Mi vida con los Simpsons

A como fui creciendo me di cuenta que Los Simpsons eran una especie de religión, un cúmulo de personajes ficticios que son adorados y citados en cientos de páginas, videos, conversaciones cotidianas y memes.


Por: Sergio Ceyca 

Siempre me he preguntado por qué me permitían pasar tanto tiempo frente a la televisión. No es queja. Muchas cosas las aprendí a través de esa ventana electrónica. Por ejemplo, cuando ingresé a la primaria ya sabía cuáles eran las partes de una flor, o cómo se constituía el sistema digestivo, gracias a que no hacía más que ver programas infantiles como El autobús mágico. Dudo que eso haya sido planeado con antelación y malicia por mis padres, quienes tenían su propia televisión enorme en su recamara y otra en la sala, sino que era una forma de mantenerme distraído mientras ellos mismos estaban descansando de las fatigas de la infastuosa vida adulta.

En resumen, antes de comenzar a leer, la televisión ya estaba al alcance de mi mano. Solo tenía que agarrar el control remoto y hurgar. Y un programa que siempre fue una constante en mi relación con dicho aparato, ya fuera en los canales de paga o en los canales abiertos, fueron Los Simpsons. Al mismo tiempo que veía las caricaturas de Nickelodeon y de Cartoon Network, la familia amarilla ya aparecía en mis recuerdos como un parásito que iba internándose en mi cerebro de poco en poco. O como un lápiz que evitaba que me volviera más inteligente. No recuerdo cuál fue el primer momento en que vi un episodio de la familia amarilla pero sí recuerdo cuando empecé a hacerlo, por así decir, con fervor: una tarde, pasando canales, descubrí que en el Azteca 7 pasaban un bloque de episodios protagonizados en exclusiva por Bart Simpson, y me quedé viéndolo sin pensar en cambiar de canal. En aquella época le hablaba a mi madre sobre las caricaturas que adoraba (algo que seguro hacemos todos los hijos únicos) y le comenté titubeando, porque no recordaba bien, que más pequeño los veía y me gustaban, ¿no era cierto?

Ella me confirmó mi suposición.

Tengo, también, un recuerdo de navidad en que mis padres hablaban con mis primos mayores, ya que en la familia de mi padre yo soy de los menores. Una de mis primas habló de Los Simpsons, con tono escandaloso: que en uno de los episodios se hacían referencias de manera directa sobre la concepción, y mencionaba que, incluso, los espermatozoides tenían la cabeza de Homero. Que no era una caricatura para niños. Obviamente yo, que entonces tenía unos diez años y estaba bien versado en el programa, sabía que era del episodio donde se hablaba del nacimiento de Lisa. Y me divirtió que tal cosa fuera motivo de escándalo sin saber que en el mundo adulto hay muchas cosas que se hablan en secreto como si todos se quedaran estancado en los once años.

No veo los nuevos capítulos de la serie. Un amigo llamado Renato Bonaparte, hace unos días, me estuvo explicando el declive del programa con pelos y señales, con argumentos concretos de por qué se argumenta que ocurrió; otro amigo continúa viéndola emisión tras emisión y encuentra justificables y divertidas las nuevas tramas, así como el replanteamiento de los orígenes de los personajes. Es curioso. Yo siento que no fueran mis Simpsons. No aquellos con los que pasé muchos años. Porque a como fui creciendo me di cuenta que Los Simpsons eran una especie de religión, un cúmulo de personajes ficticios que son adorados y citados en cientos de páginas, videos, conversaciones cotidianas y memes. La diferencia parecería radicar en que la familia amarilla no te exige ningún tipo de adoración constante, sino que a sus seguidores les nace hacerlo. Pienso en un gag en que Marge intenta que Homero se despierte temprano un domingo para ir a la iglesia. Homero, quien sigue acostado, le dice: “quisiera ir contigo, amor, pero tengo mucho qué hacer en la cama”. A lo que Marge responde: “Homero, el señor solo pide una hora a la semana”. Y Homero remata diciendo: “Pues que ponga una hora más a la semana, negrero”.

Durante la secundaria, ver los episodios transmitidos en TV Azteca eran una exigencia obligatoria entre mi grupo de amigos. Todos teníamos que llegar a la escuela a platicar el capítulo del día anterior; en aquel momento, por el contenido de crítica social y de charla abiertamente sexual, nos brindaba un poco de morbo. Con el tiempo este ritual se transformó en un catálogo de bromas para relacionarnos con los otros. Cuando empecé a acudir a borracheras, amigos cercanos se ponían a recitar rutinas completas de la serie. Renato Bonaparte y el otro que menciono, en específico, al estar juntos podían reproducir episodios completos de memoria; si algún día se perdiera la serie, ellos podrían reconstruirla diálogo por diálogo, cuadro por cuadro. Con el paso de los años descubrí que la memoria de mis amigos y conocidos se quedaba fresca y fijada en los episodios de la familia amarilla: quizá hasta podría llenar un pabellón psiquiátrico ellos, donde podría verlos decir en coro: “a la grande le puse Cuca”. Ese mismo humor permea la manera en que miran a la vida: hace un par de meses, Renato Bonaparte se fue a rentar como roomie con otra amiga nuestra; al poco tiempo de llegar, hicieron el primer llenado de su tanque de gas. En el periodo desde ese día hasta hoy, ambas tuvieron relaciones amorosas que, por desgracia, no pasaron de un par de semanas. Entonces, mientras estaban sentados charlando y lamentándose de sus fracasos, mi amigo dijo: “Vaya, resulta que nos duró más el gas”.

Hay una cosa que casi no se resalta sobre la serie y que creo siempre ha sido la que me ha impulsado a nuevas latitudes. Aunque Los Simpsons no tiene una cronología exacta y al día de hoy han hecho y deshecho su canon en más de una ocasión, hay un punto de inflexión donde las leyes de la lógica y el seguimiento narrativo, desde un inicio, han sido quebrantados como el brazo de un jugador de futbol americano: los episodios de la Casita del Horror, o también llamados Especiales de Noche de Brujas. En estos, los personajes de la familia amarilla mueren de diversas maneras o interactúan más directa y orgánicamente con universos con los que no tienen relación; también, en estos episodios han tenido más acercamientos a la literatura americana y a la internacional. Mi favorito, que en general podría decir que es mi predilecto de toda la serie, es la Casita del Horror #5, el cual empieza con Marge frente a una cortina roja advirtiendo a la población que el especial grabado fue tan horrible que las cadenas de televisión mejor pidieron que en su lugar se transmitiera un episodio de una serie vieja. Esto es una impostura, por supuesto. Después continúan tres relatos: la parodia de la adaptación de El resplandor de Kubrick, la de El ruido de un trueno de Ray Bradbury, y la de Soylent Green: tres géneros distintos de la fantasía, los cuales fueron manejados con la suficiente habilidad para volverse memes (en especial las escenas del colapso nervioso de Homero en el Overlook; y la otra imagen de él golpeando cosas en el periodo jurásico afirmando que él hará lo que quiera).

Pero hay gags en específico, chistes macabros, que en aquella época solo podían entrar en esa serie y en ese capítulo: como el conserje Willie siendo asesinado, en las tres historias, antes de poder salvar a los protagonistas. Casi siempre con un hacha. O la frase escrita en la máquina de escribir: Sin televisión y sin cerveza Homero pierde la cabeza (que debe agradecérsele más al equipo de doblaje). El futuro utópico en que Ned Flanders es el gran mandamás y todos visten como él, y si desobedecen se ganan una lobotomía. Y la escena de cierre, en que Bart despierta de una pesadilla para enterarse que afuera de la casa hay una neblina extraña que hace que a la gente se le voltee la piel.

Digo que este episodio es mi favorito por una simple y llana razón. Un día compré una revista de animé sobre Halloween y en la lista de películas recomendadas venía la sinopsis de El Resplandor y su conexión con la serie de la familia amarilla, así como la mención de un nombre que me acercaría, en mi pubertad, a la escritura: Stephen King. Hasta ese momento no había hecho más que leer la saga de Harry Potter. Pero fue a partir de esa revelación en que me adentré a buscar las novelas del tan llamado Rey del Terror, quizá como una especie de medicina a mis miedos infantiles, y posteriormente me acerqué a talleres literarios y conocí otras literaturas que me hicieron ingresar en la cuarta dimensión, en la que todo se ve como animación por computadora noventera.

Se me hace curioso que mi entrada a la literatura fuera a través de un programa televisivo porque eso me hace pensar que cuando Ray Bradbury mencionó que en Fahrenheit 451 no se preocupaba tanto por la censura ideológica, como Orwell sí lo hizo, como por el contenido chatarra que llegaba a todos los hogares norteamericanos a través de las televisiones, el cual mataba el pensamiento crítico; pero pareciera que, en realidad, este siempre ha sido alejado de los medios masivos de comunicación, incluso desde los mismos inicios del periodismo. La gente busca en estos contenidos una fuga o un aislamiento de la realidad inmediata que los rodea. Hay una anécdota de Bukowski en que cuenta que cuando tuvo su primera televisión con cable, lo primero que encontró en la programación fue Eraserhead, de David Lynch. Eso le voló la cabeza. Pensó que si así era todo el contenido que ofrecía, estaba frente al invento del siglo. Así que cambió de canal una y otra vez, hasta que se dio cuenta que, simplemente, se encontró con un milagro.

Pero en Los Simpsons, en especial en sus primeras temporadas, había una puesta en escena para hacer bromas basadas en criticar a la sociedad en la que fueron creados. Desde las acciones gubernamentales, como el capítulo del Monorriel, hasta sobre cómo se desarrollan los fenómenos comerciales, en el cual podemos mencionar el episodio de la acusación de acoso contra Homero, en el que llega un punto en que su propia familia no cree su inocencia y Bart le argumenta que eso la información se lo ha dicho la ventana electrónica: “es difícil no hacerle caso a la televisión, pasa más tiempo educándonos que tú”. Cuando estuve en la secundaría sería South Park la serie que generaría ese tipo de comentarios ofendidos en una región donde hablar de sexo, incluso entre adultos, es un asunto de tabú y de risas ocultas tras manos. También vería capítulos sueltos de DariaMalcolm el del en medio y Padre de familia. De hecho, Renato me contó que cuando la serie era organizada por sus creadores originales, el propósito original más allá de la crítica social y de las bromas era que los espectadores se preocuparan por sus personajes. Cosa que no ocurre, por ejemplo, en Padre de Familia, argumentó, donde no tienen respeto por ellos. Todas esas series manejan los contrastes entre la racionalidad y la irracionalidad de las personas en su vida cotidiana (algunas de manera magistral) pero, la verdad, jamás me he topado con olas de seguidores que repitan diálogos de estas como si recitaran versículos de la biblia en la plaza pública. Por eso Los Simpsons nunca han salido de mi vida y aún, de vez en cuando, busco los episodios viejitos, con los que me siento en casa, y me adentro en esas bromas que parecieran nunca envejecer.

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