Messi y la insoportable angustia de perder

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En su proceso de maduración, Leo ha modificado un sinfín de actitudes, pero todavía no puede asimilar la derrota tras conquistar solo una de las últimas nueve Champions

Por: Juan I. Irigoyen /El País

”Ni gritos, ni reproches. Solo había silencio”, resume uno de los presentes en el vestuario del Barcelona tras la histórica derrota ante el Bayern de Múnich en Lisboa. Lo contrasta una imagen del camerino azulgrana durante el entretiempo en el Estadio Da Luz, que no tardó en hacerse viral: Lionel Messi sentado, con la mirada perdida, como hipnotizado por la angustia, con Marc André Ter Stegen cerca de él y de pie, custodiando la puerta. Ningún silencio es baladí en el Barça. Habla en los partidos en el Camp Nou y en el club se han partido la cabeza para interpretar los silencios de Messi, sobre todo cuando el equipo pierde.

Para Jorge Luis Borges la derrota guarda una dignidad que a duras penas le corresponde a la victoria. El escritor argentino aborrecía el fútbol: “Despierta las peores pasiones”. Su compatriota Marcelo Bielsa, al que nadie se atrevería a cuestionar su amor por la pelota, relativiza el valor de la victoria: “Lo importante es la nobleza de los recursos utilizados”. A Carlos Bilardo le pasa todo lo contrario. Amenazó a sus jugadores con tirar el avión en el medio del océano si la selección argentina quedaba eliminada en la primera ronda en el Mundial de Italia 90.

Para Messi la derrota no dignifica, ni educa. Tampoco merece la muerte. Simplemente la aborrece. “Cuando pierde no puede dormir, no puede comer. Se encierra”, cuenta un empleado del Barcelona.

A la maestra de su escuela de Rosario, le costaba comunicarse con Messi. “Era muy tímido. Tuve un grave problema para poder comunicarme con él”, le explicó la profesora rosarina a Leonardo Faccio en su libro Messi; “tenía una amiga que se sentaba detrás de él y me transmitía a mí todo lo que Leo quería decir”. El capitán del Barcelona siempre se ha expresado mejor en el campo. “Armábamos dos arquitos en la calle enfrente de la casa de mi abuela y jugábamos a seis goles. Pero como a Leo no le gusta perder, armaba quilombo y empezaba a llorar. Había que seguir hasta que él ganara”, explicaba su hermano Matías a la revista El Gráfico. Las rabietas le hicieron tener más de una pelotera con su amigo el Kun Agüero cuando en las concentraciones de Argentina se desafiaban a la consola, su pasatiempo preferido si no estaban entrenándose o durmiendo la siesta. La derrota le dolía tanto que podía estar tres días sin hablar con nadie en su casa ni en la Ciudad Deportiva. Pep Guardiola, cuando lo dirigía en el Barcelona, le regaló la novela Saber perder de David Trueba. A Leo no le gusta leer.

Ayuda a extraviados

Messi ha dejado de dormir la siesta y de dedicar su tiempo libre a jugar a la PlayStation. Ha aprendido a arengar a sus compañeros y hasta ha perdido la timidez de hablar en público. Ha aprendido a reírse de sus malos humores —posó sonriente para Instagram con un pijama del pitufo gruñón que le regaló Luis Suárez— y ha actuado de enlace para ayudar a adaptarse a compañeros extraviados, como Coutinho y Dembélé. A Messi, sin embargo, todavía le cuesta lidiar con la frustración. Él dice que lo lleva mejor. “Antes perdía o hacía algo mal y no hablaba con nadie durante tres o cuatro días hasta que me pasaba la locura. Ahora pierdo un partido, y llego a casa y veo a mi hijo (ahora tiene tres) y se me pasa todo. La rabia sigue por dentro, pero verlo a él me lo cambia todo. Me ha ayudado a no volverme loco por el fútbol”, confesó el rosarino en 2015.

Extranjero en el Barcelona, por momentos también en Argentina, Messi toleró durante años que lo catalogaran de “pecho frío” cuando se vestía de celeste y blanco, aceptó comparaciones eternas e irrelevantes con Maradona, aguantó burlas sobre si conocía o no la letra del himno nacional y transitó la patética transición en la AFA tras la muerte del polémico presidente Julio Grondona. No toleró perder. Después de caer en su tercera final consecutiva en Estados Unidos (Mundial 2014 y Copa América 2015 y 2016), anunció: “Se terminó la selección para mí”. Dos meses después regresó.

Aseguran en el Barcelona que todo cambia para Messi cuando en un acto en el que está obligado a participar por motivos comerciales hay niños. “Es cercano y amable. Les habla y los escucha”, explica un trabajador del club. En el campo es diferente. La Cadena Ser desveló que al 10 no le gustó nada cuando, en un ejercicio, el cantero Riqui Puig le tiró un caño. En 2017, en uno de los primeros entrenamientos de Ernesto Valverde, el rosarino le realizó una fuerte entrada a un compañero después de perder un balón. “No le digas nada”, le advirtió al Txingurri un trabajador del club que conoce mucho al 10; “si le dices algo es peor. Él sabe que se equivocó”.

“Leo es inteligente y sabe cuándo ha hecho algo mal. Antes su manera de pedir perdón era salir al campo y meter cuatro goles al siguiente partido”

Messi sorprendió a todos los que estaban en el vestuario del Wanda Metropolitano cuando en el descanso del duelo contra España, el capitán, a grito pelado, comenzó a decir: “¡Vamos, vamos! Estamos jugando bien. Hay que seguir así. Este 2-1 lo podemos levantar”. El amistoso, en marzo de 2018, terminó 6-1 y Messi abrazó a cada uno de sus compañeros, especialmente cariñoso con los jóvenes que se estrenaron en ese encuentro con la Albiceleste. Esa noche, lesionado, no había jugado. Unos meses más tarde en el Mundial de Rusia, después de la dura derrota contra Croacia (3-0), Messi se aisló en su habitación de la concentración. Solo el Kun Agüero, su compañero de cuarto, se animaba a dirigirle la palabra.

A nadie le llama la atención que Messi se pasee sonriente por la Ciudad Deportiva Joan Gamper, que salude a todos los empleados con los que se cruce o que les pregunte cómo andan sus niños a los entrenadores que tuvo en el fútbol base. A diferencia de otros jugadores del Barcelona, Messi no suele contratar a fisios para que lo atiendan en su casa, ni recurrir a servicios médicos fuera del club. Si tiene que hacer cualquier tratamiento, siempre lo hace en la Ciudad Deportiva azulgrana. “En ese sentido, es muy corporativo. Además, es profesional y responsable: si hay que estar a las 8 de la mañana para cualquier cosa, es de los primeros en llegar”, explican. Eso sí, que no pierda un partidillo en el entrenamiento. Por esa causa la campaña pasada, por ejemplo, dejó de asistir a la grabación de un anuncio publicitario.

El rosarino se mostró reflexivo durante la celebración del título de LaLiga en 2018 y recordó el golpe de Roma. También ejerció de capitán en 2019: salió a hablar antes de la final de Copa frente al Valencia, cuando todavía dolía la derrota de Anfield. “Lo que pasó ante el Liverpool fue lamentable, pero Valverde no tuvo culpa prácticamente de nada”, analizó. Habló cuando el Barça perdió LaLiga esta temporada —una derrota ya asumida—, pero pasó sin decir ni mu por las zonas mixtas de Roma en 2018 (hablaron Iniesta y Busquets), Anfield en 2019 (Luis Suárez y Busquets) y Lisboa en 2020 (Piqué y Sergi Roberto).

La inteligencia del 10

“Leo es inteligente y sabe cuándo ha hecho algo mal. Antes su manera de pedir perdón era salir al campo y meter cuatro goles al siguiente partido”, analiza un empleado del Barcelona. “Lo que sucede con estos jugadores, todos deportistas excepcionales, es que nunca nadie les dice cuando algo está mal. Los justifican: ’Cómo son tan buenos”, reflexionan en los despachos. Y Messi es la excepción de las excepciones: máximo goleador de la historia del club (634), el más ganador del Barça (34 títulos).

El Barcelona no abrió las vitrinas en 2020. Y, a sus 33 años, a Messi pocas cosas le dan más rabia que ver cómo se le escapa la Orejona. Cuando tenía 24 años, ya había ganado tres (2006, 2009 y 2011). En los nueve años siguientes, consiguió solo una (2015). El equipo ha perdido fuerza, la directiva ha agudizado su debilidad y los goles del 10, Pichichi en las últimas cuatro campañas, Bota de Oro en 2017, 2018 y 2019, máximo artillero de la Champions en 2019, ya no son suficientes. Se cansó de perder y Bartomeu lo sabía. El epílogo, la peor derrota de su carrera; ante el Bayern (2-8), en un estadio vacío de Lisboa. Y silencio.

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