Sus mitos nacieron a la vez pero tomaron dos caminos totalmente opuestos. Ahora uno ve como se esfuma su carrera y el otro encarna al novio maduro de Internet.
Los dos tienen la misma edad, prácticamente. Johnny Depp, 57. Keanu Reeves, 56. Los dos se dieron a conocer al mismo tiempo, a finales de los 80, pero siempre se les identifica con el imaginario de los noventa, que ellos mismos ayudaron a modelar, con sus papeles en Eduardo Manostijeras y Drácula, de Bram Stoker. Uno tuvo a Tim Burton y la saga Piratas del Caribe, el otro Speed y Matrix.
A los dos se les permitió ser a la vez hipermasculinos y lánguidos, alternativos y comerciales, protagonizar taquillazos y tener bandas medio grunge con las que podían vivir su sueño paralelo del rockero mugriento. Y, sin embargo, ambos han llegado a la madurez colocados en puntos opuestos del espectro de la fama.
Depp tuvo que abandonar la franquicia de Criaturas fantásticas la semana pasada a petición de Warner Brothers (aun así cobrará más de 10 millones de dólares por la única escena que había rodado), después de perder su juicio por difamación con su exmujer, Amber Heard, que le había llamado “maltratador de mujeres” en una entrevista.
Reeves está rodando la cuarta entrega de Matrix con las hermanas Wachowski y preparando las partes 4 y 5 de John Wick. Además, en verano retomó el papel con el que se hizo famoso, el del alelado pero adorable Ted en Bill and Ted face the music, la película nostálgica que se estrenó en Amazon.
Más allá del trabajo que tengan y las llamadas que les lleguen a sus agentes, los dos actores viven momentos muy distintos de percepción pública, con Depp convertido en un apestado en la industria, mucho más cerca de hacer un Kevin Spacey que un Mel Gibson, y Reeves postulándose como el novio maduro de Internet, el novio que cualquiera querría para su madre divorciada. Hasta el punto que la mitad de los papeles que acepta son versiones autoparódicas de ese rol que se le ha asignado, como el cameo que hizo en la comedia romántica de Netflix Always be my maybe o su participación en la película de Between Two Ferns.
Durante años, a Reeves le persiguió una imagen de chico triste y solitario, cimentada por el famoso meme en el que se le veía solo en un parque y por lo (relativamente poco) que se sabía sobre su vida personal, que ha incluido algunas tragedias. A finales de los noventa, su entonces pareja, la actriz Rachel Syme, dio a luz a la hija de ambos, Ava, que nació muerta tras ocho meses de gestación. Dos años después, la propia Syme falleció tras estampar su coche en un parking de Los Ángeles cuando salía de un concierto de Marilyn Manson. Durante más de una década y media, los medios se despreocuparon de la vida sentimental de Reeves, hasta que hace un año se le ocurrió acudir a una fiesta en LACMA, el museo de arte contemporáneo de Los Ángeles, con una mujer que aparentaba tener aproximadamente su edad y no se parece a Emily Rajtakowski. En realidad, la artista visual Alexandra Grant tiene diez años menos que Reeves. Ambos llevaban ya años saliendo y las reacciones a su relación sirvieron para testar hasta qué punto está asumido que un hombre poderoso siempre va a preferir emparejarse con una mujer mucho menor. Ahí está Brad Pitt, por ejemplo, un contemporáneo de los dos actores (tiene 56) que rompió hace nada con Nicole Posturalski, de 27. Descubrir que Reeves tenía una pareja de 46 poco preocupada por no aparentarlos (Green lleva el pelo gris) generó una sobrerreacción de euforia que salpicaba al propio Reeves, como si hubiera que felicitarle por no tener una novia que pudiera ser su hija. Por otro lado, también se leyeron comentarios así lamentando que Green no podría “darle un hijo” a Reeves.
Alexandra Grant y Keanu Reeves en un desfile de Saint Laurent. FOTO: GETTY
Cuando Johnny Depp conoció a Amber Heard ambos se ajustaban perfectamente al modelo canónico esperable en la industria del espectáculo. Rodaban Los diarios del ron en 2011. Él tenía 47 y llevaba ya más de dos décadas siendo famoso, ella 25 y una carrera apenas incipiente. Esa no había sido la tónica de las relaciones más famosas del actor. Cuando salió en los noventa con Winona Ryder y Kate Moss, ambas eran al menos tan conocidas como él y mientras estuvo casado con Vanessa Paradis, la pareja vivía en Francia, donde ella era y es una superestrella.
Depp y Heard se casaron cuatro años más tarde, en 2015, y se divorciaron en 2016. En la demanda de divorcio, ella alegó malos tratos y pidió una orden de alejamiento del actor, del que dijo que estaba constantemente bajo los efectos del alcohol y las drogas. Él hizo decir a través de sus representantes que lo que la actriz buscaba era una “solución financiera favorable” alegando maltrato. Un año más tarde, pactaron un divorcio diplomático. Ella retiraba su petición de orden de alejamiento por violencia de género y su solicitud de 50.000 dólares al mes en concepto de pensión y a cambio recibía 7 millones de dólares, que cedió a varias ONGs. Sus representantes les redactaron un comunicado conjunto en el que decían: “nuestra relación fue intensamente pasional y a veces volátil pero siempre definida por el amor. Ninguna de las dos partes ha hecho acusaciones falsas por dinero. Nunca hubo intento de daños físicos o emocionales”.
Amber Heard y Johnny Depp. FOTO: GETTY
Sería esperable, y hasta cierto punto comprensible, que Depp ande estos días desconcertado, como aquellos hombres a los que se les giró el #MeToo y no lo comprendían: pero, ¿cómo?, ¿ya no se puede hacer eso?, ¿por qué nadie les avisó? Al fin y al cabo, muchos de los detalles que se han ido conociendo desde su separación con Heard son la quintaesencia del johnnydeppismo. Cuando le preguntaron si realmente se gastaba 30.000 dólares al mes en vino, él contestó que le ofendía, que en realidad era mucho más. ¿No era ese el Johnny baudeleriano que el público venía amando y tolerando desde que se hizo famoso haciendo de policía en 21 Jump Street, el alma torturada, el admirador y amigo de Keith Richards, Marlon Brando y Hunter S. Thompson?
Las fotos que se fueron filtrando durante el juicio son la definición misma de “too much information”, más información de la que nunca quisimos tener sobre un matrimonio de famosos, incluida la famosa imagen de una caca sobre una cama. Según los abogados de Depp, pertenecía a Heard, que la dejó allí como un recado para Depp. Según los abogados de ella, la hicieron los perros. Otra foto, tomada según la cámara a la 1.37 del mediodía de un día cualquiera, funciona como un bodegón de lo que ha representado el actor en todos sus años de fama: un CD de Keith Richards, cuatro rayas de cocaína, un whisky, una caja para drogas personalizada con dos tibias y una calavera y la leyenda “propiedad de J.D.” y, doblado, el ejemplar del día de Los Angeles Times. Las muchas fotos que Heard aportó en las que se la veía sangrando o amoratada son durísimas de ver, por supuesto, pero también lo son las que pertenecen al periodo supuestamente romántico y pasional de la relación, como una que muestra el espejo del baño de ambos en un viaje a Australia, en el que los dos habían escrito leyendas con pintalabios y él grafiteó con su propia sangre “te quiero”. Para Depp, que entonces ya caminaba hacia la cincuentena aquello era seguramente un gesto de amor desesperado, como cuando se tatuó “Winona Forever”, y luego tuvo que cambiarlo a “Wino forever” (borracho siempre).
Tras el paréntesis que supusieron sus 14 años de matrimonio con Vanessa Paradis, Depp retomó la persona que había habitado durante los noventa, una que Hadley Freeman definió en The Guardian como “un tipo distinto de masculinidad, deseable pero gentil, masculina pero femenina”, y la llevó a su extremo maligno.
Aunque los millennials más jóvenes y los miembros de la generación Z no se cansan de romantizar el imaginario de los noventa –Velvey, la autora de la muy popular cuenta de Instagram @velvetcoke sigue colgando fotos de Johnny Depp y en la sección de comentarios siempre se enfrentan los partidarios del “justice for Johnny” con los que le afean que cuelgue fotos sexies de un maltratador–, es imposible que los ídolos actuales, ya sean fuckboys o softboys, sigan el modelo del joven Depp (antes del tinte capilar, antes de que legalmente se pudiera decir que es un maltratador sin escribir delante “presunto”). Como señala también Freeman, los chicos sensibles de los 90 daban respuestas largas e incoherentes en las entrevistas y dejaban claro que ese sería también el papel de las chicas que suspiraban por ellos: escuchar sus eternas peroratas entre poema y poema de Rimbaud. Sus homólogos actuales, los Timothée Chalamet, Harry Styles (que sí, vende una imagen hipersexual, pero también desea muy fuerte que su público sepa que no es un heterazo) y Jacob Elordi, se parecen mucho más a Keanu Reeves que a Johnny Depp. Por cierto, Reeves ha completado la revisión irónica de su personaje de los noventa y el año pasado pidió “perdón público” por lo de su banda que, dijo, era bastante mala.