Ray Charles, historia de un junkie adicto al sexo

La heroína y la manía de acostarse con cualquier mujer que se cruzara en su camino hicieron vulnerable a un músico que condujo su carrera con férrea disciplina.


Ray Charles, el hombre que cambió el rumbo de la música negra, nació pobre entre los pobres. Supo lo que era un par de zapatos cuando ya era bastante mayorcito. Se crió en una tierra donde los negros ocupaban lo más bajo de la escala social. Por debajo de él y su gente sólo había la tierra roja.

La vida de Ray Charles puede leerse como el paradigma del hombre que vence a las adversidades, pero un relato así seguramente disgustaría al protagonista de esta historia. Entre otras cosas porque el músico y compositor aprendió de su madre a muy corta edad a no caer nunca en la tentación de compadecerse. Y siguió esa enseñanza a pies juntillas. Aquí no vamos a contar el talento de un hombre que supo conciliar de manera intuitiva el góspel con el jazz, el blues y el country. Tampoco parece pertinente glosar a estas alturas que el pianista dio con los ingredientes fundamentales que permitieron el alumbramiento del soul.

Se ha escrito mucho de ambas cosas. En cambio, no se ha puesto demasiado énfasis en una paradoja: pese a comportarse con una disciplina rocosa y mantener bajo un control férreo las riendas de su vida, su grandiosa figura casi se va al traste por dos puntos vulnerables. Su dependencia de la heroína y su enfermiza adicción al sexo hacían que el gigante tuviera los pies de barro.

Ray Charles Robinson (1930-2004) lo tenía todo para inspirar lástima. Su padre rara vez se encontraba en casa y pronto desapareció. Para colmo, perdió la vista a los siete años por culpa de un glaucoma. Pero todo ello no fue óbice para que se arredrara. Pese a no ver un pimiento, Ray amaba la velocidad y de pequeño le gustaba sentir el aire en su rostro cuando enfilaba en bicicleta un camino cuesta abajo. Al decidir abrirse paso en el mundo del espectáculo, prescindió del apellido Robinson para no ser confundido con el boxeador Sugar Ray Robinson.

Nacido en Albany (Georgia) y criado en una casucha en Greensville, el chico ya estaba uncido a la droga desde los 16 años. Durante casi dos décadas estuvo enganchado a la heroína, sustancia que dejó después de haber sido detenido en Boston en 1964 y condenado a rehabilitarse. Era el tercer arresto y los agentes antidrogas tenían especial fijación con los músicos negros.

Ray Charles (1930 – 2004).

En lo sexual, Ray Charles era un tipo bien raro. Pese a ser ciego como un topo, le apasionaba el voyeurismo de manera contumaz. Disfrutaba como nadie ante una escena erótica protagonizada por mujeres. Y se sobreentiende que un hombre privado de la vista no se conformaría con cualquier cosa. «Si dos mujeres están haciendo el amor, veo todo lo que están haciendo: toco, siento, escucho Y os aseguro que he visto cosas excitantes de verdad», decía el músico.

Ray Charles y las Raelettes.

Si abandonó el vicio de pincharse fue más porque estaba harto de las acechanzas de los agentes antinarcóticos que por convencimiento propio. En el sexo era igual de libérrimo. Ray Charles y la monogamia eran términos incompatibles. Para el genio del soul ser ciego suponía casi una ventaja: para él no había mujer fea. Sus orgías alcanzaron el grado de leyenda. Pagó caro su inquina por los preservativos: tuvo una extensa progenie aunque, nobleza obliga, reconoció a todos sus hijos, a menos que se nos haya escapado alguno. Su proverbial fama de tacaño la justificaba en la obligación de mantener a una nutrida descendencia: 12 hijos de nueve mujeres diferentes.

Nada de culpas

En su autobiografía, Ray Charles se aleja de los tópicos al uso. Deja bien claro que nadie le obligó a drogarse: «No fue culpa de la sociedad, ni de un camello, ni de mi condición de ciego, negro y pobre. Fue sólo culpa mía». El joven Ray era un chico curioso y el misterio que envolvía a las drogas las hacía aún más seductoras. Ray era invidente, pero se enteraba de todo. A finales de los años cincuenta la droga corría a espuertas y se trasegaba whisky como si fuera agua, sobre todo en los ambientes artísticos. Así que el pianista, que sabía lo que era enhebrar una aguja, se hizo todo un yonqui.

Pese a las detenciones y los estragos del síndrome de abstinencia, el artista se resistía a abandonar su adicción. Una vez estuvo a punto de morir desangrado, pero él se obstinaba en negar que la heroína tuviera la culpa. Admite, eso sí, que en aquella fatídica ocasión se había metido algo en las venas, quizá más de lo habitual. Llevaba dos días sin dormir y se fue a la cama a descansar un rato. Estaba tan cansado que cayó rendido. Pero con tan mala suerte que dio un manotazo a una mesa de cristal que se hizo trizas. Aun así, estaba tan agotado que no se despertó, ni siquiera cuando por un corte en la mano empezó a manar la sangre. Si no hubiera sido por su hijo Ray, que lo encontró exánime, no lo cuenta. Perdió tanta sangre que dos toallas de playa quedaron completamente empapadas. Necesitó una transfusión para reponer los dos litros de sangre que perdió. «El doctor Foster informó de que me había cortado una arteria y un tendón de la mano izquierda y me prohibió trabajar durante algún tiempo. Por supuesto me negué y volví inmediatamente a la carretera, aunque solo podía tocar el piano con una mano».

El músico, sin embargo, no encaja dentro del drogadicto que se arrastra por los suelos sin un dólar en el bolsillo. Si durante casi dos décadas estuvo esclavizado a la jeringuilla fue porque tenía el dinero suficiente para proveerse de caballo sin problemas y pagar las fianzas que le caían encima. Gastaba 30 dólares al día en heroína, pero cuando no tuvo más remedio que dejar el jaco, no le costó más que dejar de fumar.

Lista de amantes

En lo tocante al sexo, Ray Charles reconocía que las mujeres siempre fueron su perdición. Su lista de amantes era tan larga que solía decir que había tenido más relaciones de las que pudiera recordar. Fue llevado a juicio en al menos dos ocasiones para que reconociera la paternidad de sus hijos. No es que se negase a admitir como propia su progenie, pero a Charles le llevaban los demonios que las madres le pidieran más dinero de lo que él consideraba razonable. «No estaba por la labor de mantener al niño y de paso poner a su mamá una choza de lujo con un Mercedes en el garaje y dos o tres abrigos de visón en el armario».

Ray Charles después de un concierto en el Olympia en París en 1962.

Con su fobia al preservativo y su adicción al sexo, se comprende que el frenesí en la cama fuera más potente que un chute. «Para mí, el sexo es un estimulante que supera cualquier otra cosa que me corra por el cuerpo».

A consecuencia de su empecinamiento en no dejar escapar ninguna mujer que se pusiera a tiro, sus dos matrimonios hicieron aguas. Su primer enlace, con Eileen Williams, apenas duró un año, sobre todo por el alcoholismo de ella. Su segunda mujer, Della Beatrice Howard Robinson, le mandó a paseo, aunque antes aguantó 22 años de infidelidades. Acostumbraba tener relaciones con las cantantes de coro durante esas giras que solían durar nueves meses. Además, como no le hacía ascos a ninguna chica que se cruzara en su camino, Howard acabó hastiada. No pudo más, sobre todo cuando las demandas de paternidad contra Ray Charles minaron su dignidad. El propio pianista reconocía que él fue culpable de su divorcio con Della Beatrice en un 80%. Si llega a saber ella que una vez tuvo que esconderse en un armario para huir de un marido cornudo quizá Della Beatrice se hubiera divorciado antes.

Junto a su obsesión por las mujeres, hay otro aspecto que hacía gruñir a Ray Charles cuando se lo mencionaban. El músico, pionero en la lucha contra la segregación racial -se negó a tocar en un auditorio en el que los negros tenían que ocupar el gallnero-, accedió a actuar en la Sudáfrica del ‘apartheid’. Una mancha que no empalidece su compromiso con la igualdad. «Nunca me detuve en la piel de las personas. Si quería ver a un hombre o a una mujer, quería llegar a ver su interior. El ser distraído por los colores o formas es estúpido. Es algo que yo simplemente no puedo ver», aseveró en su autobiografía.

Aldea84
Aldea84http://aldea84.com
Sitio para nativos y migrantes digitales basado en la publicación de noticias de Tijuana y Baja California, etnografías fronterizas, crónicas urbanas, reportajes de investigación, además de tocar tópicos referentes a la tecnología, ciencia, salud y la caótica -y no menos surrealista- agenda nacional.
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Ray Charles, el hombre que cambió el rumbo de la música negra, nació pobre entre los pobres. Supo lo que era un par de zapatos cuando ya era bastante mayorcito. Se crió en una tierra donde los negros ocupaban lo más bajo de la escala social. Por debajo de él y su gente sólo había la tierra roja.

La vida de Ray Charles puede leerse como el paradigma del hombre que vence a las adversidades, pero un relato así seguramente disgustaría al protagonista de esta historia. Entre otras cosas porque el músico y compositor aprendió de su madre a muy corta edad a no caer nunca en la tentación de compadecerse. Y siguió esa enseñanza a pies juntillas. Aquí no vamos a contar el talento de un hombre que supo conciliar de manera intuitiva el góspel con el jazz, el blues y el country. Tampoco parece pertinente glosar a estas alturas que el pianista dio con los ingredientes fundamentales que permitieron el alumbramiento del soul.

Se ha escrito mucho de ambas cosas. En cambio, no se ha puesto demasiado énfasis en una paradoja: pese a comportarse con una disciplina rocosa y mantener bajo un control férreo las riendas de su vida, su grandiosa figura casi se va al traste por dos puntos vulnerables. Su dependencia de la heroína y su enfermiza adicción al sexo hacían que el gigante tuviera los pies de barro.

Ray Charles Robinson (1930-2004) lo tenía todo para inspirar lástima. Su padre rara vez se encontraba en casa y pronto desapareció. Para colmo, perdió la vista a los siete años por culpa de un glaucoma. Pero todo ello no fue óbice para que se arredrara. Pese a no ver un pimiento, Ray amaba la velocidad y de pequeño le gustaba sentir el aire en su rostro cuando enfilaba en bicicleta un camino cuesta abajo. Al decidir abrirse paso en el mundo del espectáculo, prescindió del apellido Robinson para no ser confundido con el boxeador Sugar Ray Robinson.

Nacido en Albany (Georgia) y criado en una casucha en Greensville, el chico ya estaba uncido a la droga desde los 16 años. Durante casi dos décadas estuvo enganchado a la heroína, sustancia que dejó después de haber sido detenido en Boston en 1964 y condenado a rehabilitarse. Era el tercer arresto y los agentes antidrogas tenían especial fijación con los músicos negros.

Ray Charles (1930 – 2004).

En lo sexual, Ray Charles era un tipo bien raro. Pese a ser ciego como un topo, le apasionaba el voyeurismo de manera contumaz. Disfrutaba como nadie ante una escena erótica protagonizada por mujeres. Y se sobreentiende que un hombre privado de la vista no se conformaría con cualquier cosa. «Si dos mujeres están haciendo el amor, veo todo lo que están haciendo: toco, siento, escucho Y os aseguro que he visto cosas excitantes de verdad», decía el músico.

Ray Charles y las Raelettes.

Si abandonó el vicio de pincharse fue más porque estaba harto de las acechanzas de los agentes antinarcóticos que por convencimiento propio. En el sexo era igual de libérrimo. Ray Charles y la monogamia eran términos incompatibles. Para el genio del soul ser ciego suponía casi una ventaja: para él no había mujer fea. Sus orgías alcanzaron el grado de leyenda. Pagó caro su inquina por los preservativos: tuvo una extensa progenie aunque, nobleza obliga, reconoció a todos sus hijos, a menos que se nos haya escapado alguno. Su proverbial fama de tacaño la justificaba en la obligación de mantener a una nutrida descendencia: 12 hijos de nueve mujeres diferentes.

Nada de culpas

En su autobiografía, Ray Charles se aleja de los tópicos al uso. Deja bien claro que nadie le obligó a drogarse: «No fue culpa de la sociedad, ni de un camello, ni de mi condición de ciego, negro y pobre. Fue sólo culpa mía». El joven Ray era un chico curioso y el misterio que envolvía a las drogas las hacía aún más seductoras. Ray era invidente, pero se enteraba de todo. A finales de los años cincuenta la droga corría a espuertas y se trasegaba whisky como si fuera agua, sobre todo en los ambientes artísticos. Así que el pianista, que sabía lo que era enhebrar una aguja, se hizo todo un yonqui.

Pese a las detenciones y los estragos del síndrome de abstinencia, el artista se resistía a abandonar su adicción. Una vez estuvo a punto de morir desangrado, pero él se obstinaba en negar que la heroína tuviera la culpa. Admite, eso sí, que en aquella fatídica ocasión se había metido algo en las venas, quizá más de lo habitual. Llevaba dos días sin dormir y se fue a la cama a descansar un rato. Estaba tan cansado que cayó rendido. Pero con tan mala suerte que dio un manotazo a una mesa de cristal que se hizo trizas. Aun así, estaba tan agotado que no se despertó, ni siquiera cuando por un corte en la mano empezó a manar la sangre. Si no hubiera sido por su hijo Ray, que lo encontró exánime, no lo cuenta. Perdió tanta sangre que dos toallas de playa quedaron completamente empapadas. Necesitó una transfusión para reponer los dos litros de sangre que perdió. «El doctor Foster informó de que me había cortado una arteria y un tendón de la mano izquierda y me prohibió trabajar durante algún tiempo. Por supuesto me negué y volví inmediatamente a la carretera, aunque solo podía tocar el piano con una mano».

El músico, sin embargo, no encaja dentro del drogadicto que se arrastra por los suelos sin un dólar en el bolsillo. Si durante casi dos décadas estuvo esclavizado a la jeringuilla fue porque tenía el dinero suficiente para proveerse de caballo sin problemas y pagar las fianzas que le caían encima. Gastaba 30 dólares al día en heroína, pero cuando no tuvo más remedio que dejar el jaco, no le costó más que dejar de fumar.

Lista de amantes

En lo tocante al sexo, Ray Charles reconocía que las mujeres siempre fueron su perdición. Su lista de amantes era tan larga que solía decir que había tenido más relaciones de las que pudiera recordar. Fue llevado a juicio en al menos dos ocasiones para que reconociera la paternidad de sus hijos. No es que se negase a admitir como propia su progenie, pero a Charles le llevaban los demonios que las madres le pidieran más dinero de lo que él consideraba razonable. «No estaba por la labor de mantener al niño y de paso poner a su mamá una choza de lujo con un Mercedes en el garaje y dos o tres abrigos de visón en el armario».

Ray Charles después de un concierto en el Olympia en París en 1962.

Con su fobia al preservativo y su adicción al sexo, se comprende que el frenesí en la cama fuera más potente que un chute. «Para mí, el sexo es un estimulante que supera cualquier otra cosa que me corra por el cuerpo».

A consecuencia de su empecinamiento en no dejar escapar ninguna mujer que se pusiera a tiro, sus dos matrimonios hicieron aguas. Su primer enlace, con Eileen Williams, apenas duró un año, sobre todo por el alcoholismo de ella. Su segunda mujer, Della Beatrice Howard Robinson, le mandó a paseo, aunque antes aguantó 22 años de infidelidades. Acostumbraba tener relaciones con las cantantes de coro durante esas giras que solían durar nueves meses. Además, como no le hacía ascos a ninguna chica que se cruzara en su camino, Howard acabó hastiada. No pudo más, sobre todo cuando las demandas de paternidad contra Ray Charles minaron su dignidad. El propio pianista reconocía que él fue culpable de su divorcio con Della Beatrice en un 80%. Si llega a saber ella que una vez tuvo que esconderse en un armario para huir de un marido cornudo quizá Della Beatrice se hubiera divorciado antes.

Junto a su obsesión por las mujeres, hay otro aspecto que hacía gruñir a Ray Charles cuando se lo mencionaban. El músico, pionero en la lucha contra la segregación racial -se negó a tocar en un auditorio en el que los negros tenían que ocupar el gallnero-, accedió a actuar en la Sudáfrica del ‘apartheid’. Una mancha que no empalidece su compromiso con la igualdad. «Nunca me detuve en la piel de las personas. Si quería ver a un hombre o a una mujer, quería llegar a ver su interior. El ser distraído por los colores o formas es estúpido. Es algo que yo simplemente no puedo ver», aseveró en su autobiografía.

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