Los migrantes desaparecidos entre México y EU se cuentan por miles

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Las organizaciones del Triángulo Norte de Centroamérica estiman que los desaparecidos en México actualmente rondan los mil.


POR: Julie López / Ciudad de Guatemala

Tres años después de enterrar a su hermano José en 2018, Lorena todavía no puede volver al cementerio. La sola idea de ir la hace sentirse enferma. La última vez que vio a José con vida fue en 2014 y él tenía 19 años. Estaba empleado como administrador de un edificio en la Ciudad de Guatemala, y visitaba la casa familiar en Jalapa (a 95 kilómetros al este de la capital guatemalteca).

“Le habían dado 14 días de vacaciones, y vino una semana a Jalapa, habló con un amigo, y se fueron”, recuerda Lorena sobre la repentina decisión de su hermano de viajar a Estados Unidos. “Les cobraban Q75,000 (unos US$10,000); pagó la mitad, y la otra la iban a pagar allá. (Si no lograban pasar), les daban un segundo intento”.

Iban a Louisiana, donde un hermano del amigo de José trabajaba en un restaurante de comida mexicana, y los esperaba con empleos de lavaplatos y limpieza.

Nunca llegaron.

Tenosique, Tabasco, México. Imagenes de migrantes desaparecidos que portaban las mujeres de la XI caravana de madres centroamericanas en busca de sus hijos desaparecidos, ocurrida en 2015. Foto de El Faro: Archivo.

José es uno de los 1,819 hombres, la mayoría entre 18 y 50 años de edad y centroamericanos o mexicanos, que desaparecieron o murieron entre 2014 y 2020, en México, según un informe de Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Esa cantidad parte de un total de 3,359 hombres y mujeres contabilizados por la misma organización en ese mismo territorio, incluyendo todas las nacionalidades. José también es uno de los 400 guatemaltecos que, según estimados de organizaciones guatemaltecas, desaparecieron en las últimas dos décadas cuando emigraban hacia Estados Unidos. Hay un consenso entre organizaciones especialistas en migración en que estos números son apenas un subregistro de lo que en realidad ocurre, pero aún así son cifras escandalosas. 

La búsqueda de José ha sido tortuosa debido a la inicial falta de colaboración de las entidades gubernamentales mexicanas y centroamericanas. Mientras tanto, la pobreza y la violencia siguen empujando a migrar, pese a los peligros del camino, donde depredadores que van desde grupos de crimen organizado asociados con los coyotes, hasta autoridades coludidas, acechan a los migrantes. Solo en agosto pasado, autoridades de Estados Unidos detuvieron en la frontera sur de este país a 37,053 guatemaltecos, a 12,656 salvadoreños, y 41,831 hondureños.

“Ya no supimos de mi hermano”, dice Lorena.

La familia no sabía dónde comenzar a buscar. José nunca llamó desde el camino para contar cómo le iba. Entonces, Lorena buscó al coyote (que vivía en Guatemala), el único que podía tener alguna pista. “Al principio era muy amable, y nos daba algunos datos”, dice. Ella tenía 17 años y lo iba a buscar con las madres de otros dos jóvenes que habían viajado con el mismo sujeto.

“Llegábamos cada siete, cada quince días, cada mes. Los últimos días, más seguido, averiguando”, agrega Lorena. “Sabíamos que, en tal lugar, tal hotel, investigando rastros”. Un día, la amabilidad del coyote se acabó.

“Nos sacó la pistola”, recuerda. “Y nos gritó: ‘¡Si no se largan ahora, las voy a matar!’”.

Corrieron para huir del lugar. Habían tocado fondo. El rastro se perdía en un hotel en Tamaulipas, México, estado fronterizo con Estados Unidos. Llevaban un año y medio de búsqueda cuando la Fundación para la Justicia y el Estado de Derecho (FJEDD) tomó el caso. En Estados Unidos, el hermano de otro desaparecido de Jalapa supo de esta fundación mexicana y se corrió la voz. Los familiares de otros desaparecidos también buscaron su apoyo.

Un parteaguas

“La fundación investigó dónde se quedaron (su hermano y su amigo), con pistas que dio el coyote, siguiendo cada pedacito de información”, dice Lorena. “Un hotel es el último lugar donde estuvieron, y después tenían que cruzar un río (el Río Bravo), pero no lo lograron. Se montaron en una camioneta, y les perdieron el rastro”.

Reconstruían la ruta con retazos. Parte de la información surgió de alguien que viajó con José, pero salió del hotel antes que el grupo y cruzó la frontera. Eso lo salvó.

En abril pasado, la Comisión Nacional de Derechos Humanos en ese país calculó que aún hay 2,000 migrantes de diversas nacionalidades desaparecidos, mientras que la Organización Internacional para las Migraciones afirma que 3,359 murieron o desaparecieron desde 2014. Por ahora, la Fundación para la Justicia y el Estado de Derecho en México asiste a 51 familias de Honduras, 43 de El Salvador y 30 de Guatemala para exigir la búsqueda de los desaparecidos y justicia a las autoridades mexicanas.

“La fundación dio con el primer rastro de la fosa en El Naranjo, una finca en Tamaulipas, en 2018”, recuerda Lorena. “Con un perro ubicó al primer muerto. (Allí estaba) mi hermano, su amigo, unos hondureños y más cadáveres”. Diez cuerpos. Presuntamente eran de otros migrantes que también estuvieron en el hotel.

Datos de la OIM revelan que, entre 2014 y 2020, el 8.31 % de desapariciones o muertes en México ocurrieron en Tamaulipas, el estado donde hubo más casos.

La fundación encontró los restos de José cuando él hubiera tenido 23 años. Lorena tenía 21. También habían transcurrido ocho años desde que 72 migrantes fueron masacrados en San Fernando, Tamaulipas en 2010, y sus familiares aún esperaban justicia. Por eso, la FJEDD se creó en 2011, según la representante para El Salvador, Claudia Interiano.

Todavía está en marcha un proceso legal para que la Fiscalía General de la República (FGR) de México, antes Procuraduría General de la República (PGR), publique información del caso. Las 16 personas detenidas por los hechos de 2010 no han sido sentenciadas. Todavía no hay capturados por el caso de 2014, del hermano de Lorena y otras nueve personas. Se solicitó información a la oficina de comunicación social de la FGR por correo electrónico, pero, aunque acusó recibo, no reveló el estado del caso.

¿Cuántos migrantes buscan?

La FJEDD busca a 124 centroamericanos: 51 de Honduras, 43 de El Salvador y 30 de Guatemala. Todos son casos documentables de migrantes desaparecidos que la fundación tiene capacidad para representar, y que denunció ante el Mecanismo de Apoyo Exterior Mexicano de Búsqueda e Investigación (MAE), en consulados mexicanos en los tres países. Las investigaciones también están abiertas en la Unidad de Investigación de Delitos para Personas Migrantes de la FGR de México (UIDM) o en fiscalías estatales.

La fundación representa casos ante el MAE para abrir el camino y que los comités de familiares tengan acceso a la justicia desde los países de origen. También los asesoran para interponer denuncias directamente. La fundación representa sólo una muestra de cientos de casos, y por ello insta a las asociaciones en cada país a denunciar los demás.

Sólo en Guatemala, la Asociación de Familiares de Migrantes Desaparecidos (Afamideg) contabiliza 400 desaparecidos, unos desde hace 17 años, según Lorena, quien pertenece a la asociación. Afamideg incluye familias de San Marcos, Quiché, Quetzaltenango, Chimaltenango, Escuintla, Santa Rosa, y Jalapa. Interiano dice que la asociación Pop No’j lleva un rastreo de casos más completo, particularmente en el occidente del país, y también recibe asesoría de la FJEDD, que además trabaja con la Defensoría del Migrante, en la Procuraduría de Derechos Humanos (PDH) en Guatemala.

En el Comité de Familiares de Migrantes Fallecidos y Desaparecidos de El Salvador (Cofamide), Lucía Contreras asegura que han sabido de unos 350 salvadoreños desaparecidos en los últimos 20 años. El comité ha ubicado los restos de 50 personas por medio del ADN y a seis personas con vida. No fue posible conseguir el dato con Cofamide de Honduras, que en 2017 llevaba 400 casos, una cifra similar a la del Comité de Familiares de Migrantes Desaparecidos de El Progreso, Honduras (Cofamipro), en 2016. El boletín REDLAC, que produce el Consejo Noruego para Refugiados y Cooperación Española, entre otras entidades, con el apoyo de un colectivo de organizaciones, incluyendo OIM, citó a una organización humanitaria en Honduras indicando que, “funciona más el mecanismo de búsqueda que tienen los Comités que el del Estado”

Entre 2011 y 2017, la PDH en Guatemala recibió 99 solicitudes de apoyo para ubicar migrantes desaparecidos: 80 hombres y 19 mujeres, incluyendo ocho menores de edad. Identificó a 30 en México y a cinco en Estados Unidos, según un reporte de la Procuraduría de 2018 citado por el informe de OIM. La Defensoría del Migrante solo lleva una parte de los casos y posiblemente algunos sean los mismos que llevan las organizaciones de familiares.

Las madres de la caravana durante un evento en Palenque, Chiapas, México, en 2015, en plena plaza del pueblo, con las imágenes de sus desaparecidos. Foto de El Faro: Archivo.

La tragedia migrante

En 2019, una mujer y tres menores guatemaltecos fueron hallados muertos en el desierto de Arizona, Estados Unidos, donde las temperaturas altas alcanzan los 40° centígrados en el día; y, las bajas, hasta -12° en la noche, y los migrantes están expuestos a la deshidratación y la hipotermia. Aun así, sobrevivieron otras dos mujeres que los acompañaban. Por aparte, la Fundación ubicó a dos salvadoreños y tres hondureños muertos en el desierto, unos en Arizona y otros en Texas, entre 2020 y 2021. Según la OIM, entre 2014 y 2020, en Arizona ocurrió el 28.9 % de las 3,359 desapariciones o muertes de migrantes. Otro 31 % ocurrió en Texas. Se cree que menos del 40 % se reporta en México porque hay mayor dificultad para descubrir e identificar los cuerpos.

En agosto de este 2021, según el relato de sus parientes en El Salvador, los familiares salvadoreños de un joven de 20 años esperaban, en Nueva York, la llamada de un coyote para confirmar que había cruzado la frontera y estaba en suelo estadounidense. La llamada llegó, pero con otras noticias. “El muchacho no aguantó el camino”, dijo el sujeto de prisa y colgó. Lo llamaron de vuelta tantas veces que perdieron la cuenta. Nunca respondió. Luego supieron, por otros migrantes que viajaban en el grupo, que el joven cruzó la frontera, pero tenía fiebre y estaba demasiado cansado para caminar, y los coyotes lo abandonaron en el trayecto. Su familia no supo más de él.

Algunos sobreviven fortuitamente. En 2020, un guatemalteco se perdió en el desierto de Arizona. Como llevaba un celular todavía con carga y señal de Internet, telefoneó a su tía, Flor, en Escuintla (a 63 kilómetros al sur de la capital guatemalteca), para lo que parecía una despedida. “Él me decía, ‘Ay tía, ya no aguanto; ya no puedo seguir’, y yo pidiéndole a Dios que le diera fuerzas, o que alguien lo encontrara”, relata Flor (quien pidió no ser identificada por su apellido). El sobrino también fotografió varias secciones del trayecto y envió las fotos a su esposa en Guatemala, con la esperanza de que alguien lo encontrara después. Pero ella actuó de inmediato: envió la información a autoridades estadounidenses, y eso le permitió a la Patrulla Fronteriza ubicarlo con vida. Después de unas semanas de hospitalización, lo deportaron.

Por aparte, en los últimos dos años, la Fundación localizó a seis hondureños vivos: uno estaba detenido; ubicó a otros cuatro por el contacto directo entre familias, y el sexto, que el MAE localizó, “se cree que está en situación de trata de personas”, según Interiano.

La revictimización

En Guatemala, los familiares de los migrantes desaparecidos en 2014, como Lorena, primero buscaron respuestas por cuenta propia. Denunciaron los casos en el Ministerio Público (MP), en la capital guatemalteca. Ocho días después, llegaron peritos a sus casas, a tomarles fotografías y muestras de sangre para tener un registro del ADN. Cuando regresaron al MP a dar seguimiento a los casos y preguntaron por los peritos, Lorena asegura que se dieron cuenta de que les habían dado nombres falsos. Nadie en el MP reconocía los nombres de los supuestos peritos que llegaron a sus casas. “Cuando la fundación (desde 2015) llega para reunirse con los peritos en el MP, tampoco sabían dónde estaban las muestras que nos tomaron”, recuerda Lorena.

También se acercaron al Ministerio de Relaciones Exteriores (Minex), que desde 2010 tiene el Protocolo Guatemalteco para la Atención al Migrante, que establece el servicio de “recepción de denuncias de guatemaltecos desaparecidos, fallecidos o detenidos en el exterior”.

En un principio, el Minex les recibía y se reunía con ellos. “Pero después de tres meses, la persona que nos atendía se aburrió”, dice Lorena, porque las averiguaciones en México no avanzaban. No recuerda el nombre, ni el puesto de la persona, sólo que se presentó como director de una sección. “Lo denunciamos porque nos trató súper mal”, agrega. “Nos dijo que no se hacía responsable de lo que nos pasaba; nos regañó y nos dijo que no siguiéramos insistiendo, y que, ¿para qué se iban (nuestros familiares) así a Estados Unidos? Luego, cuando llegamos con la fundación, andaba bien amable”. También les atendió una mujer. Lorena dice que el trato fue similar, hasta que recibieron los restos en la Fuerza Aérea Guatemalteca, entre los cuales iban los de su hermano.  

En teoría, la repatriación de los restos acabaría con una parte de la incertidumbre, pero no fue así.

“Había un caso resuelto según el Minex”, dice Lorena. Era un grupo de familias de Escuintla, que había dado muestras de ADN, y tuvo reuniones en la frontera México-Estados Unidos, en Tamaulipas, en 2014, hasta que recibieron los féretros. “No quieren que se destapen los ataúdes, les dicen que pueden tener consecuencias legales, pero la gente los abrió, y adentro parecía que iban bolsas de agua (no los cuerpos), y (a los familiares) les entró duda”. Otras familias recibieron las cenizas de restos cremados, cuando ya sospechaban si en realidad eran los restos de sus familiares. Era 2018, y no era la primera vez que ocurrían estas malas prácticas.

En 2010, algunas familias de los 72 migrantes centroamericanos asesinados en agosto de ese año en San Fernando, Tamaulipas, recibieron cuerpos equivocados, según Ana Lorena Delgadillo, abogada que representa a las familias (y directora de la FJEDD). Interiano agrega que todavía no había comités de familiares organizados. “La gente empieza a ir a la Policía, a la Fiscalía, a relaciones exteriores en sus países de origen, y la respuesta era que, si la sospecha era que a su familiar lo habían asesinado, pues que tenía que ir a México, porque el país de origen no debía solventar eso”, dice.

Las familias también recibieron advertencias, entre 2010 y 2011. “‘Miren, no vayan a abrir los ataúdes, porque eso va contra los protocolos sanitarios; ustedes se pueden ir presos si abren el ataúd’, les decían los de Relaciones Exteriores”, relata Interiano. “Solo les daban una hojita que decía, ‘identificamos a sus familiares, y aquí están’, y la gente, para empezar, no estaba esperando que su familiar llegara en un ataúd. Entonces, en Guatemala, lo abren a escondidas y encuentran horrores”.

Hubo al menos un caso de un ataúd con piedras, y otro con restos de dos personas diferentes, según Carlos Eduardo Woltke Martínez, encargado de la defensoría del migrante en Guatemala desde enero de 2018, que guarda registro de estos hechos. Interiano dice que esto generó dudas entre los familiares de migrantes en los otros países, en cuanto a la correcta identificación de los restos.

Delgadillo, la directora de FJEDD, atribuyó las malas prácticas a la “desorganización de los gobiernos de Centroamérica y México”, y recuerda que también les prohibían a las familias abrir el ataúd con el pretexto “te vas a contaminar y, casi, casi, como que te puedes morir”. Tampoco les entregaron un documento que certificara que eran sus familiares.

Tras la certeza de los hallazgos

En 2011 se conformó una comisión internacional de integridad con el Equipo Argentino de Antropología Forense, por medio de un convenio con familiares de las víctimas en Guatemala, Honduras y El Salvador, entidades mexicanas, y la FJEDD. El objetivo era garantizar la identificación de los restos, los que todavía estaban en México y los repatriados. Interiano dice que una identificación se confirmó en El Salvador, pero faltan otras de Guatemala, retrasadas desde 2010 por burocracia entre entidades guatemaltecas y de México.

Según Woltke, se identificaron algunos restos desde 2015 en adelante, y se logró una reparación por medio de una comisión ejecutiva de atención a la víctima. Pero en 2016, Delgadillo registró que, cuando algunas madres guatemaltecas recibieron los restos de sus hijos, “se sintieron ofendidas porque (las autoridades guatemaltecas) les entregaron medallas y diplomas”, como si estuvieran “celebrando algo”. Después, las enviaron a sus casas y no se volvieron a comunicar con ellas. En 2018, Lorena fue una de las familiares que recibió un ataúd con restos que pudo reconocer (los de su hermano), incluso por la ropa. Pero actualmente, la FJEDD afirma que todavía hay nueve cadáveres sin identificar de los casos de San Fernando, en el Instituto de Ciencias Forenses de la Ciudad de México.

La salvadoreña Yolanda Ramírez sostiene una imagen de su hija, Ana María, a quien vio por última vez el 24 de abril de 2007, cuando salió como migrante hacia Estados Unidos.  En diciembre de 2016, a través del Comité de Familiares de Migrantes Fallecidos y Desaparecidos, COFAMIDE, Yolanda puso una demanda ante el Mecanismo de Apoyo Exterior Mexicano, en su Embajada en El Salvador. Ahora es parte del registro Nacional de Víctimas de México. Foto de El Faro: Víctor Peña.

Interiano afirma que la Unidad de Migrantes de la FGR ha trabajado en los casos, en parte, por la insistencia de la Fundación y los comités de familiares.

Entre 2016 y el 21 de octubre de 2020, el Minex recibió 324 reportes de guatemaltecos desaparecidos en el extranjero. El 83% no han sido localizados, 8% fueron ubicados con vida y 9% sin vida, según la Unidad de Información del Ministerio, que cita un informe de la OIM. Sin embargo, los familiares cuestionan algunas de estas identificaciones en los casos de los restos hallados en México.

Para agilizar la identificación, aunque no hay un banco forense formalmente constituido en Guatemala, el Equipo Argentino de Antropología Forense, el Minex y la PDH hacen este trabajo, según Interiano, aunque hay casos como los de 2010 que permanecen estancados. En Honduras, se encarga el Minex; y, en El Salvador, la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH). La toma de ADN se promueve, aunque la familia todavía no tenga certeza del paradero del migrante, porque por lo general no llevan documentos de identificación. Los coyotes suelen pedir que no los lleven.

“Muchas veces la gente no piensa en sus derechos, desconfía de las autoridades, y se acerca poco a ellas”, dice el funcionario de la PDH. Woltke explica que el número de denuncias es bajo porque el sistema para solicitar la búsqueda de un familiar no es expedito afuera de la capital. Por eso los denunciantes se acercan más a las organizaciones no gubernamentales. “Si denuncian la desaparición ante la Policía Nacional Civil, posiblemente la autoridad más accesible, ésta atribuye la desaparición de la persona a que migró (es decir, desapareció porque se fue voluntariamente de Guatemala), y no toma los datos ni hay una apertura del caso”, agrega el defensor.

¿Por qué migran?

De 2010 a la fecha, las causas son las mismas en el norte de Centroamérica: reunificación familiar, violencias diversas en la comunidad (en la casa, por pandillas, etc.), y la situación económica que empeora. La pandemia del Covid-19 y las tormentas Eta e Iota agudizaron este contexto desde 2020. Según Interiano, estas circunstancias empujan a muchos migrantes a enfrentar los riesgos de viajar en forma indocumentada.

En abril de 2021, la CNDH estimó en 2,000 el número de migrantes de diversas nacionalidades desaparecidos en México. El Missing Migrant Project de la OIM, además, estableció que entre enero de 2014 y noviembre de 2020, entre las 3,359 personas migrantes que murieron o desaparecieron, el 64% de los casos ocurrió en Estados Unidos y el 36% en México. Fue un promedio anual de 493.

En 2020, la CNDH también advirtió un incremento en las violaciones de los derechos humanos de los migrantes a manos de las fuerzas armadas mexicanas, además del crimen organizado.

En el caso de los 72 migrantes asesinados en Tamaulipas en 2010, las autoridades mexicanas determinaron que las víctimas se negaron a trabajar para los Zetas y por eso las asesinaron. En 2012, un coyote nicaragüense que operaba desde Guatemala explicó que desde este país se identificaba a los migrantes que viajaban por cuenta propia, sin coyote, y sin pagar, para secuestrarlos en México. Dijo que el control de las redes variaba de un estado a otro, de los Zetas, a la policía municipal, estatal, federal o autoridades migratorias mexicanas.

El informe de la OIM de 2020 señala que aún ocurren secuestros extorsivos (migrantes obligados a realizar tareas delictivas para no morir), y “muertes correctivas”, una demostración para los demás migrantes de cuánto les puede suceder si atraviesan un territorio sin pagar.

El nivel de tolerancia de las autoridades en estos casos obedece a que “los migrantes en tránsito no son rentables políticamente para nadie” dice Jaime López-Aranda, especialista en seguridad pública y justicia penal en México, y exmiembro del Consejo Consultivo de Seguridad Ciudadana de Tamaulipas. En este contexto, poco ha cambiado desde las masacres en Tamaulipas en 2010. El narcotráfico todavía incursiona en negocios fuera de la droga, como el tráfico de personas. Según Raúl Benítez Manaut, catedrático e investigador en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), lo hicieron los Zetas hace diez años, y ahora lo intenta el Cartel Jalisco Nueva Generación. López-Aranda añade que estos tienen “contratistas que tienen una agenda súper local, y son de un oportunismo depredador salvaje”.

Interiano afirma que en toda la ruta de tránsito migrante operan estructuras de trata de personas, tráfico de órganos, narcotráfico, etc. “Hay gente que te cuenta que estos grupos cobran una cuota humana”, dice Interiano. Es decir, les piden a los coyotes entregar a dos o más migrantes para dejar pasar al resto. Por lo general, esa “cuota humana” se suma al número de desaparecidos.

Dos centroamericanas durante una de las caravana de madres que cada año suelen recorrer el camino de los migrantes en México en busca de sus hijos. Foto de El Faro: Archivo. 

Según Woltke, cuando las desapariciones tienen que ver con crimen organizado, hay trata de personas o narcotráfico de por medio.

Entre las cifras de OIM de personas desaparecidas o muertas en los últimos siete años figuran 220 mujeres, y 154 niñas, niños y adolescentes. Organizaciones consultadas en México, según el boletín REDLAC, aseguran que en ese grupo predominan las mujeres de 9 a 17 años, un dato que vinculan a las redes de trata (para trabajo forzado y explotación sexual) que operan entre México y Estados Unidos.

El migrante también es entregado a otras redes criminales o abandonado cuando no puede pagar más dinero del pactado originalmente por el viaje.

“Los migrantes son retenidos por mucho tiempo en diferentes casas; no los dejan salir hasta que logran que la familia envíe más dinero”, dice Woltke. El defensor asegura que en agosto pasado una persona guatemalteca llamó a su familia porque le exigían $8,000 adicionales. Un día o dos después de entregado el pago, ya estaba en Nueva York.

En Escuintla, Flor (la misma mujer que casi pierde a su sobrino) vivió una experiencia similar con su hija. Antes de salir, se acordó el monto que pagaría por el viaje, con un coyote salvadoreño que el padre de la joven localizó desde California. En México, los coyotes la retuvieron en varias casas de seguridad, durante varios días, hasta que exigieron $5,000 más, que el papá envió desde Estados Unidos para que la dejaran continuar el trayecto. Después de un mes y medio en México, la hija de Flor llegó a San Francisco, a un empleo como camarera en un hotel. 

Los migrantes también caen en manos de estafadores. Después de recibir el primer pago, los abandonan en México, como le ocurrió a otro hijo de Flor, o les extorsionan con diferentes tretas. En Huehuetenango, Guatemala, la policía investiga el caso de un menor arrebatado a su madre en Chiapas cuando migraban, y que fue hallado muerto en la frontera con ese estado. Mientras aparecía, la red obligó a la madre a prostituirse a cambio de no hacerle daño a su hijo.

“Es tan sorprendente lo que ocurre, que me da la impresión de que a veces no se digiere”, dice Interiano. “He visto rostros de periodistas que te miran como diciendo, ‘¿Y esto será verdad?’”.

Avances pese a pandemia

Todos los años se realizaban mesas de seguimiento a los trámites pendientes, con todas las entidades involucradas en cada país. Desde 2020, por la pandemia, las mesas son virtuales. “Ha habido algunos avances a nivel documental”, dice Interiano. No ha habido repatriación de restos. Por ejemplo, instituciones en México solicitan datos de la identidad de los desparecidos, y la elaboración de fotos que reflejen cómo habría cambiado su fisonomía con variaciones en su peso, o incluso si fueran indigentes. “Las fotografías sirven si alguien ha visto a la persona”, agrega. Los datos personales permiten ubicar cualquier indicio.

Hay búsquedas en campo cuando un familiar ofrece una dirección específica, según la FJEDD, como el hotel donde estaba el hermano de Lorena en 2014. En México, hacen la búsqueda la FGR, una fiscalía estatal, o la Comisión Nacional de Búsqueda (CNB), aunque en algunos municipios sólo tiene a dos personas para ello.

Desde 2020, la fundación también impulsa la Mesa Nacional para Personas Migrantes Desaparecidas, que la CNB lideraría junto a comités de familias en México y Centroamérica. “La idea es que las procuradurías de derechos humanos apoyen, al menos como observadores, porque son las oficinas con más credibilidad ante las familias”, dice Interiano. El objetivo también es que las procuradurías puedan integrar la mesa nacional con miras a un sistema transnacional de búsqueda.

Nada de esto existía cuando Lorena comenzó a buscar a su hermano José hace siete años. ¿Cómo persistió?

“Yo quería saber qué le pasó; era mi hermano, siempre nos contábamos nuestros problemas desde pequeños, y también porque él dejó a una hija que ahora tiene ocho años”, dice Lorena. La desaparición cortó de tajo la costumbre que José tenía de telefonearle todos los días a las cinco de la tarde. Todavía extraña escucharle preguntar “¿Cómo te fue?”.

Lorena conoce familias que siguen buscando a sus seres queridos después de 17 años, contra toda esperanza. También conoció a madres que se quedaron en el camino, como sus hijos e hijas migrantes. “Tenían 75, 65 años, y tuvieron infartos al año, año y medio de estar buscando”, agrega. “Nunca se deja de extrañar. No es cosa de que ‘ya estuvo y se acaba’ después del entierro. Esto deja una marca”.

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