Para muchas especies, la oscuridad de la noche es un lugar de oportunidades. En el caso de los humanos, la luz artificial es una necesidad y también un problema. La contaminación lumínica provoca que 1 de cada 3 personas apenas vea el cielo estrellado.
Nada más salir del huevo, tras arañar los pocos centímetros de arena que los separan de la superficie, los alevines de tortugas marinas se enfrentan a su primera gran decisión: ¿qué dirección tomar? A un lado, el océano donde pasarán el resto de su vida, si consiguen vencer las amenazas que los acechan en el camino. Al otro, la tierra firme, donde no tienen ninguna probabilidad de supervivencia. Están solos frente a la gran decisión que marcará el resto de su vida.
Lo bueno es que los pequeños reptiles vienen programados de serie. Solo tienen que saber una cosa: el mar está en la dirección más brillante. Hacia allí, el horizonte está despejado, brillan las estrellas y, con suerte, también se reflejan los destellos de la Luna. La oscuridad de la selva tras la playa es absoluta. O lo era hasta hace no mucho tiempo. Hoy, muchos de los arenales en los que las tortugas ponen sus huevos están rodeados de ciudades, con sus alumbrados públicos, sus escaparates y sus monumentos iluminados.
Y, claro, muchas tortugas se confunden. La regla de oro de dirigirse hacia el horizonte más brillante ya no les sirve. En la actualidad, una de cada cuatro tortugas marinas se ve desorientada al nacer, un porcentaje que llega a rozar el 70% en las noches sin Luna, en las que el resplandor del océano es mucho más sutil. La contaminación lumínica es, junto a las capturas y la destrucción del entorno, la mayor amenaza para las siete especies de tortuga marina que existen en el planeta, todas ellas vulnerables o en peligro de extinción.
¿Qué es la contaminación lumínica?
En la Tierra, los días se dividen entre la luz y la oscuridad. Algunas especies, como los seres humanos, prefieren hacer vida mientras el Sol está por encima de la línea del horizonte. Otras muchas, sin embargo, prefieren la noche. Para los seres nocturnos, la oscuridad es un mundo de oportunidades. Para los diurnos, la oscuridad encarna todo tipo de miedos y amenazas. Por eso, el ser humano lleva cientos de miles de años intentando iluminar un poco la noche.
Durante mucho tiempo, todo lo que tuvimos fueron hogueras y antorchas. Después llegaron las lámparas de aceite y las de gas, como las que se instalaron en los primeros alumbrados públicos de las ciudades en el siglo XIX. Poco después, llegó la luz eléctrica. Tras unos inicios titubeantes, la luz artificial lo conquistó todo. Y lo que era una necesidad se convirtió en un problema. Hoy el 80 % del planeta sufre la contaminación lumínica y una de cada tres personas apenas puede ver el cielo estrellado. En ciudades como Singapur, Seúl o Nueva York, ver una estrella en la noche es misión imposible.
“Si tuviéramos que señalar un momento histórico en el que la luz artificial se convierte en una amenaza para las condiciones naturales de la noche, esa es la revolución industrial”, explica Alicia Pelegrina López, gestora de la Oficina de Calidad del Cielo del Instituto de Astrofísica de Andalucía. “A partir del año 1870 confluyen factores como la industrialización, el aumento de la producción agrícola, los avances médicos o las mejoras higiénico-sanitarias que provocan que la población mundial se multiplique. Esto, unido a la cada vez mayor popularidad de la electricidad, supone un aumento desmedido de los puntos de luz. La noche comenzó a ser día”.
Existen muchas definiciones sobre qué es la contaminación lumínica. Todas ellas se construyen a partir de la concepción de la luz artificial como contaminante, como agente con impactos negativos en los humanos y su entorno. Por ejemplo, para el Gobierno de Chile, país que alberga la mayoría de grandes instalaciones de observación astronómica en la Tierra, la contaminación lumínica es “la alteración de la oscuridad natural de la noche, provocada por luz desaprovechada, innecesaria o inadecuada, generada por el alumbrado de exteriores, la cual genera impactos en la salud y en la vida de los seres vivos”.
Su impacto en los ecosistemas y el sueño
Hay más de 2.000 especies de lampíridos en el mundo, un tipo de insectos bioluminiscentes que está extendido por casi todo el planeta. Hasta ahora, su nombre científico quizá nos diga poco, pero hablamos de las luciérnagas. En estas especies, los machos identifican a las hembras por la luz que emiten de forma natural. Pero el resplandor de nuestras bombillas, como sucedía con las tortugas, les confunde. La contaminación lumínica y la pérdida de hábitat son las principales amenazas para todas ellas. La mayoría, también en declive.
Y las luciérnagas no están solas. Según el programa de la ONU para el medioambiente (UNEP), la contaminación lumínica aumenta un 2 % cada año y es una de las causas principales de la desaparición gradual de los insectos, ya que la mayoría están adaptados a usar cualquier pequeña fuente de luz natural para orientarse y las luces humanas los desorientan. Lo mismo les sucede a las aves (en especial, a las migratorias), y a muchos reptiles, mamíferos y plantas. Y es que, en realidad, la mayoría de las especies han aprendido a moverse en la noche o al menos, evitando las horas centrales del día, un periodo en el que la radiación solar es más intensa y dañina y están mucho más expuestas a los predadores.
“Los ciclos de luz y oscuridad han marcado la historia de la vida en nuestro planeta y son esenciales para los seres vivos. La luz natural es como un árbitro que garantiza la buena marcha del partido, porque controla mecanismos y funciones biológicas como la reproducción, la búsqueda de alimento, la migración o la floración. La luz artificial rompe esos patrones cíclicos provocando el desequilibrio de los ecosistemas”, señala Alicia Pelegrina. Los seres humanos, artífices de esta explosión de luz, tampoco nos salvamos.
Los animales diurnos como los Homo sapiens suelen usar la noche para descansar. Pero si hay luz (en especial, luz blanca y azul, como la de la mayoría de lámparas LED) lo hacemos peor. Exponernos a luz intensa durante la noche dificulta que nuestro cuerpo produzca melatonina, una hormona que nos ayuda a dormir, altera nuestro reloj biológico y afecta a los sistemas inmunitario, endocrino y nervioso, a la memoria y el aprendizaje.
Además, está el tema del consumo de energía y de la observación del cielo y la astronomía. Solo en España, los casi nueve millones de puntos de luz que forman el alumbrado público exterior consumen 5.296 GWh de electricidad al año, alrededor del 2 % de todo el consumo del país. Por último, el exceso de luz artificial nos ha privado del espectáculo del que nuestros ancestros han disfrutado durante milenos: observar el cielo nocturno. Más de la mitad de los europeos no puede ver el brillo de la Vía Láctea cuando se hace de noche.
“A mí me gusta utilizar el término de ‘la nueva de la clase’ para referirme a la contaminación lumínica. Es la recién llegada a un grupo de alumnos más que conocidos por todos los profes: el cambio climático, la deforestación o la contaminación de mares y océanos”, concluye Alicia Pelegrina. “La contaminación lumínica es una problemática ambiental de alcance global que aún no percibimos como amenaza, sino como una señal inequívoca de bienestar y nivel de progreso”.