Una de las personas con las que retomé la relación murió meses atrás y es inquietante ver cómo su perfil le ha sobrevivido.
Pronto cumpliré 80 años y la mayor parte de mis amigos han muerto ya. Los hijos se han marchado de casa hace mucho tiempo y paso los días, junto a mi mujer, delante de la televisión. En invierno hace mucho frío para nosotros y, en verano, demasiado calor.
Cuando éramos más jóvenes, el calendario estaba lleno de círculos que marcaban pequeños acontecimientos cotidianos que, ahora, se limitan a las visitas al médico. El resto del tiempo tiene poco interés, más allá de los cumpleaños de los hijos –hace mucho que no vienen a visitarnos- y nietos. En cuanto a las fiestas, pierden su encanto cuando estás jubilado y todo es tiempo de ocio.
Si soy sincero, espero que pasen rápido los años que me quedan porque me aburro. Me aburro mucho. Eso sí, espero aguantar lo suficiente como para seguir cuidando de mi mujer hasta que sucumba a la enfermedad que, poco a poco, la está vaciando de vida.
No me fío de los cuidados que puedan darle mis hijos. Son buenos chicos, pero tienen que atender a lo suyo y no podrán dedicar a su madre el tiempo que ella precisa. Sé que me resultarán insoportables los momentos que pueda vivir sin ella, pero será mi última muestra de amor. Porque aún la quiero y creo que ella me sigue queriendo a mí.
Es terrible que haya llegado el momento en el que hacer esta confesión de amor sea doloroso. Muchos años antes, pronunciábamos los “te quiero” con desgana, porque sabíamos que nos quedaban muchos más por delante. Hoy, es como si pronunciáramos esas palabras desde las ventanillas de dos trenes que se alejan, sabiendo que nunca más volveremos a encontrarnos. No sé si me explico. El caso es que hoy “te quiero” suena como “no te vayas, por favor”; antes era como decir “brilla el sol”.
Facebook me hace compañía
Perdonen la digresión porque yo quería hablar de Facebook, que es lo que me han pedido. Quizás ustedes relacionen esta red social con jóvenes ansiosos por compartir fotos de sus fiestas, consumidores compulsivos de fake news. Sin embargo, la invención de Zuckerberg (he buscado cómo se deletrea su nombre en Google) hace que me sienta menos solo.
Además, gracias a ella, tengo más cosas de las que hablar con mi mujer, cuando agotamos los comentarios sobre lo que vemos en la televisión que, como dije al principio, ocupa casi todas las horas de nuestros días. Ella está demasiado débil como para cacharrear con la computadora, que es como entro en internet porque en el smartphone apenas veo nada.
Hace poco, leí aquí una información en la que se decía que Facebook ha perdido millones de usuarios en EE.UU de todas las edades, menos de los mayores de 55 años. No me extraña. Gracias a esta red veo lo que hacen mis hijos a través de sus fotografías y actualizaciones. Por cierto, últimamente el mayor solo comparte imágenes en las que aparece solo, sin su mujer…
Otra cosa que me gusta es que, en esta red, puedo parecer más culto e inteligente de lo que soy en realidad, de lo que he sido nunca…y esos likes de desconocidos y desconocidas me animan un poco. Es una tontería, pero a esta edad cualquier pequeña palmadita en el hombro se agradece. Mi mujer se ríe por este postrero gesto de arrogancia pero mi ego ya no puede hacer mal a nadie.
«Muchos años antes, pronunciábamos los “te quiero” con desgana, porque sabíamos que nos quedaban muchos más por delante. Hoy, es como si pronunciáramos esas palabras desde las ventanillas de dos trenes que se alejan, sabiendo que nunca más volveremos a encontrarnos.»
También me informo o puedo ponerme en contacto con viejos conocidos a los que había perdido la pista, gracias a Facebook. Una de estas personas con las que retomé la relación murió meses atrás y es inquietante ver cómo su perfil le ha sobrevivido. Ahí están sus últimas fotografías presumiendo de una salud férrea y sus postreras opiniones sobre la política nacional, siempre tan poco mesuradas porque, como demostraron los acontecimientos posteriores, a estas edades no tenemos nada que perder.
El caso es que, el tiempo que no dedico a la televisión, lo paso frente a la pantalla del ordenador, en mi perfil de Facebook, afanado en lo que yo llamo las tres ces: cotillear, compartir y comunicar.
Fotografiar viejas imágenes
En las últimas semanas me estoy dedicando a fotografiar con mi móvil muchas de las viejas imágenes del álbum familiar para compartirlas en Facebook. Nuestra boda, el bautismo de los niños, las vacaciones en la costa, el único viaje que hicimos al extranjero –nos gustó Lisboa-, incluso fotografías de cuando era niño, junto a mis padres. Es como si quisiera dejar constancia de que pasé por este mundo antes de abandonarlo. No sé.
Bueno, no tengo mucho más que decir. Os diría cuál es mi perfil por si quisierais seguirme, pero para qué. Es mejor que disfrutéis con las cosas de vuestros amigos, más jóvenes que yo.
Apago el ordenador pero, antes, hago clic en la esquina derecha de la fotografía en la que aparecemos, mi mujer y yo, besándonos en la Casa de Campo, en uno de esos domingos de tortilla y mantel. Veo, fugazmente, su sonrisa antes de ser engullida por el fondo negro de la pantalla.
Te quiero todavía, amor, aunque nunca te haya hecho ningún «like» en Facebook.