta y manejarla él solito hasta el Gran Cañón del Colorado para estrellarse contra una de sus paredes de roca.

—Deja de decir sandeces —le reprimía mamá.

Papá, sin embargo, decía lo de la avioneta con el semblante serio.

—El peor error de mi vida fue casarme —agregaba.

—Gracias, ha sido un placer arruinarte la vida —respondía mamá.

*   *   *

Cuando el reloj marcaba una hora pasadas las diez de la noche y las llantas del coche se oían chirriar contra el garaje, todos nos poníamos a temblar. Durante un tiempo, los buenos tiempos, la mejor estrategia era apagar las luces de las habitaciones y hacernos a los dormidos. Si bien nos iba, papá amanecía en una silla de la cocina. O tirado en mitad de la sala con un sándwich en la mano lleno de hormigas. Luego llegaron los tiempos malos.

Con la crisis económica, papá tuvo que cambiar su flamante Cougar por un Volcho, y de ahí en adelante decidió que debía despertar a mamá para que le hiciera la cena como merecía un hombre que se rompía el lomo todo el día en una fábrica. Tenía dos métodos: uno, aventarle un almohadazo; el otro, levantarla a punta de insultos.

Una noche, pasadas las doce, escuchamos las llantas crujir. Mamá nos pidió a mi hermano y a mí quedarnos a dormir con ella. Sólo yo accedí. Apreté con furia los párpados cuando papá entró en la habitación. Encendió la luz y comenzó el ritual de palabrotas. Le regaló un repertorio de florituras dignas de un albañil y aventó un cenicero que se hizo añicos contra la cabecera de la cama. Nunca le pegó, pero esa noche tuve mis dudas. Tambaleante, la sujetó del brazo y le dijo:

—Todo es tu culpa, pendeja.

Sus ojos desorbitados eran los de un borracho capaz de todo.

—Suéltala —dijo una voz a sus espaldas.

Papá ignoró la presencia de mi hermano como lo hizo conmigo. Como si nunca se hubiera casado y tenido hijos y ambos fuéramos una ilusión. Grave error. Mi hermano lo empujó como a un muñeco de trapo contra la pared. Nunca supimos si papá se desmayó o fingió dormir al perder el honor a manos de su primogénito.

*   *   *

Al cumplir medio siglo, papá sentó cabeza. Entonces le vino un derrame cerebral. Cuando entré a la habitación del hospital quedé petrificado al verlo conectado a una máquina. No parecía estar dormido. Tampoco muerto. Siempre imaginé que de estar en una situación donde había que dar un discurso de despedida, éste sería tan emotivo como los guiones que se recitan en las telenovelas.

Tomé una de sus manos. Intenté concentrarme. Organizar mis ideas sobre los pitidos de la máquina que indicaban que aún seguía con vida. Quise decirle muchas cosas: que me enseñó que el mundo jamás colapsa cuando te atreves a hacer lo que te place. A hacer oídos sordos de la gente que dice que no se pueden hacer las cosas. A remar contracorriente. Que fue un buen tipo después de todo, incluso un borracho divertido (cuando mamá no estaba a cien kilómetros a la redonda). Pero nada de eso me pareció tan importante como decirle que me perdonara por todas las veces que me vio concentrado sobre mis libretas, haciendo supuestas tareas que me marcaban los profesores de la universidad para que un día fuera un flamante administrador de empresas capaz de recuperar su fortuna dilapidada. Intenté confesarle que era un fraude. Que lo único que me importaba en la vida era escribir. Crear mundos paralelos. No pude. Quedé mudo.

*   *   *

Papá no era un pendejo pero igual se murió. No lo hizo a lo grande como en sus mortuorias fantasías. Padecía presión alta. El hermano de mamá, respetado médico familiar, le había advertido que tenía que dejar el alcohol y comer saludable, o sea, estar muerto en vida para seguir viviendo. Papá ignoró la advertencia médica.

—Antes muerto que dejar de tomar —dijo.

Escupía sangre, cagaba sangre y siempre tenía el rostro colorado como la cabeza de un fósforo. Cada que destapaba una lata de cerveza, feliz, se convertía en un kamikaze a bordo de una avioneta rumbo a el Gran Cañón del Colorado.

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