Un contrato con la soledad

Hay una grandísima diferencia entre estar solo y sentirse solo. La soledad se puede experimentar en una aburrida reunión familiar, junto a la pareja que no sabe escuchar y abunda en monólogos.


Por: Camilo Rodríguez

“Soledad, estrella de mis noches”.

Blanca Varela

I

De cierta manera, la soledad es el punto de partida de toda reflexión. Por más vulgar o sublime que parezca, una idea se forja lo mismo en la intimidad del sanitario que en el sagrado recogimiento de un templo. Basta un momento de lucidez, un instante revelador o un anodino espacio de “des-cubrimiento”, como el que condensa la expresión “epifanía de bus”. El pensamiento aflora gracias a una simple coincidencia o tras una larga maduración de sucesivos razonamientos; de cualquier forma, hay siempre una irreductible relación cara-a-cara, una suerte de desdoblamiento, acaso un “espejeo”. Se necesita un otro, pero no cualquier otro, sino uno especial (a veces, incluso un doble). No en vano la etimología de reflexionar evoca un “doblar hacia uno”, es decir, el ejercicio de asir una idea y volverla a pasar por el misterioso espejo de la mente.

Desde el “¡Eureka!” de Arquímedes en su bañera, hasta el golpe de la manzana en la cabeza de Newton, hay algo en el acto de pensar que brota mejor en soledad. Si bien necesita de otro para ocurrir, este funge como un alter ego y recuerda la anagnórisis griega, ese autorreconocimiento que encarna Edipo rey cuando el adivino Tiresias le revela que mató a su padre y desposó a su madre. En ese momento, Edipo entiende: conoce y se “re-conoce”. “El descubrimiento de nosotros mismos se manifiesta como un sabernos solos”, cejaba Octavio Paz en El laberinto de la soledad.

II

Hay una grandísima diferencia entre estar solo y sentirse solo. La soledad se puede experimentar en una aburrida reunión familiar, junto a la pareja que no sabe escuchar y abunda en monólogos, o en medio de una multitud de extraños; asimismo, la compañía es un estado de ánimo que a menudo sabe mejor estando solo. “Tengo a mis amigos en mi soledad. Cuando estoy con ellos, qué lejos están”, repetía Antonio Machado ante las preguntas sobre la amistad.

Quizás por eso muchos idiomas distinguen entre la soledad “objetiva” (no tener acompañantes en el plano espacio-temporal) y la “subjetiva” (pensar “¡qué solo estoy!”). Lonely1 no es lo mismo que alone2, ni désolé3 es igual a seul4. De igual forma, aparte de la distinción entre “solo” y “solitario”, en español tenemos el hermoso adjetivo “íngrimo”, que significa “abandonado, sin compañía”.

Como cualquier otro ser humano, Jean Jacques Rousseau vivió distintas facetas de la soledad a lo largo de su vida, pero hubo dos experiencias que lo marcaron definitivamente (y no son ajenas a quienes leen estas líneas tras la pandemia de 2020): la emergencia sanitaria y el confinamiento obligado. Quizás algunas divagaciones al respecto no resulten del todo idiotas.

La emergencia sanitaria

Tras la peste bubónica del siglo XIV, que diezmó la población europea en aproximadamente veinte millones de personas, las enfermedades endémicas se siguieron manifestando en pequeñas proporciones hasta mediados del siglo XIX. En 1743, en medio de la peste de Messina (una terrible epidemia que mató entre cuarenta y cincuenta mil personas), Rousseau realizó un viaje de París a Venecia a bordo de una falúa. Como la enfermedad había alcanzado a la ciudad por medio de un barco cuyos miembros moribundos llegaron al puerto, muchos poblados aledaños dictaron rígidos toques de queda y el transporte marítimo se detuvo. El navío donde estaba Rousseau se vio forzado a atracar en el puerto de Génova, donde las autoridades les dieron dos opciones a los pasajeros: podían pasar una cuarentena de veintiún días a bordo del barco, disfrutando de las provisiones enviadas por el gobierno genovés, o bien podían refugiarse en el “Lazareto” (un pequeño hospital abandonado que estaba a corta distancia del puerto, pero carecía de muebles o abrigo alguno, pues estos habían sido quemados tras la emergencia sanitaria). Para fortuna de las letras y el pensamiento humano, Rousseau tomó sus pertenencias, se improvisó una almohada y varias frazadas con su ropa y se aventuró al hospital. “El calor insoportable, la cercanía de la embarcación, la imposibilidad de caminar en ella y las alimañas con las que pululaba, me hicieron preferir a toda costa el Lazareto”, escribió en Las confesiones. Pasó sus días libres escribiendo, leyendo y caminando por el cementerio de los protestantes. Solo él y otros pocos tripulantes tomaron la decisión correcta y salvaron su vida, porque el resto se contagió y falleció de la nefasta enfermedad.

Rousseau narra su cuarentena como un periodo particularmente solitario y rudo, pero no desprovisto de un recogimiento muy significativo:

Estuve encerrado tras grandes puertas con enormes cerraduras, y permanecía en plena libertad para caminar a mis anchas de habitación en habitación y de historia en historia, encontrando en todas partes la misma soledad y desnudez.

Esto, sin embargo, no me indujo a arrepentirme de haber preferido el Lazareto a la Felucca [velero mediterráneo]; y, como otro Robinson Crusoe, comencé a arreglarme para mis veintiún días [de cuarentena], tal como lo hubiera hecho para toda mi vida. […]

Entre las comidas, cuando no leía, ni escribía, ni trabajaba en el amueblamiento de mi apartamento, iba a pasear por el cementerio de los protestantes, que me servía de patio. Desde este lugar subía a una landa que daba al puerto, y desde la que podía ver entrar y salir los barcos. Así pasé catorce días.5

Si Rousseau hubiera elegido confinarse en el barco, su cuarentena habría estado unida a la de los demás miembros de la tripulación (biológica y psicológicamente), detalle que la desmarcaría de la experiencia solitaria. La cercanía hubiera vuelto inevitable sentir la molestia de los demás, oír sus quejidos, atisbar su desesperación, atravesar la barrera del auto-sabotaje. De hecho, algo similar vivimos durante el primer año del confinamiento por la pandemia de COVID-19: el hecho de estar conectados TODO EL TIEMPO a través de la tecnología nos impedía adentrarnos realmente en la experiencia del confinamiento.

Si hay algo que hace sostenible y deseable la soledad es justamente poder aislarse de las soledades ajenas: retirarse, retraerse, reflexionar, aislarse desde y en la soledad misma. Esto es lo que distingue una soledad sincera (como la referida por Nicolás Gómez Dávila al afirmar que “la soledad es el único árbitro insobornable”) de la contenida en la “irreductible relación cara-a-cara” del filósofo judío Emmanuel Levinas. Esta última se refiere a la capacidad de reconocernos en toda nuestra vulnerabilidad e imperfección, sin sentir el espanto de Edipo al descubrir su tragedia (producto de una ignorancia de sí) ni la dramática asfixia de Narciso (producto de un amor excesivo y malogrado de sí). Fue precisamente Narciso quien, embelesado con su propio reflejo, quiso besarlo —o besarse— y cayó en el estanque, donde no tardó en ahogarse.

El confinamiento

El episodio del hospital del Lazareto no fue el único semejante en la vida de Rousseau. De hecho, sus últimos dos años los pasó encerrado en el castillo de Ermenonville, propiedad de un amigo suyo situada al norte de París. Cualquiera diría que semejante confinamiento parece más un premio que un castigo, pero cada ser humano vive atrapado en su cielo y su infierno, y esta no era la excepción. El filósofo huía de una horda de perseguidores (furibundos detractores de sus ideas sociales y educativas, esgrimidas en El Emilio El contrato social), que llegaron incluso a atacar su vivienda. Un alma atormentada y paranoica como la suya ha de haber sufrido bastante pese a las comodidades.

No obstante, con el transcurso de los días en que se dedicaba a hacer caminatas en los jardines de la propiedad, empezó a fraguar un proyecto (acaso el último): un libro de corte autobiográfico y filosófico dividido en “paseos” (y no en capítulos) donde quedaran plasmadas sus últimas reflexiones sobre temas tan decisivos como la soledad y la libertad, la verdad y la mentira. Lo bautizó Las ensoñaciones del paseante solitario, ignorante de que sería una obra fundacional para el naciente romanticismo.

De sus primeras cavilaciones, se desprenden varias ideas claras sobre la soledad: 1) cuando se elige por voluntad, su dulzura es tanta como el amargor que produce su imposición sobre alguien (en casos como la expatriación, la “expulsión de la tribu”). El provecho de la soledad depende, pues, de la libertad. 2) Hay que superar una barrera de “cháchara mental”, de pensamientos en círculo vicioso sobre los demás (“el infierno son los otros”, diría Sartre) para entregarse de lleno a una soledad serena. 3) La soledad es un marco ideal para la contemplación, la ensoñación y, sobre todo, el diálogo con uno mismo; puede ser una fuente de paz, sensibilidad y regocijo. Esto es algo que hoy parece obvio, pero en el siglo XVIII estaba revestido de un aura de rebeldía, pues emergía como reacción anárquica ante la dictadura de la razón y los cenáculos de iluminados donde se decidían las verdades absolutas del mundo.

De todos los “paseos” de las Ensoñaciones, el cuarto es de los más bellos y, quizás, también el más platónico en lo que atañe a la experiencia solitaria. En él, Rousseau hace un recuento de sus días felices en la isla de Saint Pierre, en una estancia que duró poco más de dos meses y donde estuvo íntimamente ligado al campo y a la vida rural, lejos del caos y del ruido citadino. Se refiere al sentimiento insular, al aislamiento positivo, a la idea de vivir como una isla distanciada y armónicamente conectada al mundo.

Al principio hay una apología del ocio: Rousseau afirma que su felicidad reside en el far niente, en su completa dedicación a actividades placenteras. Esto no significa “hacer nada”, como lo querría una traducción literal, sino más bien entregarse a los placeres individuales sin más imperativo que ese mismo, sin ninguna presión social o mandato que huela a burocracia, sin ninguna etiqueta mental de esas que deforman las ocupaciones y las vuelven “pendientes”. “Una de mis mayores delicias era dejar mis libros embalados y no tener escritorio”, escribió.

Posteriormente, el paseante reconoce que, más allá de la tranquilidad y la calma, el contacto social es necesario en la medida en que divierte y permite exteriorizar los sentimientos y las ideas encerradas en la mente; actúa como un dique movible que se abre cada tanto para dar flujo y estabilizar el cauce de las aguas sin que desborden. Luego, su reflexión termina con una hermosa evocación de la nostalgia centrada y la alegría lúcida. Su contemplación serena (y, hasta cierto punto, racional) de la transitoriedad de la vida y la impermanencia de las cosas conlleva una satisfacción espiritual, un estado cercano a la felicidad (cuya estabilidad, sabemos, es de antemano imposible).

He notado en las vicisitudes de una larga vida que las épocas de las más dulces alegrías y de los placeres más intensos no son, sin embargo, aquellas cuyo recuerdo me atrae y me conmueve más. Estos cortos momentos de delirio y de pasión, por vívidos que puedan ser, no son […] más que puntos bien dispersos en la línea de la vida. Son demasiado escasos y demasiado rápidos para construir un estado, y la felicidad que mi corazón lamenta no está compuesta de instantes fugitivos, sino de un estado simple y permanente […].

Todo está en un flujo continuo sobre la tierra: nada guarda una forma constante y detenida; nuestros afectos, que se apegan a las cosas exteriores, pasan y cambian necesariamente como ellas. Siempre, por delante o por detrás de nosotros, recuerdan el pasado que ya no es o previenen el futuro que, con frecuencia, no será: no hay nada de sólido ahí a lo cual el corazón pueda aferrarse. […] Apenas hay en nuestros más vivos goces un instante en que el corazón pueda verdaderamente decirnos: “Quisiera que este instante durara siempre”; ¿y cómo podemos llamar felicidad a un estado fugitivo que nos deja todavía el corazón inquieto y vacío, que nos hace lamentar alguna cosa antes, o desear nuevamente otra cosa después?

Pero si […] el alma encuentra un asiento lo bastante sólido como para reposar entero y reunir ahí todo su ser, sin tener la necesidad de recordar el pasado ni de saltar sobre el futuro, […] puede llamarse feliz […]. Tal es el estado en el que me encontré con frecuencia en la isla de Saint-Pierre en mis ensoñaciones solitarias, bien sea acostado en mi barco, que dejaba derivar al gusto del agua, o sentado en las orillas del lago agitado, o ya sea en otro lugar, al borde de una hermosa ribera o de un riachuelo murmurante sobre la grava.6

III

Las reflexiones sobre la soledad tienen una extraña vigencia. Su intemporalidad radica en el constante cambio que opera el flujo temporal sobre la vida. Hoy leemos con tanto gusto a Marco Aurelio o a Emily Dickinson como un lector de 1960 y, probablemente, como lo hará alguien más dentro de veinte o cien años. En particular, uno de los aciertos de Jean Jacques Rousseau reside en su forma de hermanar soledad y consciencia. Para él, una de las particularidades que comparten es que ninguna se concreta; si acaso alguna lo logra, es momentáneamente y en su propio devenir, en su correr incesante, como esas tonadas de jazz que no tienen “conclusión” ni “caída” y cuya belleza radica precisamente en su flujo, en su decurso.

Dentro de la incontable multitud de precisiones al respecto, hay una que me maravilla: la verdad de la soledad y la consciencia surge de una contradicción, pues ambas entrañan la página en blanco, el vacío.

  1. Término inglés que significa “solitario”; designa un estado de tristeza por carecer de compañía.
  2. Término inglés que significa “solo”.
  3. Término francés que significa “solitario”, “desierto” o “afligido”.
  4. Término francés que significa “solo”, “sin compañía”.
  5. Rousseau, Jean-Jacques, Las confesiones. La traducción es mía.
  6. Rousseau, Jean Jacques, Cuatro ensoñaciones de un paseante solitario, UNAM, 2022. [Traducción de Camilo Rodríguez]. 
Aldea84
Aldea84http://aldea84.com
Sitio para nativos y migrantes digitales basado en la publicación de noticias de Tijuana y Baja California, etnografías fronterizas, crónicas urbanas, reportajes de investigación, además de tocar tópicos referentes a la tecnología, ciencia, salud y la caótica -y no menos surrealista- agenda nacional.
spot_imgspot_imgspot_imgspot_img

Artículos relacionados

spot_imgspot_imgspot_imgspot_img

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

spot_img

Lo más reciente

spot_img

Hay una grandísima diferencia entre estar solo y sentirse solo. La soledad se puede experimentar en una aburrida reunión familiar, junto a la pareja que no sabe escuchar y abunda en monólogos.


Por: Camilo Rodríguez

“Soledad, estrella de mis noches”.

Blanca Varela

I

De cierta manera, la soledad es el punto de partida de toda reflexión. Por más vulgar o sublime que parezca, una idea se forja lo mismo en la intimidad del sanitario que en el sagrado recogimiento de un templo. Basta un momento de lucidez, un instante revelador o un anodino espacio de “des-cubrimiento”, como el que condensa la expresión “epifanía de bus”. El pensamiento aflora gracias a una simple coincidencia o tras una larga maduración de sucesivos razonamientos; de cualquier forma, hay siempre una irreductible relación cara-a-cara, una suerte de desdoblamiento, acaso un “espejeo”. Se necesita un otro, pero no cualquier otro, sino uno especial (a veces, incluso un doble). No en vano la etimología de reflexionar evoca un “doblar hacia uno”, es decir, el ejercicio de asir una idea y volverla a pasar por el misterioso espejo de la mente.

Desde el “¡Eureka!” de Arquímedes en su bañera, hasta el golpe de la manzana en la cabeza de Newton, hay algo en el acto de pensar que brota mejor en soledad. Si bien necesita de otro para ocurrir, este funge como un alter ego y recuerda la anagnórisis griega, ese autorreconocimiento que encarna Edipo rey cuando el adivino Tiresias le revela que mató a su padre y desposó a su madre. En ese momento, Edipo entiende: conoce y se “re-conoce”. “El descubrimiento de nosotros mismos se manifiesta como un sabernos solos”, cejaba Octavio Paz en El laberinto de la soledad.

II

Hay una grandísima diferencia entre estar solo y sentirse solo. La soledad se puede experimentar en una aburrida reunión familiar, junto a la pareja que no sabe escuchar y abunda en monólogos, o en medio de una multitud de extraños; asimismo, la compañía es un estado de ánimo que a menudo sabe mejor estando solo. “Tengo a mis amigos en mi soledad. Cuando estoy con ellos, qué lejos están”, repetía Antonio Machado ante las preguntas sobre la amistad.

Quizás por eso muchos idiomas distinguen entre la soledad “objetiva” (no tener acompañantes en el plano espacio-temporal) y la “subjetiva” (pensar “¡qué solo estoy!”). Lonely1 no es lo mismo que alone2, ni désolé3 es igual a seul4. De igual forma, aparte de la distinción entre “solo” y “solitario”, en español tenemos el hermoso adjetivo “íngrimo”, que significa “abandonado, sin compañía”.

Como cualquier otro ser humano, Jean Jacques Rousseau vivió distintas facetas de la soledad a lo largo de su vida, pero hubo dos experiencias que lo marcaron definitivamente (y no son ajenas a quienes leen estas líneas tras la pandemia de 2020): la emergencia sanitaria y el confinamiento obligado. Quizás algunas divagaciones al respecto no resulten del todo idiotas.

La emergencia sanitaria

Tras la peste bubónica del siglo XIV, que diezmó la población europea en aproximadamente veinte millones de personas, las enfermedades endémicas se siguieron manifestando en pequeñas proporciones hasta mediados del siglo XIX. En 1743, en medio de la peste de Messina (una terrible epidemia que mató entre cuarenta y cincuenta mil personas), Rousseau realizó un viaje de París a Venecia a bordo de una falúa. Como la enfermedad había alcanzado a la ciudad por medio de un barco cuyos miembros moribundos llegaron al puerto, muchos poblados aledaños dictaron rígidos toques de queda y el transporte marítimo se detuvo. El navío donde estaba Rousseau se vio forzado a atracar en el puerto de Génova, donde las autoridades les dieron dos opciones a los pasajeros: podían pasar una cuarentena de veintiún días a bordo del barco, disfrutando de las provisiones enviadas por el gobierno genovés, o bien podían refugiarse en el “Lazareto” (un pequeño hospital abandonado que estaba a corta distancia del puerto, pero carecía de muebles o abrigo alguno, pues estos habían sido quemados tras la emergencia sanitaria). Para fortuna de las letras y el pensamiento humano, Rousseau tomó sus pertenencias, se improvisó una almohada y varias frazadas con su ropa y se aventuró al hospital. “El calor insoportable, la cercanía de la embarcación, la imposibilidad de caminar en ella y las alimañas con las que pululaba, me hicieron preferir a toda costa el Lazareto”, escribió en Las confesiones. Pasó sus días libres escribiendo, leyendo y caminando por el cementerio de los protestantes. Solo él y otros pocos tripulantes tomaron la decisión correcta y salvaron su vida, porque el resto se contagió y falleció de la nefasta enfermedad.

Rousseau narra su cuarentena como un periodo particularmente solitario y rudo, pero no desprovisto de un recogimiento muy significativo:

Estuve encerrado tras grandes puertas con enormes cerraduras, y permanecía en plena libertad para caminar a mis anchas de habitación en habitación y de historia en historia, encontrando en todas partes la misma soledad y desnudez.

Esto, sin embargo, no me indujo a arrepentirme de haber preferido el Lazareto a la Felucca [velero mediterráneo]; y, como otro Robinson Crusoe, comencé a arreglarme para mis veintiún días [de cuarentena], tal como lo hubiera hecho para toda mi vida. […]

Entre las comidas, cuando no leía, ni escribía, ni trabajaba en el amueblamiento de mi apartamento, iba a pasear por el cementerio de los protestantes, que me servía de patio. Desde este lugar subía a una landa que daba al puerto, y desde la que podía ver entrar y salir los barcos. Así pasé catorce días.5

Si Rousseau hubiera elegido confinarse en el barco, su cuarentena habría estado unida a la de los demás miembros de la tripulación (biológica y psicológicamente), detalle que la desmarcaría de la experiencia solitaria. La cercanía hubiera vuelto inevitable sentir la molestia de los demás, oír sus quejidos, atisbar su desesperación, atravesar la barrera del auto-sabotaje. De hecho, algo similar vivimos durante el primer año del confinamiento por la pandemia de COVID-19: el hecho de estar conectados TODO EL TIEMPO a través de la tecnología nos impedía adentrarnos realmente en la experiencia del confinamiento.

Si hay algo que hace sostenible y deseable la soledad es justamente poder aislarse de las soledades ajenas: retirarse, retraerse, reflexionar, aislarse desde y en la soledad misma. Esto es lo que distingue una soledad sincera (como la referida por Nicolás Gómez Dávila al afirmar que “la soledad es el único árbitro insobornable”) de la contenida en la “irreductible relación cara-a-cara” del filósofo judío Emmanuel Levinas. Esta última se refiere a la capacidad de reconocernos en toda nuestra vulnerabilidad e imperfección, sin sentir el espanto de Edipo al descubrir su tragedia (producto de una ignorancia de sí) ni la dramática asfixia de Narciso (producto de un amor excesivo y malogrado de sí). Fue precisamente Narciso quien, embelesado con su propio reflejo, quiso besarlo —o besarse— y cayó en el estanque, donde no tardó en ahogarse.

El confinamiento

El episodio del hospital del Lazareto no fue el único semejante en la vida de Rousseau. De hecho, sus últimos dos años los pasó encerrado en el castillo de Ermenonville, propiedad de un amigo suyo situada al norte de París. Cualquiera diría que semejante confinamiento parece más un premio que un castigo, pero cada ser humano vive atrapado en su cielo y su infierno, y esta no era la excepción. El filósofo huía de una horda de perseguidores (furibundos detractores de sus ideas sociales y educativas, esgrimidas en El Emilio El contrato social), que llegaron incluso a atacar su vivienda. Un alma atormentada y paranoica como la suya ha de haber sufrido bastante pese a las comodidades.

No obstante, con el transcurso de los días en que se dedicaba a hacer caminatas en los jardines de la propiedad, empezó a fraguar un proyecto (acaso el último): un libro de corte autobiográfico y filosófico dividido en “paseos” (y no en capítulos) donde quedaran plasmadas sus últimas reflexiones sobre temas tan decisivos como la soledad y la libertad, la verdad y la mentira. Lo bautizó Las ensoñaciones del paseante solitario, ignorante de que sería una obra fundacional para el naciente romanticismo.

De sus primeras cavilaciones, se desprenden varias ideas claras sobre la soledad: 1) cuando se elige por voluntad, su dulzura es tanta como el amargor que produce su imposición sobre alguien (en casos como la expatriación, la “expulsión de la tribu”). El provecho de la soledad depende, pues, de la libertad. 2) Hay que superar una barrera de “cháchara mental”, de pensamientos en círculo vicioso sobre los demás (“el infierno son los otros”, diría Sartre) para entregarse de lleno a una soledad serena. 3) La soledad es un marco ideal para la contemplación, la ensoñación y, sobre todo, el diálogo con uno mismo; puede ser una fuente de paz, sensibilidad y regocijo. Esto es algo que hoy parece obvio, pero en el siglo XVIII estaba revestido de un aura de rebeldía, pues emergía como reacción anárquica ante la dictadura de la razón y los cenáculos de iluminados donde se decidían las verdades absolutas del mundo.

De todos los “paseos” de las Ensoñaciones, el cuarto es de los más bellos y, quizás, también el más platónico en lo que atañe a la experiencia solitaria. En él, Rousseau hace un recuento de sus días felices en la isla de Saint Pierre, en una estancia que duró poco más de dos meses y donde estuvo íntimamente ligado al campo y a la vida rural, lejos del caos y del ruido citadino. Se refiere al sentimiento insular, al aislamiento positivo, a la idea de vivir como una isla distanciada y armónicamente conectada al mundo.

Al principio hay una apología del ocio: Rousseau afirma que su felicidad reside en el far niente, en su completa dedicación a actividades placenteras. Esto no significa “hacer nada”, como lo querría una traducción literal, sino más bien entregarse a los placeres individuales sin más imperativo que ese mismo, sin ninguna presión social o mandato que huela a burocracia, sin ninguna etiqueta mental de esas que deforman las ocupaciones y las vuelven “pendientes”. “Una de mis mayores delicias era dejar mis libros embalados y no tener escritorio”, escribió.

Posteriormente, el paseante reconoce que, más allá de la tranquilidad y la calma, el contacto social es necesario en la medida en que divierte y permite exteriorizar los sentimientos y las ideas encerradas en la mente; actúa como un dique movible que se abre cada tanto para dar flujo y estabilizar el cauce de las aguas sin que desborden. Luego, su reflexión termina con una hermosa evocación de la nostalgia centrada y la alegría lúcida. Su contemplación serena (y, hasta cierto punto, racional) de la transitoriedad de la vida y la impermanencia de las cosas conlleva una satisfacción espiritual, un estado cercano a la felicidad (cuya estabilidad, sabemos, es de antemano imposible).

He notado en las vicisitudes de una larga vida que las épocas de las más dulces alegrías y de los placeres más intensos no son, sin embargo, aquellas cuyo recuerdo me atrae y me conmueve más. Estos cortos momentos de delirio y de pasión, por vívidos que puedan ser, no son […] más que puntos bien dispersos en la línea de la vida. Son demasiado escasos y demasiado rápidos para construir un estado, y la felicidad que mi corazón lamenta no está compuesta de instantes fugitivos, sino de un estado simple y permanente […].

Todo está en un flujo continuo sobre la tierra: nada guarda una forma constante y detenida; nuestros afectos, que se apegan a las cosas exteriores, pasan y cambian necesariamente como ellas. Siempre, por delante o por detrás de nosotros, recuerdan el pasado que ya no es o previenen el futuro que, con frecuencia, no será: no hay nada de sólido ahí a lo cual el corazón pueda aferrarse. […] Apenas hay en nuestros más vivos goces un instante en que el corazón pueda verdaderamente decirnos: “Quisiera que este instante durara siempre”; ¿y cómo podemos llamar felicidad a un estado fugitivo que nos deja todavía el corazón inquieto y vacío, que nos hace lamentar alguna cosa antes, o desear nuevamente otra cosa después?

Pero si […] el alma encuentra un asiento lo bastante sólido como para reposar entero y reunir ahí todo su ser, sin tener la necesidad de recordar el pasado ni de saltar sobre el futuro, […] puede llamarse feliz […]. Tal es el estado en el que me encontré con frecuencia en la isla de Saint-Pierre en mis ensoñaciones solitarias, bien sea acostado en mi barco, que dejaba derivar al gusto del agua, o sentado en las orillas del lago agitado, o ya sea en otro lugar, al borde de una hermosa ribera o de un riachuelo murmurante sobre la grava.6

III

Las reflexiones sobre la soledad tienen una extraña vigencia. Su intemporalidad radica en el constante cambio que opera el flujo temporal sobre la vida. Hoy leemos con tanto gusto a Marco Aurelio o a Emily Dickinson como un lector de 1960 y, probablemente, como lo hará alguien más dentro de veinte o cien años. En particular, uno de los aciertos de Jean Jacques Rousseau reside en su forma de hermanar soledad y consciencia. Para él, una de las particularidades que comparten es que ninguna se concreta; si acaso alguna lo logra, es momentáneamente y en su propio devenir, en su correr incesante, como esas tonadas de jazz que no tienen “conclusión” ni “caída” y cuya belleza radica precisamente en su flujo, en su decurso.

Dentro de la incontable multitud de precisiones al respecto, hay una que me maravilla: la verdad de la soledad y la consciencia surge de una contradicción, pues ambas entrañan la página en blanco, el vacío.

  1. Término inglés que significa “solitario”; designa un estado de tristeza por carecer de compañía.
  2. Término inglés que significa “solo”.
  3. Término francés que significa “solitario”, “desierto” o “afligido”.
  4. Término francés que significa “solo”, “sin compañía”.
  5. Rousseau, Jean-Jacques, Las confesiones. La traducción es mía.
  6. Rousseau, Jean Jacques, Cuatro ensoñaciones de un paseante solitario, UNAM, 2022. [Traducción de Camilo Rodríguez]. 
Aldea84
Aldea84http://aldea84.com
Sitio para nativos y migrantes digitales basado en la publicación de noticias de Tijuana y Baja California, etnografías fronterizas, crónicas urbanas, reportajes de investigación, además de tocar tópicos referentes a la tecnología, ciencia, salud y la caótica -y no menos surrealista- agenda nacional.

Artículos relacionados

spot_imgspot_imgspot_imgspot_img
spot_imgspot_imgspot_imgspot_img

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

spot_img

Lo más reciente

spot_img