Me rompí la rodilla y mi matrimonio se fracturó

Me resbalé con un volante que ofrecía reparaciones y me estrellé contra el concreto. Luego, mi esposo casi tuvo una aventura.


Por: Tiffany Zehnal

Mientras mi esposo comprendía que esta vez había involucrado al 911, le expliqué que estaba cargando a nuestro niño pequeño y que no vi un volante de papel satinado en el suelo cuando…

“Espera un momento”, dijo. “¿Era un volante para reparaciones de techos?”.

Ajusté los ojos más allá de los gritos de mi bebé y vi el anuncio que había intentado matarme. Era para reparaciones de techos y, si estuviéramos interesados, podríamos obtener un 20 por ciento de descuento.

“Espera un momento”, le dije. “¿Cómo sabías que era para reparar el techo?”.

Hice la pregunta, pero ya sabía la respuesta. Mi esposo había visto el volante al irse al trabajo esa mañana. En lugar de levantarlo, pasó por encima de él. Dos horas después, tuve la experiencia opuesta: no vi el volante y lo pisé.

Cuando mi pierna derecha salió volando delante de mí, supe que iban a ocurrir cosas malas. Pero no podía dejar que esas cosas malas le ocurrieran a nuestro hijo, así que lo sujeté contra mi pecho con ambos brazos, dejando cero extremidades libres que pudieran detener mi caída. Tras un sonido horrible, me alegré de haberlo hecho. Había salvado la vida de mi bebé.

Mi rótula fragmentada, encajada en medio del muslo, no estaba impresionada.

Después de la operación, necesitaba ayuda para todo. Tenía dos hijos pequeños, muchas horas de fisioterapia por delante y necesitaba ayuda para cada actividad del baño. Mi madre renunció a su vida y se trasladó a la mía. Mi marido desplazado trasladó su almohada al sofá.

Así vivimos él y yo separados pero juntos durante días, semanas y luego meses. Todo era difícil. Rehabilitar mi rodilla. Tomar Percocet y luego luchar para dejarlo. Mi estado de ánimo.

De alguna manera, pasó un año. Mi herida quirúrgica se convirtió en una cicatriz de 12 centímetros. Mi madre volvió a dormir en su propia cama. Y mi marido recibió una gran noticia.

Una oferta de trabajo.

“Estupendo”, le dije, pero no en serio porque, por la extraña expresión de su cara, me di cuenta de que había algo más. Y lo había.

Su nuevo trabajo no estaba cerca del anterior. No estaba en California. Ni en Estados Unidos. Ni siquiera en el hemisferio norte. Fue entonces cuando lo oí decir Nueva Zelanda por primera vez. Me puse a llorar.

No podía vivir en Nueva Zelanda. Era guionista de televisión en Los Ángeles.

Además, Nueva Zelanda era demasiado lejos, era demasiado pequeña, estaba en medio del océano en algún lugar, aunque no sabía exactamente dónde. Nunca sobreviviría sin toda mi gente. Me dijo que era solo por un par de años y me pidió que lo pensara. Le aseguré que lo haría y luego no lo hice a propósito. Fue entonces cuando toda mi gente me acorraló con palabras muy agresivas: “¿Estás loca?”. “¡Es una oportunidad única en la vida!”. “¡Tienes que ir!”.

Emboscada por su lógica y un mapa del Pacífico, me di cuenta de que mi gente tenía razón. Esa oferta nunca se repetiría. Así que acepté y empecé a envolver nuestras vidas en plástico de burbujas. Un mes más tarde, empecé a emocionarme en el armario de las ollas y sartenes cuando el teléfono de mi marido sonó y me distrajo.

Él estaba en la ducha cuando encontré el mensaje de una sola palabra: “Hey”.

Me pareció que no era nada. Pero también me pareció extraño porque no reconocía el número y ningún otro texto lo precedía. Abrí su bandeja de entrada antes de contemplar si debía hacerlo, y ahí estaba. Un correo electrónico de una dirección que no reconocía con el mismo asunto de una sola palabra: “Hey”.

Esos dos mensajes obviamente venían en par. Como la sal y la pimienta. Tenedor y cuchillo. ¡Ay! y Dios mío. Seguí leyendo: “Anoche tuve un sueño… Te besaba mucho, mucho”.

Todo se volvió de repente oscuro, triste y silencioso. Quise vomitar en el fregadero, pero estaba lleno de platos limpios, listos para embalar, así que me tragué la bilis y en cambio, me deslicé por el lavavajillas hasta el suelo.

“¿Cómo ha pasado esto?” sollozaba en el suelo de la cocina.

“¿Cómo no?”, respondió el suelo de la cocina.

El suelo de la cocina tenía razón. Una jaula de alambre había mantenido mis seis trozos de rodilla en un lugar estable durante un año, pero no existía esa estructura de apoyo para mi matrimonio. Todo ser humano necesita cuidados. Mi madre había sustituido a mi marido ese año. Quedaba claro que quien había enviado ese correo electrónico estaba tratando de remplazarme.

O quizá ya lo había hecho.

Mi cerebro estaba dándole vueltas a esa idea cuando mi marido entró en la cocina y me encontró hecha un charco. La visión de su teléfono en mi mano lo explicaba todo. Sus palabras corrieron a reconfortarme. “¡No es lo que crees!”. “¡No pasó nada!”. “¡Te amo!”.

Los rechacé, a él y a sus palabras, y dejé el suelo de la cocina para ir a una habitación con puerta.

No pude dormir nada esa noche, así que a las 6 a.m. siguiente dejé de intentarlo. Me levanté, me puse rímel y le escribí una nota. Iba a ir a urgencias. La enfermera del triaje me preguntó qué hacía allí tan temprano. Quería contarle lo del volante para la reparación del tejado, pero parecía demasiado complicado, así que le dije que era un posible infarto. Me miró como si estuviera loca. No traté de convencerla de lo contrario.

Después que una serie de pruebas demostrara que no sufría un paro cardiaco, el médico que me examinó no pudo evitar pensar si había ocurrido algo estresante recientemente. Parpadeé una vez en señal de que sí. Una lágrima rodó por mi mejilla para confirmar. Mi rímel no tuvo más remedio que acompañar a la lágrima. Después de un reconfortante calmante, me dieron el alta.

Volví a casa y me enfrenté a nuestra vida que estaba dividida en dos montones. Una pila iba a Auckland en un contenedor de transporte. La otra se iba a Redondo Beach a vivir en un almacén durante dos años o para siempre. El odio que sentía por mi marido no cabía en ninguna de las dos. Quería asfixiarlo con el plástico de burbujas que no había usado, pero el sonido del timbre me recordó que mis suegros estaban aquí. Querían ver a sus nietos mientras nosotros estábamos allí. No sabían que “nosotros” ya no éramos nosotros.

Hice que mi marido les contara a sus padres lo que había pasado. Su padre me abrazó con fuerza. Su madre puso manos a la obra. Treinta años en recursos humanos la habían preparado sin querer para este momento. Me tomó de la mano y me llevó fuera a su oficina improvisada: un banco en el patio trasero. Lloré y ella me escuchó. Le dije que no sabía qué hacer. Ella asintió con empatía como solo alguien de recursos humanos podía hacerlo y me dijo que tenía dos opciones.

Podía no ir y no funcionaría. O podía ir y quizás funcionaría.

Mis padres se divorciaron cuando yo tenía 7 años y nunca volví a vivir con mi padre. Sabía cómo era que no funcione, y era como tener muchos mocos. Pensé en mis hijos. Uno tenía 6 años y el otro solo 3. Sabía que jamás tendría suficiente papel higiénico para limpiar esos mocos.

También sabía que quizás es todo lo que tenemos realmente.

Vivimos en un estado constante de posibilidad. Puede que nos ganemos la lotería. Podríamos no odiar nuestro nuevo corte de cabello. Podría ser solo una tos.

Esa mañana, cuando volví a casa del hospital, encontré una nota adhesiva en mi mesita de noche. Decía: “Voy a arreglar esto”. Me quedé mirando esas cuatro palabras durante días antes de darme cuenta de que mi marido quizá era capaz de arreglarlo. Así que me mudé a Nueva Zelanda. Fue duro y divertido y fácil y una pesadilla. Todavía había mocos. Pero también había escuelas cercanas, trabajos de escritura para mí, una oficina cercana para él y tiempo. Resultó que ese pequeño país, también en medio del océano, era exactamente lo que nuestro matrimonio necesitaba para sanar.

Once años después, vivimos en Australia, con servicios de salud universales, algo increíble para el padecimiento que me hace creer que tengo padecimientos. Nuestros hijos tienen 18 y 15 años, y dos pasaportes. Y mi marido sigue siendo mi marido, pero ahora tiene los bolsillos llenos de folletos brillantes.

Aldea84
Aldea84http://aldea84.com
Sitio para nativos y migrantes digitales basado en la publicación de noticias de Tijuana y Baja California, etnografías fronterizas, crónicas urbanas, reportajes de investigación, además de tocar tópicos referentes a la tecnología, ciencia, salud y la caótica -y no menos surrealista- agenda nacional.
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Por: Tiffany Zehnal

Mientras mi esposo comprendía que esta vez había involucrado al 911, le expliqué que estaba cargando a nuestro niño pequeño y que no vi un volante de papel satinado en el suelo cuando…

“Espera un momento”, dijo. “¿Era un volante para reparaciones de techos?”.

Ajusté los ojos más allá de los gritos de mi bebé y vi el anuncio que había intentado matarme. Era para reparaciones de techos y, si estuviéramos interesados, podríamos obtener un 20 por ciento de descuento.

“Espera un momento”, le dije. “¿Cómo sabías que era para reparar el techo?”.

Hice la pregunta, pero ya sabía la respuesta. Mi esposo había visto el volante al irse al trabajo esa mañana. En lugar de levantarlo, pasó por encima de él. Dos horas después, tuve la experiencia opuesta: no vi el volante y lo pisé.

Cuando mi pierna derecha salió volando delante de mí, supe que iban a ocurrir cosas malas. Pero no podía dejar que esas cosas malas le ocurrieran a nuestro hijo, así que lo sujeté contra mi pecho con ambos brazos, dejando cero extremidades libres que pudieran detener mi caída. Tras un sonido horrible, me alegré de haberlo hecho. Había salvado la vida de mi bebé.

Mi rótula fragmentada, encajada en medio del muslo, no estaba impresionada.

Después de la operación, necesitaba ayuda para todo. Tenía dos hijos pequeños, muchas horas de fisioterapia por delante y necesitaba ayuda para cada actividad del baño. Mi madre renunció a su vida y se trasladó a la mía. Mi marido desplazado trasladó su almohada al sofá.

Así vivimos él y yo separados pero juntos durante días, semanas y luego meses. Todo era difícil. Rehabilitar mi rodilla. Tomar Percocet y luego luchar para dejarlo. Mi estado de ánimo.

De alguna manera, pasó un año. Mi herida quirúrgica se convirtió en una cicatriz de 12 centímetros. Mi madre volvió a dormir en su propia cama. Y mi marido recibió una gran noticia.

Una oferta de trabajo.

“Estupendo”, le dije, pero no en serio porque, por la extraña expresión de su cara, me di cuenta de que había algo más. Y lo había.

Su nuevo trabajo no estaba cerca del anterior. No estaba en California. Ni en Estados Unidos. Ni siquiera en el hemisferio norte. Fue entonces cuando lo oí decir Nueva Zelanda por primera vez. Me puse a llorar.

No podía vivir en Nueva Zelanda. Era guionista de televisión en Los Ángeles.

Además, Nueva Zelanda era demasiado lejos, era demasiado pequeña, estaba en medio del océano en algún lugar, aunque no sabía exactamente dónde. Nunca sobreviviría sin toda mi gente. Me dijo que era solo por un par de años y me pidió que lo pensara. Le aseguré que lo haría y luego no lo hice a propósito. Fue entonces cuando toda mi gente me acorraló con palabras muy agresivas: “¿Estás loca?”. “¡Es una oportunidad única en la vida!”. “¡Tienes que ir!”.

Emboscada por su lógica y un mapa del Pacífico, me di cuenta de que mi gente tenía razón. Esa oferta nunca se repetiría. Así que acepté y empecé a envolver nuestras vidas en plástico de burbujas. Un mes más tarde, empecé a emocionarme en el armario de las ollas y sartenes cuando el teléfono de mi marido sonó y me distrajo.

Él estaba en la ducha cuando encontré el mensaje de una sola palabra: “Hey”.

Me pareció que no era nada. Pero también me pareció extraño porque no reconocía el número y ningún otro texto lo precedía. Abrí su bandeja de entrada antes de contemplar si debía hacerlo, y ahí estaba. Un correo electrónico de una dirección que no reconocía con el mismo asunto de una sola palabra: “Hey”.

Esos dos mensajes obviamente venían en par. Como la sal y la pimienta. Tenedor y cuchillo. ¡Ay! y Dios mío. Seguí leyendo: “Anoche tuve un sueño… Te besaba mucho, mucho”.

Todo se volvió de repente oscuro, triste y silencioso. Quise vomitar en el fregadero, pero estaba lleno de platos limpios, listos para embalar, así que me tragué la bilis y en cambio, me deslicé por el lavavajillas hasta el suelo.

“¿Cómo ha pasado esto?” sollozaba en el suelo de la cocina.

“¿Cómo no?”, respondió el suelo de la cocina.

El suelo de la cocina tenía razón. Una jaula de alambre había mantenido mis seis trozos de rodilla en un lugar estable durante un año, pero no existía esa estructura de apoyo para mi matrimonio. Todo ser humano necesita cuidados. Mi madre había sustituido a mi marido ese año. Quedaba claro que quien había enviado ese correo electrónico estaba tratando de remplazarme.

O quizá ya lo había hecho.

Mi cerebro estaba dándole vueltas a esa idea cuando mi marido entró en la cocina y me encontró hecha un charco. La visión de su teléfono en mi mano lo explicaba todo. Sus palabras corrieron a reconfortarme. “¡No es lo que crees!”. “¡No pasó nada!”. “¡Te amo!”.

Los rechacé, a él y a sus palabras, y dejé el suelo de la cocina para ir a una habitación con puerta.

No pude dormir nada esa noche, así que a las 6 a.m. siguiente dejé de intentarlo. Me levanté, me puse rímel y le escribí una nota. Iba a ir a urgencias. La enfermera del triaje me preguntó qué hacía allí tan temprano. Quería contarle lo del volante para la reparación del tejado, pero parecía demasiado complicado, así que le dije que era un posible infarto. Me miró como si estuviera loca. No traté de convencerla de lo contrario.

Después que una serie de pruebas demostrara que no sufría un paro cardiaco, el médico que me examinó no pudo evitar pensar si había ocurrido algo estresante recientemente. Parpadeé una vez en señal de que sí. Una lágrima rodó por mi mejilla para confirmar. Mi rímel no tuvo más remedio que acompañar a la lágrima. Después de un reconfortante calmante, me dieron el alta.

Volví a casa y me enfrenté a nuestra vida que estaba dividida en dos montones. Una pila iba a Auckland en un contenedor de transporte. La otra se iba a Redondo Beach a vivir en un almacén durante dos años o para siempre. El odio que sentía por mi marido no cabía en ninguna de las dos. Quería asfixiarlo con el plástico de burbujas que no había usado, pero el sonido del timbre me recordó que mis suegros estaban aquí. Querían ver a sus nietos mientras nosotros estábamos allí. No sabían que “nosotros” ya no éramos nosotros.

Hice que mi marido les contara a sus padres lo que había pasado. Su padre me abrazó con fuerza. Su madre puso manos a la obra. Treinta años en recursos humanos la habían preparado sin querer para este momento. Me tomó de la mano y me llevó fuera a su oficina improvisada: un banco en el patio trasero. Lloré y ella me escuchó. Le dije que no sabía qué hacer. Ella asintió con empatía como solo alguien de recursos humanos podía hacerlo y me dijo que tenía dos opciones.

Podía no ir y no funcionaría. O podía ir y quizás funcionaría.

Mis padres se divorciaron cuando yo tenía 7 años y nunca volví a vivir con mi padre. Sabía cómo era que no funcione, y era como tener muchos mocos. Pensé en mis hijos. Uno tenía 6 años y el otro solo 3. Sabía que jamás tendría suficiente papel higiénico para limpiar esos mocos.

También sabía que quizás es todo lo que tenemos realmente.

Vivimos en un estado constante de posibilidad. Puede que nos ganemos la lotería. Podríamos no odiar nuestro nuevo corte de cabello. Podría ser solo una tos.

Esa mañana, cuando volví a casa del hospital, encontré una nota adhesiva en mi mesita de noche. Decía: “Voy a arreglar esto”. Me quedé mirando esas cuatro palabras durante días antes de darme cuenta de que mi marido quizá era capaz de arreglarlo. Así que me mudé a Nueva Zelanda. Fue duro y divertido y fácil y una pesadilla. Todavía había mocos. Pero también había escuelas cercanas, trabajos de escritura para mí, una oficina cercana para él y tiempo. Resultó que ese pequeño país, también en medio del océano, era exactamente lo que nuestro matrimonio necesitaba para sanar.

Once años después, vivimos en Australia, con servicios de salud universales, algo increíble para el padecimiento que me hace creer que tengo padecimientos. Nuestros hijos tienen 18 y 15 años, y dos pasaportes. Y mi marido sigue siendo mi marido, pero ahora tiene los bolsillos llenos de folletos brillantes.

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