Hombre de barba increíble busca riñón urgente; ¿Quizás el mío?

Decidí hacerme la prueba como posible donante y me enteré de que tenía una prometedora compatibilidad con el hombre de la increíble barba.


Estaba en el trabajo y el titular apareció en mis redes sociales: “Hombre con increíble barba necesita desesperadamente un riñón”.

Cerré una pestaña de charla política y leí la desgarradora solicitud. La esposa del hombre de la increíble barba pedía al universo que le enviara a alguien que donara un riñón y salvara la vida de su marido.

“Así que, queridos amigos y desconocidos (quien tenga a bien leer esto)”, escribió, “necesitamos un riñón. Es una locura tener que pedir eso”.

No conocía a ninguno de los dos, pero hice clic en “compartir”, como lo hago cuando el refugio de animales local busca adoptantes, o cuando alguien recauda dinero para los afectados por un desastre natural. ¿Conspirarían los astros y responderían a este llamado?

Quizá, o tal vez no. De cualquier manera, sentí que había hecho mi parte. Tenía 34 años, vivía en el centro de Filadelfia y en todos mis años en este planeta solo había pasado una vez por el hospital, cuando salí del vientre de mi madre. Sin embargo, mi novio David, con el que compartía departamento, era de los que iban a la UCI por un dolor de muelas.

Me resultó fácil reunir todas las razones por las que no era una candidata ideal para ser donante en vida. Me encontraba en un bache existencial como el que había sufrido años antes, cuando estudiaba al psiquiatra y filósofo Viktor Frankl. Por aquel entonces, lanzaba con regularidad a los demás estudiantes preguntas sin respuesta como: “En serio, ¿qué sentido tiene?”.

A mi atuendo elegido —pantalones negros y un suéter ónix de cuello alto acanalado— solo le faltaban el cigarrillo y una boina. Al final del semestre, decidí que no iba a volver en mi último año. Me mudé a una pequeña ciudad costera y releí El hombre en busca de sentido de Frankl en la playa con las gaviotas.

Sin embargo, con lo que estaba sintiendo últimamente, había empezado a considerar que no se trataba de un temor existencial que regresaba para atormentarme: simplemente era infeliz en mi relación. En el fondo, seguía queriendo a David, pero en más de una ocasión nos habíamos lanzado los cojines del sofá mientras discutíamos.

Yo gritaba: “¡Me mudo a Italia!”, después de regresar de un reciente viaje a ese lugar.

“¡Bien!”, decía él. “¡Ándate a aplastar uvas en la Toscana!”.

Por supuesto, no estaba destinada a vivir como viticultora independiente y rica en la campiña del Chianti, pero seguía fatigada por mi trabajo como asistente ejecutiva en la industria de la hostelería. Estaba convencida de que estaba destinada a cosas más grandes; solo que aún no había descubierto cuáles eran esas cosas.

El patrón siguió siendo el mismo durante el verano y el otoño: iba a trabajar, volvía a casa y me imaginaba estar en otro sitio. David y yo pasamos parte de nuestras vacaciones de septiembre en la costa, donde me sentaba en la arena, mirando cómo subía y bajaba la marea, tratando de precisar qué era lo que faltaba.

Finalmente llegó noviembre y, con él, el cumpleaños de mi madre. Ella decidió celebrarlo en un balneario de Poconos con su mejor amiga, y Kenny, mi padrastro, se quedaría solo en casa unos días. Kenny había tenido una serie de operaciones en la columna vertebral durante el año anterior, así que me ofrecí a pasear a su mastín francés de 64 kilos todas las noches hasta que mi madre volviera esa misma semana.

Llegué alrededor de las cinco de la tarde y me encontré con una casa a oscuras y con Kenny tumbado en el sofá, incapaz de sentarse erguido por el dolor.

“¿Julia?”, gritó. “¿Eres tú?”.

En ese momento, la vocecita que a veces oímos —la que casi siempre tiene razón— apareció, suave al principio, pero cada vez más fuerte: “Algo está muy mal”.

Costó convencerlo, pero finalmente Kenny accedió a ir a urgencias, donde supimos que sufría un shock séptico.

“Es el tipo de infección que se acelera rápidamente”, explicó el médico. Se había adherido a los implantes de la espalda y se había extendido por todo el cuerpo en cuestión de semanas. “Habría muerto en 24 horas si no lo hubieras traído”.

Kenny pasó de inmediato por varias cirugías, casi murió en la mesa de operaciones. Mi madre y yo vivíamos confundidas, aguantando la mayoría de los procedimientos que ponían en peligro su vida y tomando ansiolíticos cuando ya no podíamos soportarlo.

Fue entonces cuando empezaron los recuerdos de la muerte de mi padre.

Estaba de pie en el cuarto de baño del piso superior de mi departamento, examinándome en el espejo, con los ojos y la cabeza palpitando al unísono de forma extraña. Me vi a los 16 años, sentada en el auto con mi padre. Acababa de recogerme de mi trabajo de camarera en un restaurante y estábamos haciendo el trayecto de 10 minutos de vuelta a nuestra casa. Mi padre no era un hombre de muchas palabras, y puedo recordar numerosos viajes con él que transcurrieron en silencio, incluyendo ese último.

Cuando llegamos a la entrada, entré corriendo, cerré la puerta de mi habitación y me acosté. A la mañana siguiente, me vestí, comí cereal y me fui al colegio sin despedirme. Era temprano cuando me llamaron de la clase y me pidieron que llevara mis pertenencias a la oficina del director, donde el compañero de trabajo de mi madre me recogió y me dio la noticia de camino al hospital: “No sé cómo decirte esto. Tu padre murió”.

Con solo 46 años, había sufrido una arritmia cardiaca repentina. Durante los años anteriores, había estado desempleado y había asumido el papel de padre amo de casa. No puedo decir que prosperara; una lesión le impedía realizar el trabajo físico que le gustaba, la carpintería y la fabricación de muebles. Pero todas las mañanas nos preparaba el desayuno a mi hermano y a mí, nos llevaba a la escuela y hacía los mandados que fueran necesarios. Aun así, a menudo parecía estar sin rumbo, viendo la televisión solo o mirando el patio trasero.

Kenny empezó a curarse poco a poco de la infección, y yo pensé en aquel desconocido que necesitaba un riñón, y volví a oír aquella vocecita: “Tal vez yo sea la persona a la que iba dirigida la petición”.

Ya era diciembre. Habían pasado casi seis meses desde que vi la publicación. Decidí hacerme la prueba como posible donante y me enteré de que tenía una prometedora compatibilidad con el hombre de la increíble barba. A continuación, sorteé todos los obstáculos: el miedo expresado por David y los miembros de la familia, los interminables exámenes físicos y mentales, la incertidumbre de tener un solo riñón después.

Sin embargo, fue la pandemia de COVID-19 la que frustró la fecha original de nuestra cirugía, en marzo de 2020. Durante meses, no estaba claro cuándo podríamos volver a programarla ni si el receptor sobreviviría la espera. Pero a finales de julio, estaba recuperándome en el hospital, sedada pero celebrando somnolienta un trasplante exitoso.

“Es bastante increíble”, dijo mi cirujano junto a mi cama. “En cuanto tu riñón se adhirió, empezó inmediatamente a crear orina. Rara vez vemos ese tipo de resultados”.

Cabe la posibilidad de que mi problema no haya sido nunca un bache existencial, ni la abstinencia de los viajes, ni los problemas en mi relación. Tal vez era un vacío interior, incapaz de ser llenado por la pérdida de mi padre, que se hacía más grande por la culpa y la vergüenza que he sentido durante 21 años.

Un dolor prolongado en la oscuridad por haber deseado hacer algo más, decir algo más, ser algo más antes de que mi padre nos dejara. Buscaba desesperadamente un propósito en este mundo, anhelaba una salida, pero ignoraba lo que estaba en el fondo de todo: la necesidad de amor. El amor de mi padre y, en última instancia, el amor por mí misma.

Donar un riñón —dar un trozo de uno mismo— nos aporta mucho a cambio. Me acercó a mi padre. Me ayudó a entender su propia lucha por encontrar un sentido. Y aunque quedaron muchas cosas sin decir entre nosotros, la pérdida ha moldeado irrefutablemente lo que soy. Estoy orgullosa de llevar siempre esa parte de él conmigo.

En el judaísmo hay algo que se llama bashert, una palabra en yidis que me explicó una vez la hermana de David. “Bashert”, me dijo, “es la creencia de que hay eventos destinados a suceder por una fuerza superior en el universo. Lo que está destinado a ser”.

Supongo que algunos podrían compararlo con el destino, y otros podrían decir que simplemente estás destinado a la vida. Si volviera a la clase de Psicología, estaríamos discutiendo la teoría de Frankl: que no es el sentido de la vida en general lo que nos da profundidad, sino el sentido específico en un momento concreto de la vida de una persona. Nunca habría imaginado que donar un órgano y salvar la vida de un desconocido daría tanto sentido a la mía. Cómo remover algo interno ayudaría a llenar ese vacío.

Y quizá, nunca fue una búsqueda de sentido. Fue más bien una creación, no solo para mi propia vida, sino también para la de mi padre.

Aldea84
Aldea84http://aldea84.com
Sitio para nativos y migrantes digitales basado en la publicación de noticias de Tijuana y Baja California, etnografías fronterizas, crónicas urbanas, reportajes de investigación, además de tocar tópicos referentes a la tecnología, ciencia, salud y la caótica -y no menos surrealista- agenda nacional.

Artículos relacionados

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

spot_imgspot_imgspot_imgspot_img