La trampa del matrimonio sin amor

En mi comunidad sudasiática, en la que el divorcio es una decisión inusual, la separación parecía un fracaso total. Pero el amor siempre vuelve a florecer.


Esa noche, mi marido, mis suegros y mis padres se habían reunido en la sala de mi casa paterna en Dallas para una especie de intervención, con la esperanza de que pudieran convencerme de que no pusiera fin a mi matrimonio.

“No lo entiendo. Te ha llevado a cinco países”, dijo mi suegra. “¿No es suficiente?”.

“Te cuida”, añadió mi madre. “Te lo da todo”.

Agaché la cabeza, mirando los remolinos florales de la alfombra persa bajo mis pies.

Mi suegro sugirió que era infeliz porque mi marido no era médico, como yo, mientras que mi propio padre se preguntaba si había conocido a otra persona.

Aunque mi marido y yo llevábamos meses separados, mi decisión de poner fin a nuestro matrimonio resultó extravagante para nuestras familias. Había previsto sus reacciones en contra; el divorcio sigue siendo poco común entre los sudasiáticos, incluso en la diáspora. Que lo inicie una mujer es aún más tabú. Y poner fin a un matrimonio por los motivos que yo alegaba —falta de intimidad emocional— seguramente les pareció un disparate a mis padres y suegros pakistaníes, inmigrantes y sobrevivientes.

Provenían de familias que cruzaron la frontera entre India y Pakistán al amparo de la noche, dejando atrás hogares y riquezas, para establecerse en un nuevo país. ¿Acaso no podía aprender a vivir con un matrimonio imperfecto?

Para ellos, el matrimonio cumplía una función utilitaria como unidad de estabilidad que construía una sociedad mayor basada en los puntos en común del grupo cultural, la secta religiosa y los antecedentes familiares. El amor no era más que un afortunado subproducto.

Mi marido y yo pertenecíamos a la misma demografía, pero el amor no floreció en los tres años que estuvimos casados. Él intentó planear vacaciones exóticas; a instancia mía, probamos la terapia profesional. Nos mudamos más cerca de la familia. Pero poco cambió.

Necesitaba de manera desesperada una conexión más profunda que había intentado forjar dentro de nuestro matrimonio, pero no estaba ahí. Era una necesidad que se centró en mi conciencia cuando empecé mi residencia en psiquiatría y descubrí cosas más profundas acerca de mí, y con la que ya no podía seguir viviendo sin satisfacerla.

A lo largo de los años, mis padres se habían dado cuenta de mi desasosiego dentro del matrimonio, pero me animaron a ser tolerante y agradecida. Mi marido me llevaba de viaje, se ganaba la vida de manera digna y no había nada atroz, como el maltrato físico, así que debería poder quererlo. Mi incapacidad de hacerlo solo hablaba de mi propio fracaso, no de una incompatibilidad inherente entre nosotros.

En nuestra cultura colectivista, la fuente de mi insatisfacción parecía insensata, y mi deseo de divorciarme, autoindulgente. Lo que más importaba era que estaba renegando de un compromiso, amenazando mi posición y la de ellos en nuestra comunidad desi y tirando mi vida por la borda, todo por la premisa de que mi marido y yo no “conectábamos”.

“Vas a devolver todas las joyas que te regalaron”, me dijo mi madre, mientras mis suegros se marchaban. Nadie me había convencido de que cambiara de parecer, y todos estaban descontentos al respecto.

“Estás cometiendo el error más grande de tu vida”, me dijo mi padre.

La última vez que lo vi, mi marido me miró fijamente y me dijo: “No sabes ser esposa”.

Un año después de mi divorcio, y a pesar de la vergüenza de la ineptitud matrimonial que me habían endilgado, decidí volver a salir. Sin embargo, en mis círculos desi, la gente no me veía tan casadera la segunda vez.

Cuando le pregunté a una amiga si conocía a alguien que pudiera ser adecuado para mí, me dijo: “Ni siquiera mis amigas que no se han casado antes encuentran a alguien”.

Mi madre, quizá queriendo evitarme una decepción, intentó gestionar mis expectativas. “Me preocupa que no le gustes cuando sepa que estás divorciada”, me decía sobre una posible pareja. Su consejo era que los hombres conocieran de antemano esta letra escarlata, pero que hablara de ella lo menos posible, un capítulo cerrado que no era necesario reabrir.

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