KINO 31

Los pasados días, el periódico El Mexicano estalló en huelga. En promedio, 50 semanas de sueldos son las que se les debe a los trabajadores. Cada uno de ellos tendrá su historia y opinión con base a su trayecto por los pasillos del otrora Gran Diario Regional. Ésta es una de ellas.

Por: Alonso Valenzuela

NOMÁS LOS RECUERDOS QUEDAN

Llegué a trabajar a El Mexicano en 2011 de forma por demás circunstancial, gracias a uno de esos scrolls infinitos que nos atrapan en horas de ocio. Yo lo único que quería era liberar mis prácticas profesionales, sin imaginar que ese periódico terminaría convirtiéndose en una parte trascendental de mi vida, para bien y para mal. 

Quedarme ahí no era algo que me quitara el sueño ni que entrara en mis planes. Y es que, para ser sincero, por esos días no veía a qué podría dedicarme de tiempo completo al salir de la universidad, de la cual ya nada más me faltaban dos semestres. 

Entré un 4 de junio, en la mera época del calor. No es que recuerde la fecha porque haya sido especial arribar ahí. La tengo con exactitud, porque ese día estalló la bomba mediática del arresto de Jorge Hank Rhon.  

Estaba que me cagaba de nervios, porque lo que me habían enseñado previamente en el día de la capacitación para el manejo del sitio de internet, se me había olvidado por completo. No por nada, 24 horas antes no me había presentado, argumentando que me había enfermado. Mentira al fin, no quería ir. 

Pero no me atreví nuevamente a faltar y llegué ese sábado como a las doce de la tarde; la primera persona que me recibió, y con una sonrisa, fue Ingrid Álvarez, quien estaba de recepcionista. 

Tras presentarme y decirle que era nuevo, pasé con temor a lo que le llaman o llamaban “Redacción”, donde el único que se encontraba era el mítico y entrañable Sergio Anzurez, quien me cayó muy bien desde que lo saludé, y que, por su semblante, se veía que cargaba una cruda con madres.  

Después de avisarle que estaría al frente del sitio de noticias, el famoso Anzuritos se puso a dormir en el cómodo sillón de cuero de la oficina que, en ese entonces, según era de Enrique Sánchez Díaz. El arrullo de la música que se oía en tele lo hizo desistir de un bote de Tecate Light que quedó esperando en ese fino escritorio de madera. 

Y tras ese primer día estuve a poco de salir e irme. Abandonar el lugar. Total, no iba a ser la primera vez que hiciera eso, ya tenía la nada honrosa anécdota de dejar un trabajo a las tres horas de haber entrado, como me ocurrió en una papelería, donde los dueños me decían cuánto era la cantidad exacta, en mililitros, del Fabuloso que debía echar al agua al trapear. 

Volviendo acá, pues no tenía ni puta idea de qué hacía ahí, ni qué jerarquización de notas tener en relación al caso de Hank, ya que llegaban por decenas, ya sea de reporteros locales o de la agencia de El Universal y AP. Y para colmo, un radio Nextel que se usaba por aquel entonces no dejaba de sonar. Marcaban de Mexicali, Ensenada, Tecate, Rosarito y claro, de aquí de Tijuana.  

-Oye Sergio, fíjate que llegó de la agencia una nota de Gustavo Madero, hablando de Hank, ¿la pongo?, le pregunté a Anzures, quien, cuando no se encontraba Alberto Sarmiento, era el jefe de lo que se subía a internet y además el coordinador estatal de información. 

Yo preguntaba cualquier cosa, por muy mínima que fuera, porque al ser panista Madero suponía que a Hank, por ser priista, se le iba a proteger de los ataques enemigos.  Yo novato, al fin. Y algo pendejo.  

-Sí, sí, sí, me dijo sin chistar, pero con ese sentido, así como “Simón. Tú sube lo que sea, no hay pedo”, me respondió con su peculiar acento y tono de voz rasposo. 

La actitud alivianada de Anzures, ese día con una playera negra de Scorpions, vaya que fue una aspirina para el desmadre que yo traía con todos los pendientes. 

Al paso de los minutos fue que llegaron el señor Rafael Morales e Hilario Chávez. De más gente, ese día al menos no me acuerdo. 

Salí a las cinco de la tarde y mi hermano pasó por mí, yo ya no sabía si volvería al lunes siguiente. En el camino, tengo aún presente que en el estéreo sonaba “Un puño de tierra”, de Antonio Aguilar. Cuando entonaba “nomás los recuerdos quedan”, decidí subirle al volumen.

SIN CONEXIÓN  

En mi casa no compraban El Mexicano. Era en verdad muy raro. El periódico con el que nos informamos, al menos desde finales de 1989 en adelante, era El Sol de Tijuana. Las pocas veces que estaba en nuestra sala era cuando “El Sol” se acababa desde temprano ahí en la tiendita de donde vivíamos, en mi querida y recordada colonia Guanajuato. 

Y tal vez teníamos en la familia ese “sentido de pertenencia” con el periódico de OEM, porque una vez acudimos a sus oficinas en Zona Río, por ahí de febrero del 90, para que mi madre entregara unas fotos de mi cumpleaños, y éstas aparecieran en la sección de Sociales.  

Esa vez nos atendió una señorita muy amable, con el clásico peinado de copete con spray. Aún tengo presente tengo la imagen del periódico recortado en medio de un álbum de fotos familiares. Qué quieren que haga o diga, así eran las mamás de esos tiempos. 

Pero bueno, ése era “El Sol” y El Mexicano, insisto, nomás no se compraba, pese a que, si la memoria no me falla, tenía hasta anuncios en la televisión. Uno, precisamente, en el que un señor muy parecido a Jorge Ortiz de Pinedo, se sentaba como en una especie de club y alberca, para decir -palabras más palabras menos- algo así como que sólo la gente chingona leía “El Mexicano, el gran diario de la vida regional”. 

“Sólo lo compran los ricos mamones”, pensaba al ver el anuncio.  

Y así con ese discurso crecí, pero leyendo el Esto cada que ganaba el Santos o la Selección, el San Diego UT y su sección de estadísticas de la MLB y por ahí infinidad de revistas, desde El Chahuistle a Deporte Ilustrado, Tiro de Esquina, ERES y la que me alcanzara.  

En verdad lo disfrutaba, claro está, sumado a que en la casa nunca faltaba el Zeta cada viernes, donde el personaje de Eligio Valencia, y lo que representaba, era un simple chiste, sobre todo en la columna del Lyon, quien lo retrataba en un periodiquito donde el de Aranza siempre era el protagonista de los titulares más hilarantes. 

Con ese trip llegué hasta mi adolescencia. Sin embargo, por la baja calidad que comenzó a arrastrar “El Sol”, el poco impacto del Cambio, la desaparición del Heraldo y sumado a que aún no existía el Frontera, fue inevitable que no se comprara El Mexicano, que de buenas a primeras impresionaba por el grosor de sus secciones, no así por la calidad de sus impresiones, que jamás fue lo que lo distinguió.  

PUTO OCTUBRE 

Los días siguientes a mi llegada al periódico avanzaron sepa cómo, pero ahí iban más o menos. Me pegaba unas aburridotas, ya sea subiendo galerías de fotos, limpiando groserías de los foros y de vez en cuando colocando algunas notas. Aunque, muy en el fondo, yo soñaba con que me dieran, algún día, oportunidad de escribir en la sección de blog que tenía el sitio.  

Imaginaba reclutar a varios compañeros de la universidad, escribiendo unas megafumadas y haciendo bastante ruido entre el vulgo cibernético.  

Por aquellos entonces, entre la bola que nos juntábamos, se hablaba sobre la esencia y lo cuántico de la mierda, teorías de Pierre Bourdieu, de Baudrillard y todo lo que se acumulara.  

Eran unos tripeos muy chingones e intensos que de alguna manera tenía visualizados en esa plataforma. Pero pues no sucedió nada. Ni yo pedí la oportunidad, ni tampoco me la iban a dar. A veces olvidaba que era sólo un practicante. 

Para colmo, el lugar que me dieron no ayudaba nada, y mucho menos la computadora, asignada precisamente por quien más tarde supe que se llamaba Omar, uno de los personajes más ambiguos con los que me ha tocado compartir área de trabajo.  

Julio, agosto septiembre y octubre. Puto y horroroso ese octubre. Ahí las cosas cambiaron drásticamente para mí, debido a una situación personal que hasta la fecha sigo arrastrando. Si un día del 11 de ese mes las cosas me marchaban excelentes, para el 12 no tenía ni siquiera en dónde dormir. 

Me ausenté varios días, y ya para ese entonces -al ser los únicos 500 pesos de entrada segura que tenía- nació el temor de que me corrieran, ya que yo no podía cumplir con el compromiso de becario, al menos en esos instantes.  

Tenía que resolver mis problemas, primeramente. Afortunadamente conté con la comprensión de Yesenia López y Alberto Sarmiento, en ese momento mis superiores, quienes, incluso, me dieron el apoyo de no cortar la entrada de mi ingreso. Me certificaron en Recursos Humanos como si hubiera asistido todos los días. 

 LA SEGUNDA 

La Segunda Edición ya hacía mucho ruido cuando yo estaba en la secundaria, por ahí de 1997. En ocasiones era parte de las pláticas entre los compañeros de la escuela, ya que, no sé si éramos una generación muy informada, pero ya varios ubicábamos a Eligio en el panorama, tanto en signo como significante. 

Y cuando no se hablaba del tema de alguna noticia en los salones, de todos modos uno miraba la portada de los periódicos, y más cuando el taxi Rojo con Negro esperaba hasta 20 minutos para cruzar la 5 y 10 al mediodía, justo en los tiempos en los que aún no había puente vehicular.  

Podíamos pasar hasta tres o cuatro semáforos y sería la misma cantidad de veces que rondarían los voceadores con kilos de los diarios entre las manos chorreadas de sudor entintado. 

Alguna vez le tocó la mala suerte a un primo lejano salir en la portada de La Segunda. “Piolín” Gutiérrez inmortalizó el momento en el que lanzó su último suspiro. Su cuerpo, quemado en un 99 por ciento, realmente estaba carbonizado, pero sabrá porque Dios o el Diablo no quisieron que se muriera de las casi 20 puñaladas que le dieron antes de prenderle fuego en un pedazo de cerro de la colonia La Remosa. Aún se le veían sus brazos estirados, pidiendo ayuda, en un intento de arrastrarse. Algo así solo se veía en La Alarma.  

La versión oficial de su muerte, fue porque le tocó presenciar un robo. Según contaron los familiares, los policías se la pusieron sencilla: dinos quiénes fueron los ladrones o tú vas a la cárcel. No dudó. Dio santo y seña de los responsables, para que llegaran a “La Peni”. Desde ahí, los muy cabrones ordenaron su asesinato, se lo encargaron a dos cholos, malandros de poca monta. En la foto de su detención lucieron sonrientes.  

-Sí, sí recuerdo ese día, cuando llegué a tomar la foto, el cuerpo todavía humeaba y alcanzaba a moverse poquito, me diría sorprendido Piolín, en alguna ocasión muchos años más adelante, en el que le enseñé el periódico que no sé por qué aún guardaba entre kilos de otros que tenía de colección. Mi lado de Diógenes también aflora de vez en cuando. 

Pero bueno, su cuerpo así salió, sin censura, con su rostro negro, tiznado, lleno de dolor difuminándose entre pixeles de la mala calidad de la impresión. 

Y sí, ése era El Segunda, noticia básica, desechable y alarmista. Siendo sincero, tampoco era de mi agrado. Por muy barato que estuviera, sentía que les faltaba contenido a sus dos secciones tan flaquitas, y para colmo, Deportes, que era la sección que más disfrutaba, ni siquiera lucía decente. Era el 97, pero desde afuera, ya uno se podía percatar de un trabajo mal hecho. Por eso es que no se compraba El Mexicano, a veces recordaba. 

CHINGABA DEMASIADO 

Durante esos meses, después de ese doloroso octubre de 2011, fui conociendo a más gente en El Mexicano, la cual, entre 12 y 3 de la tarde era exagerada en su paso entre la Redacción y el área del comedor. Los gritos a esas horas y la algarabía por la comida, provocaban el enojo de los reporteros que en ese momento escribían sus notas, y con justa razón. No hay nada más desesperante que escribir con ruido, sea cual sea. 

Yo ya comenzaba a ir diario, aunque no se me requiriera, ya que tenía que “perder el tiempo” de alguna manera, antes de subir a Otay a la UABC. Muchas personas me recomendaron abandonar la universidad para encontrar un trabajo de verdad. Me resistí por completo. No echaría por la borda tres años de escuela. Además, quería realmente terminar los estudios. Años antes había trabajado arduamente con jornadas físicas extenuantes y no quería que toda mi vida fuera de ese modo. 

Así, poco a poco fui adaptándome a las circunstancias apremiantes que para entonces me envolvían. Si algo tengo, es que por más dolor que traiga, soy completamente darwiniano y me adapto. Mera supervivencia, al fin y al cabo. Tardo, me quejo, reniego, miento madres, vuelvo a renegar, pero al final les entro sabroso a los putazos. Y luego, lo más posible, es que vuelva a renegar. 

Para ese tiempo yo ya había tomado la clase de Periodismo Digital impartida por Ángel Ruiz. Quienes lo conocen, saben y pueden corroborar que es un animal todo terreno, una bestia. En Tijuana, pocos personajes tan preparados como él para impartir un conocimiento brutal de lo relacionado al periodismo. A veces podrían pasar como un genio incomprendido no sólo por alumnos, sino por los mismos que escriben noticias. 

Entonces, envalentonado de mi background teórico y la ecléctica formación lectora que siempre he tenido, cada vez que veía a Alberto Sarmiento le pedía una oportunidad para hacer algunas cosas, sabedor, sin falsa modestia, de que en las clases de Ángel yo era uno de los alumnos más sobresalientes. Ésa era mi carta de presentación.  

A Sarmiento le hablaba de la importancia de tener una página de Facebook funcional, de la importancia de Twitter, y de cómo se podía hacer notas con base en la información que los personajes públicos emitían en sus redes sociales, de cómo podíamos sacar fotos de ahí mismo, de hacer mapas y cronologías en Google Maps. Era algo que ningún medio local hacía, y nacionales, sólo los grandes como El Universal, Reforma, Animal Político o Sin Embargo, que apenas tenía apenas un año de haber nacido.  

Eran pocas las veces que Sarmiento venía a Tijuana, ya que por ese entonces despachaba más en Ensenada, así que en cuanto lo veía, o alguien me avisaba que andaba ahí mero, me le dejaba ir. 

Supongo que fueron tantas veces que lo atosigué, que en ocasiones yo pensaba que decía en su mente “¡este cabrón cómo chinga!”. Si algo era completamente codificable, eran sus gestos y todo lo relacionado a su lenguaje corporal. Aunque eso sí, siempre me escuchó atento. 

Y es que, si cuatro meses atrás no deseaba estar en El Mexicano ahora imploraba por un lugar seguro, y así poder tener un sueldo por encima de los 500 pesos semanales. Yo seguía sin hogar y teniendo que solventar gastos que se me comenzaban a acumular, sin contar la carga académica que para ese entonces comenzaba a ser asquerosa. 

Si pudiera englobar todos esos días con una canción, sin duda sería  “Why Does It Always Rain on Me?”, de Travis

BOCANADA  

Era julio de 1999 cuando llegó el Frontera a la vida de los tijuanenses y las cosas cambiaron. Además de una imagen fresca, rápidamente se sintió la diferencia con los demás medios locales. Frontera era un periódico que se asemejaba más a El Universal o al Reforma en calidad y estilo. No sólo era su color verde, era su papel, más ameno a la vista y a las yemas de los dedos, sin contar a la barra de columnistas que anunciaba.  

En la casa la suscripción fue inmediata. Y justo su nacimiento se dio a pocos días de que en nuestra familia habíamos estrenado hogar propio. Era muy simbólico leer ese periódico entre el olor a casa nueva, a pintura fresca.  

Era normal que a las 5 ó  6 de la mañana se escuchara el periodicazo en la puerta, al ser aventado por el repartidor. La última etapa romántica que tal vez tuvo la humanidad con la información. No nos interesaba tanto la inmediatez. Privilegiamos la espera. Buenos momentos esos. Justo al salir de la secundaria. 

Fue una bocanada de aire fresco, justo como la Bocanada que en esas mismas fechas había sacado a la luz Cerati. De esas coincidencias bonitas de la vida. 

POR FIN SE ACABABA EL 2011 

Noviembre y diciembre de 2011 y mi situación no mejoraba y ya todo se me estaba cerrando y complicando aún más. Un día fui sincero con Sarmiento y le dije:

-Alberto, no tengo ni cinco pesos para tomar un taxi, no tengo nada de dinero, ni siquiera para comer.  

Pasaban apenas de las cinco de la tarde, pero la oscuridad ya era envolvente y se colaba por las ventanas de la oficina, y la Redacción, para ese momento sola, se me hacía más deprimente de lo normal.  

Seguidamente, realizó un acto que siempre le estaré agradecido, al sacar de su maletín o cartera, no recuerdo bien, unos vales de gasolina, los cuales más tarde cambié para poder tener algo de efectivo y comprar comida. 

Ésa no sería su única ayuda por esas semanas, más adelante, y tras avisarle que dejaría la escuela por falta de pago, Sarmiento se encabronó -de una forma casi paternal- por mi decisión y se dirigió a la caja, donde se encontraba Paty, para que se me dieran 2500 pesos, que por aquel tiempo era lo que salía el semestre en la UABC. 

-Ve y págala, ¡pero no la dejes!, me dijo con enojo. 

Además de ello, Sarmiento me canalizó con su hijo, quien justo trabajaba en el Gobierno del Estado, para un apoyo relacionado con personas en situaciones complicadas.  

Orlando, su hijo, me atendió de manera muy amable, aunque por burocracia más adelante, ese apoyo ya no se pudo fraguar. Ni modo, era esperar a ver qué salía. 

LA MIGRACIÓN 

Tijuana tenía ya una gran vida en las redes sociales desde el 99, aunque la información inmediata era sólo para los influyentes que cargaban con dispositivos como el Skytell. Así muchos nos enteramos de la muerte de algún famoso, como Paco Stanley, aunque su replicación pasaba del aparato a la comunicación oral.  

Quienes usaban redes sociales, eran aquellos que, sin ser nativos digitales, se convertirían en sus primeros migrantes. Así nos preparábamos para el Y2K, justo en la época en que cambió todo en México y se derrumbaron paradigmas. Era el tiempo de Otro Rollo, era el tiempo de que Ricky Martin dominaba el mundo, era el tiempo de que el Güero Burillo le quería competir con Pegaso a Carlos Slim, era el tiempo de Latinchat, y era el tiempo en que los medios presumían sus primeros sitios de internet. Eran los tiempos del KID A de Radiohead. 

Estábamos en la época dorada del internet: los foros. Ahí, en burdas plataformas bicolores, nos convertimos en un avatar, donde descendimos de los altos niveles espirituales hacia los bajos niveles de existencia a través de encarnaciones virtuales. 

Nuestro autorretrato de pixel nos dio una gloriosa entrada a sitios para ligar, para ver porno y llevar un paso más allá el acto de la masturbación, así como para comenzar a informarnos y saber de conspiraciones. Hacíamos lo mejor que podíamos todos los que estábamos llegando al internet. Era una casa grande, novedosa y nos comenzaba a suministrar emociones que, por aquel entonces, la vida ya no podía proveernos. Emprendimos un camino del que ya no habría retorno. Era el inicio del fin de los periódicos impresos y muchos nunca lo vieron venir. 

ME CONVERTÍ EN ELIGIO 

Llegó el 2012 y sus primeras semanas fueron por demás complicadas. Incluso, podría decir que más que las anteriores. En lo personal estaba más quebrado que nunca. Pero no desistí. Ya no sé si por terquedad, conformismo o miedo a la exploración, aguanté vara. Total, ya estaba ahí.  

Todo cambió una tarde de enero. Esa vez ya no fui yo quien busqué a Alberto Sarmiento. Fue él, y me la cantó derecho.  

-El ruco se va a lanzar para senador, y quieren a alguien que le maneje la página y sus redes sociales. Yo les dije que había alguien en la redacción que le sabia a eso. ¿Le entras, puedes con el paquete? 

Me cambió el mundo por completo.  

-Claro que sí, le contesté, era automática mi respuesta. 

Para ese entonces, mi sueldo subiría de 500 pesos a 1600, tendría un horario y yo podría tener a mi equipo de trabajo, pedir lo que quisiera, armar la página de internet al gusto que yo quisiera. Tendría una buena libertad. 

Entonces, yo tenía pocos días de haber comenzado un seminario de comunicación política con el doctor Salvador Percastre, a cuál, definitivamente está en mi top 3 de las clases más enriquecedoras que he tenido en mi vida. Una verga de profesor. 

Me sentía muy cabrón y en mi mente fragüé muchas cosas. 

A los dos o tres días, me invitaron al primer war room en el que estuve. Sí, en la tétrica y amaderada oficina de Eligio padre. 

Ahí estábamos reunidos cerca de 20 a 25 personas. Uno de los presentes, que no recuerdo bien quién fue (lo más seguro uno de esos politiquillos de poca monta), me quiso intimidar y me preguntó que si podría con el paquete, con un tono de voz mamón y altanero.  

No me amedrenté, le dije que sí. Incluso, tomé la palabra en dos o tres ocasiones que pude y sabiendo que no comprenderían nada por lo rudimentario del manejo de sus conceptos (apegados a las arenas terrestres), les comencé a hablar de elementos semióticos. Optaron por quedarse callados, no tenían ni perra idea de lo que yo les hablaba.  

Ya era mío el trabajo, esa bola de güeyes, muchos de ellos lambiscones profesionales, me habían pelado toda la riata. Pendejos. Sin siquiera entrar a fondo, se dejaron llevar por simples conceptos sin profundizar. Así eran de superficiales.  

Y así fue que comencé a ser Eligio. El “divo de Aranza”, el hombre que en su propio war room no hablaba y sólo observaba, tal vez porque no tenía nada qué decir; el hombre en el que se han tejido mil historias.

Ese hombre era yo. Era su avatar. Yo era su descenso al infierno de la virtualidad. Su reencarnación. 

Entonces, semanas después comencé con un horario de 9 de la mañana a 3 de la tarde y aprovechaba que mi gran amigo Gerardo Malagón pasaba cerca de ahí, para puntuales subir juntos a Otay. Así ahorraba dinero que no tenía, porque seguían sin pagarme. 

Así pasaron cerca de dos meses, en los que mi dinero se encontraba retenido por un tema de papeles, pero nadie me daba razón de ello. Yo subsistí, porque previamente, me mandaron a la CDMX a una convención a la CTM y me quedaron como 3 mil pesos de viáticos. Al declararlos, Alberto me dijo, “esos son tuyos”. Me agradecí haberme hospedado en un hotel no tan lujoso y caminar un poco más por la “ciudad monstruo”. 

Y fue justo en ese momento, cuando aparecieron en mi vida varias de las personas más determinantes para que yo continuara: Stefanía Arteaga, Alejandra Martínez y el entrañable y combativo señor Teista. 

“Steffy”, como todos le llamábamos de cariño en la Redacción, sabía el fondo de mi situación personal, y que además aún no tenía un sueldo, dándose cuenta que prácticamente trabaja desde que llegaba sin pasar jamás al comedor. Y así era, normalmente por esos días comía una vez al día y solía ser ya de noche. 

Un día que llegó con comida me tocó el corazón. Yo me quería doblar por el gesto tan hermoso que tuvo conmigo, un gesto tan humanitario que en el fondo fue combustible puro para resistir el último jalón que tenía que dar, antes de poder llegar a la meseta de la tranquilidad. 

Esas semanas, fueron varias las veces que junto con sus compañeras, como Alejandra, decidieron apoyarme y me convidaban de lo que llevaban de lonche. Son de esas cosas que ellas hicieron con el corazón y que jamás uno tendrá con qué pagar y siempre estar agradecido. 

Lo mismo con el señor Teista, que siempre me invitaba galletas, un pan o un café. Pero lo que me llevé de él, más allá de compartir cafeína, fue un poco de la vasta sabiduría que el viejo tenía. Odiado por muchos, incomprendido por casi todos, el viejo y lo que decía era sumamente interesante. Y eso también terminó sumando a esos tiempos complicados. 

La cosa en lo económico seguía sin esclarecer, hasta que un día, le comenté a Oliver Gasparri, amigo mío de la universidad, y él habló con su papá, Jorge, que para ese entonces era jefe de Recursos Humanos del periódico. 

Era un viernes y Gasparri regañó a quien tenía como colaborador, por su parsimonia e indiferencia de no querer atenderme. Le pidió unos papeles, unas copias, y tras 15 minutos me arregló el problema. Pasé a cajas y cobré por primera vez un sueldo como trabajador en El Mexicano. Eran cerca de 13 mil pesos los que me dieron. Para ese momento, yo tenía que hacer un pago urgente de al menos 12, así que aparté mil para mí. 

Para mi suerte, esa semana, una amiga de la infancia me había dado oportunidad de quedarme en su casa, y así yo me olvidaba de pagar renta. Tenía mil pesos para gastar en mí y no miento si digo que me sentí igual a Will Smith en la película “En busca de la felicidad”, cuando sale a la calle y dice que ese momento se llama “felicidad”, volteando hacia todos lados sin saber qué hacer por la emoción. 

Me sentía único, feliz, tanto, que por primera vez en muchos meses tuve la libertad para ir a un lugar a comer sin preguntarme el precio. 

Ese día decidí no ir a la escuela, así que opté por llegar a un restaurante de comida china, pagué un bufete y comí hasta hartarme, realmente lo estaba disfrutando. 

Salí de ahí no sólo lleno. Tenía muchas ganas de que llegara el día siguiente para ir a trabajar. 

Comenzaba a disfrutarlo como nunca. 

PRIMERA DE TRES PARTES 

Alonso Valenzuela
Alonso Valenzuelahttp://aldea84.com/
Comunicólogo por parte de la Universidad Autónoma de Baja California. 13 años de experiencia en medios impresos y digitales. Desde 2020 director de Aldea 84. Buscando construir una sociedad con un alto sentido crítico.

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