Sobrepeso: más allá de “La ballena”

La obesidad mórbida no solo está en las primeras planas por cuenta del personaje por el cual Brendan Fraser ganó el premio Oscar. Las estadísticas de esa condición en América Latina ponen a la región en el primer lugar en el mundo. ¿Qué deben hacer los gobiernos frente a este grave –y costoso–problema de salud pública?


Por: Carlos Gutiérrez

“Solo las ballenas pueden nadar en la profundidad”, dijo el actor norteamericano Brendan Fraser al recibir el primer premio Oscar de su carrera. Describía así su rol en el largometraje La ballena, que cuenta la historia de Charlie, un profesor universitario que vive encerrado en su departamento, físicamente impedido para salir por su gordura mórbida. La actuación de Fraser y la puesta en escena logran representar las crudas consecuencias de uno de los más graves problemas sanitarios del mundo: la obesidad. 


Recientemente la World Obesity Federation presentó el World Obesity Atlas 2023, donde advierte que, de no tomar medidas para revertir la tendencia actual, en una década al menos el 51% de la población mundial padecerá obesidad o sobrepeso. Esto tendría un costo económico de cuatro billones de dólares, equivalente a todas las ganancias globales de la industria del petróleo y del gas durante 2022. 

“Esta realidad económica subraya cuán importante es que actuemos con rapidez y decisión”, apuntan Johana Ralston, CEO de World Obesity Federation, y la profesora Louise Baur, de The University of Sydney, en el texto de presentación del Atlas. “Tenemos una oportunidad sin precedentes para convertir los compromisos globales de obesidad en una acción nacional efectiva; al hacerlo, transformar las cifras de salud para millones de personas en todo el mundo. No lo desperdiciemos”, concluyen Ralston y Baur.


De seguir como van las tendencias, en los próximos diez años la situación será muy delicada, especialmente para la población de todo el continente americano, como hace ver la investigación de la World Obesity Federation, donde proyecta que, para 2035, el continente encabezará las cifras de obesidad en adultos en el planeta, con el 49% de las mujeres y el 47% de los hombres.


Los datos se vuelven escalofriantes si se toma en cuenta que, para 2021, 2,8 millones de personas murieron en América por enfermedades no transmisibles y debidas a la obesidad, de acuerdo con la Organización Panamericana de la Salud (OPS). Este organismo indica que las tasas de sobrepeso y obesidad se han triplicado en el continente en los últimos 50 años y afectan actualmente al 62,5% de la población. Es “la prevalencia regional más alta del mundo”.

La OPS también avisa que los niveles de sobrepeso y obesidad entre la población infantil americana aumentan rápidamente; por ello, ahora 33,6% de niños, niñas y adolescentes de 5 a 19 años de edad padecen esta condición. 

La población mundial se encuentra en esta situación, entre otras razones, por el estilo de vida actual que fomenta el sedentarismo e incrementa el tiempo que dedicamos a ver televisión y trabajar la computadora mientras dejamos de practicar actividades físicas con regularidad.


Sin embargo, la mayoría de los estudios coinciden en que la mayor responsabilidad tiene que ver con una alimentación basada más en productos ultraprocesados que naturales. “Son elaborados a partir de sustancias extraídas o refinadas de alimentos enteros, como las partes baratas o remanentes de animales, ingredientes no caros como féculas ‘refinadas’, azúcares, grasas, aceites y aceites hidrogenados, conservantes y otros aditivos, con poco o nada de alimentos enteros”, reporta Hernán C. Doval, director de la Revista Argentina de Cardiología, en un artículo académico. 

Doval afirma que estos productos son densos en energía, pero que, consumidos en pequeñas cantidades, no producen daño. No obstante, “la estrategia sofisticada y agresiva de marketing (como el precio reducido para las porciones super-size), hacen que el consumo modesto de alimentos ultraprocesados sea imposible y su imposición masiva desplace a los alimentos frescos o muy poco procesados”.

En esta categoría se encuentran bebidas gaseosas, snackspizzas, hamburguesas, comida lista para calentar y hasta panes industrializados. Su consumo se asocia con enfermedades no transmisibles, como la diabetes tipo 2, males cardiovasculares y cáncer colorrectal. Por primera vez en la historia de la humanidad, “nos enfrentamos a la posibilidad de que las generaciones futuras tengan un promedio de vida menor que la generación anterior”, apunta Oscar M. Laudanno, investigador de la Universidad de Buenos Aires, en un texto científico publicado este año.


De acuerdo con el investigador, los alimentos ricos en grasas saturadas, azúcares y sal, pero pobres en vitaminas y fibras, son “el motor de la epidemia de obesidad en América Latina” y representan del 20 al 30% del consumo calórico diario en la población. Chile, México y Argentina, según sus datos, ocupan los tres primeros lugares en consumo de ultraprocesados en el subcontinente. 

Gracias a esta industria, a los hogares llegaron ingredientes nunca antes consumidos por humanos, como edulcorantes, colorantes, emulsificantes, espesantes, espumantes y estabilizadores, entre otros. Son “verdaderas ‘trampas sensoriales’ muy adictivas”, escribe Laudanno. También suelen contener bisfenol A, sustancia presente en los plásticos que envuelven a estos alimentos. Se trata de “un disruptor endocrinológico que afecta la fertilidad, pubertad precoz y el desarrollo normal”.


Para Doval, las llamadas Big Food, es decir, las “grandes compañías multinacionales de alimentos y bebidas”, son quienes establecen las reglas del sistema global de alimentos. Es, denuncia, un mercado inequitativo para los pequeños productores. “Lo que la gente come está cada vez más manejado por un puñado de compañías multinacionales de alimentos que están llevando rápidamente a los países en desarrollo hacia una dieta ligada a enfermedades no transmisibles”.

De hecho, expertos coinciden en que las estrategias de mercadeo de la industria de alimentos ultraprocesados se parecen a las del tabaco. Sobre todo, porque las compañías niegan los efectos negativos de sus productos en la salud de las personas, dice la periodista mexicana Kennia Velázquez. “Va a llegar un día en que, así como nos parece una locura que alguien le dé un cigarrillo a un niño pequeño, va a ser lo mismo con las bebidas azucaradas y con estos productos que causan tantas enfermedades. Confío en que la información que se vaya dando ayude a la gente a tomar decisiones más saludables”.

Quizá el mayor problema al que se enfrentan muchas familias latinoamericanas es el costo de una dieta saludable. De acuerdo con un informe de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en 2020, unos 131 millones de personas en la región no tenían dinero para acceder a este tipo de comida. Ese año se sumaron ocho millones más, con respecto a 2019.

En América Latina, la dieta saludable tiene el costo más alto a nivel mundial, ya que para obtenerla se requieren 3,89 dólares por persona al día, según datos de 2020 obtenidos por un estudio de la Universidad de Tufts y el Banco Mundial. 

No obstante, María José Larrazábal, académica de la Universidad de Antofagasta, en Chile, considera que tenemos que modificar nuestra forma de comprar y voltear la mirada a lo local. “Hay que ver qué es lo que se produce en la zona, cuáles son los productos de temporada, porque eso es algo que también se nos ha olvidado; no es normal comer tomates o sandía durante todo el año”.

Las escuelas ocupan un lugar fundamental en la educación alimentaria; en ellas suele haber una “influencia negativa” en cuanto a la ingesta de bebidas azucaradas no nutritivas y de comida ultraprocesada. Consumir ciertos alimentos en la escuela, como las frutas, “suscita burlas”, explican Sebastián Fuentes y Belén Estrada en la revista Educación, de Costa Rica. Citan una investigación que demostró que, no obstante, cuando hay fruta disponible para todos los estudiantes, “las burlas y molestias disminuyen”.

Una de las medidas más celebradas es el sistema de etiquetado en octágonos que indica claramente al frente de los empaques los altos contenidos de calorías, sodio, azúcar y grasas de cada producto. La han adoptado Chile, Perú, Uruguay, México y Argentina y este año lo hará Colombia. Velázquez dice que ha resultado “muy efectiva” para disminuir el consumo de productos ultraprocesados, pero aclara que hacen falta más acciones, “como el apoyo a los pequeños agricultores y a los pequeños comerciantes, para impulsarlos y lograr que la gente acceda a productos naturales”.


Esto último enfrenta otro problema: la promoción de monocultivos, que ha venido afectando la diversidad de los alimentos naturales. Así lo afirma el exministro de Salud de Perú, Enrique Jacoby, exasesor regional de la Unidad de Nutrición de la OPS. Dice que “no podremos salir de este entrampamiento alimentario” sin una acción regulatoria del Estado para defender a los ciudadanos y a la agricultura. 

Por su parte, Larrazábal dice que la obesidad en nuestro continente tiene diversas causas, y no se debe exclusivamente a los alimentos ultraprocesados. “Tiene que ver también con que no sabemos cocinar. No le estamos dedicando el tiempo que corresponde a la cocina. No hay políticas públicas orientadas a educar a la población en la alimentación saludable”.


“Francia –dice Jacoby– tiene un programa de alimentación escolar público ultra millonario. A los niños les dan la mejor comida posible, porque si a ellos no los conquistas a esa edad ya los perdiste, ya están en manos de la industria”. Como comparte Kenia Velásquez, en México la Secretaría de Salud trabaja en una propuesta para enseñar a consumir alimentos saludables a las nuevas generaciones. 

Dentro de los posibles caminos para salir de este atolladero alimentario y de salud pública, Hernán C. Doval señala la regulación oficial como el único modelo libre de conflictos de intereses “entre la promoción y protección de la salud pública y las corporaciones que obtienen sus ganancias de la producción de alimentos no saludables”. Otra posibilidad es la asociación público-privada que, desde su perspectiva, daría resultados más exitosos a “que si el Estado actuara en forma independiente de la industria”. Estos modelos se oponen a prácticas presentes hasta ahora, como la autorregulación voluntaria, que sería la “preferida de la industria”, y es lo que “adoptan por omisión muchos gobiernos, también la ONU”.

Como puede verse, la situación es seria. Tan solo en México se calcula que 27 personas mueren cada hora debido a males relacionados con la obesidad, según reportes de El Poder del Consumidor. Se requiere de verdaderas políticas públicas que apuesten más por la prevención y por una educación que contribuya a cambiar hábitos de vida.  Para que dramas como el de La ballena se hagan cada vez menos comunes a lo largo y ancho del continente. 

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