“Hice que fuese difícil contratarme”: Michelle Pfeiffer, la actriz cuyo regreso Hollywood siempre espera

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Tras acumular premios y éxitos durante los ochenta y los noventa, la actriz decidió darse largos descansos del cine para disfrutar de su familia lejos de la industria.


Por: Eva Güimil

Hay un vídeo con más de tres décadas de antigüedad que cada cierto tiempo reaparece en las redes sociales y las revoluciona. Acumula, solo en este tuit, seis millones de reproducciones.


En él, Michelle Pfeiffer (California, 64 años) maneja el látigo en Batman vuelve (Tim Burton, 1992) sin cromas ni más efectos especiales que su destreza y arranca la cabeza a cuatro maniquíes en una sola toma antes de recibir un aplauso de todo el equipo. Su viralidad demuestra dos cosas. Primero, lo intensamente que la actriz se preparó para un papel que le llegó de rebote, pues Annette Bening era la elegida por Burton para interpretar a Catwoman, pero renunció en el último minuto tras quedarse embarazada. Y segundo, el impacto que sigue teniendo Michelle Pfeiffer a pesar de lo esporádicos que han sido sus papeles en los últimos años.

“¡Lo he visto! Es una locura, ¿verdad? Es como si este personaje tuviera siete vidas. No hace más que volver, celebró la actriz cuando le preguntaron por el clip. Recuerda perfectamente aquel momento. “Fue divertido. Me sentí muy satisfecha conmigo misma, porque era algo que mi doble no podía hacer y yo sí”. Mientras mantiene la puerta abierta a volver a interpretar el papel en el futuro, esta semana vuelve a enfundarse en otro traje de heroína, el de la Avispa original, Janet Van Dyne, en Ant-Man y la Avispa: Quantumanía, de nuevo al lado de Paul Rudd, Michael Douglas y Evangeline Lily. La actriz de Perdidos se deshace en elogios hacia su madre en la pantalla. “No solo es la mujer más hermosa que haya caminado por el planeta Tierra, además es encantadora”. Es el tipo de reacción entusiasta que suele despertar. Kate Capshaw, su íntima amiga desde hace más de 40 años, afirma que cada vez que la ve necesita unos minutos para reponerse de su belleza.


Su presencia en la película de Marvel era un sueño del director Peyton Reed. Lo tenía tan claro que para la primera entrega de la saga, en la que el personaje tan sólo aparecía brevemente y enmascarada, contrató a una actriz que se parecía a ella. Que Reed pudiese cumplir finalmente su sueño fue una lotería. Pfeiffer es tan famosa por sus interpretaciones como por los papeles rechazados: dijo no a Pretty woman, Instinto básico, El silencio de los corderos, Bugsy Thelma y Louise, la única negativa de la que se arrepiente.

La actriz lleva desde el 2000 entrando y saliendo del cine a su antojo y sumándose sólo a proyectos que le suponen algún tipo de reto o le permiten trabajar con gente que le gusta. Tiene poco que demostrar. Su carrera es prodigiosa en variedad y calidad. Ha hecho drama, comedia, musical, thrillers y cine de época, ha sido malvada de Disney y superheroína en Marvel y DC, sus películas han recaudado más de 7.000 millones de dólares en taquilla y acumula ocho nominaciones a los Globo de Oro (seis de ellas consecutivas), y tres a los Oscar.


Fue la verdadera deidad cinematográfica de los ochenta y noventa. Puede que Meryl Streep se llevase todos los premios, pero Pfeiffer acaparaba las portadas. La mayoría no la ha olvidado. Paul Rudd cuenta que cuando todas las estrellas de las distintas sagas se reunieron en el apoteósico final de Vengadores: Endgame (y eso incluye media docena de ganadores del Oscar), nadie despertó tanto entusiasmo como ella. “Mientras desfilábamos pude escuchar como Mark Ruffalo le decía a Chris Hemsworth: ¡Dios, es Michelle Pfeiffer!”.

Empezar con mal pie

Siempre tuvo claro que quería ser una mujer independiente. A los 14 años mintió sobre su edad para conseguir trabajo de cajera en un supermercado, pero mientras cobraba unos melones se preguntó si aquello era lo que quería hacer el resto de su vida. Un día, como recordó en su cuenta de Instagram, se dijo: “Por algún sitio hay que empezar” y se apuntó a Miss Orange County. Ganó, llegó a participar en Miss California y allí quedó sexta. No le interesaba la victoria, tenía un plan B: su peluquero le había contado que uno de los jurados era un agente que solía fichar a las concursantes. Y la fichó. Salió de allí sin corona, pero con agente.

Los pequeños papeles empezaron a llegar y todos tenían una característica: desde el guión su personaje se definía como “una bomba sexual”. “¿Y qué pasa si la gente no piensa que soy sexy?” se preguntaba ella, según confesó muchos años más tarde. “Voy a parecer una gilipollas”. Nadie lo pensó. Y ella se fijó una máxima: “Cada vez que elegía un papel, me aseguraba de que fuera algo un poco mejor que el anterior”.

Su falta de experiencia no fue un impedimento para que la contratasen como protagonista de Grease 2 al lado de Maxwell Caulfield, la estrella del culebrón Los Colby. Probablemente una de las peores ideas de los ochenta y eso es mucho decir de la década en la que existieron películas como Howard, un nuevo héroe, sobre un pato extraterrestre. La onda expansiva del fracaso fue tal que tanto el director Brian de Palma como Al Pacino se negaron a contratarla para El precio del poder. Solo cedieron ante la insistencia del productor. Hoy una de las imágenes más recordadas de la película es la de Pfeiffer bajando en un ascensor de cristal con su vestido lencero.

Michelle Pfeiffer, con su traje de Catwoman en ‘Batman vuelve’ (1992)

Cuando el éxito empezó a asomar llegó el inevitable síndrome del impostor. “No venía de Juilliard [la prestigiosa escuela de arte neoyorquina]. Estaba aprendiendo a la vista de todos. Así que siempre he tenido la sensación de que un día van a descubrir que realmente soy un fraude, que no sé lo que estoy haciendo”, confesó a Vanity Fair en 2017. También tuvo que enfrentarse a la parte que más detesta de su trabajo: la prensa. Un castigo para una estrella que siempre ha tenido un fuerte sentido de la privacidad, tal vez porque conoce bien los peligros de su entorno. Poco después de instalarse en Hollywood estuvo a punto de ser abducida por la secta de los respiracionistas, un culto que afirma que se puede vivir de la luz solar. La salvó que en ese momento su primer marido, Peter Horton (el guapísimo profesor de literatura Gary Shepherd de Treinta y tantos) estaba preparando su papel en una película sobre sectas y cada cosa que él le contaba sobre su personaje le hacía ver que era exactamente lo que ella estaba viviendo.

Demasiado guapa para el mundo

Una de las razones de la persecución a la que la somete la prensa es la obsesión por ese físico que sigue dejando sin habla a sus amigos, algo que la incomoda. “No sé si alguna vez me he sentido extraordinaria. Sé que no lo soy. En todo caso, siempre he sentido que era convencionalmente guapa, lo cual es una ventaja en algunos aspectos y no en otros. Es una de esas cosas en las que estás jodido de cualquier manera”. Jonathan Demme, que la dirigió en Casada con todos (1988), ahondó en ello en la revista Premiere tras su estreno. “Creo que Michelle tiene un rostro tan sobrecogedor que la gente ha tendido a elegirla por su aspecto. Ha demostrado una enorme paciencia con quienes tendemos a centrarnos primero en lo guapísima que es.”

Su belleza hizo que muchos la menospreciaran, creyendo que ante sí sólo tenían una cara bonita. No tiene fama de ser una actriz fácil, lo que equivale en lenguaje de Hollywood a que no se limita a ser un florero. Tuvo sus más y sus menos con el director Richard Donner en Lady Halcón (1985), la deliciosa fábula medieval sobre un amor imposible. Pfeiffer no quería ser únicamente una dama etérea que pena por su amado por los bosques envuelta en tules, así que el guion cambió y hoy es una indiscutible obra de culto que significó el primer peldaño en la consolidación como estrella de Pfeiffer.

Michelle Pfeiffer y su marido, David E. Kelley, en 1995.

El segundo fue el éxito fue Las brujas de Eastwick (1987), en la que combatía las artes demoníacas de Jack Nicholson junto a Susan Sarandon y Cher. Con el siguiente trabajo, Casada con todos (1987) en el que cubierta con una peluca negra interpretaba a un ama de casa italiana, llegó su primera nominación al Globo de Oro. Los ochenta eran suyos. Al año siguiente logró su primera nominación al Oscar con Las amistades peligrosas (1988), al lado de Glenn Close, una casi debutante Uma Thurman y John Malcovich (el romance entre ambos en la vida real dinamitó el matrimonio del actor con la también actriz Glenne Headly).

La siguiente ocasión en que estuvo a punto de hacerse con la estatuilla fue por Los fabulosos Baker Boys (1989). El plano cenital que la muestra vestida con un espectacular vestido rojo cantando sobre un piano de cola se convirtió en una imagen icónica. “Lo que está haciendo mientras interpreta esa canción no es simplemente cantar; es lo que Rita Hayworth hizo en Gilda y Marilyn Monroe hizo en Con faldas y a lo loco” escribió entusiasmado el crítico Roger Ebert.

Ya nadie cuestionaba su talento, pero tuvo que opacar su belleza para uno de esas decisiones de casting que inexplicablemente funcionan: interpretar a la acomplejada camarera de Frankie y Johnny (1991), un papel escrito y representado en teatro por Kathy Bates. También resultó creíble como la sofisticada condesa Olenska en La edad de la inocencia (1993) o la inocente ama de casa sureña que cruza el país para conocer a Kennedy en Por encima de todo (1992), que le dio su tercera nominación al Oscar.

En los noventa, además de consolidar su estrellato, rompió la taquilla con Batman vuelve (1992) y fundó la productora Via Rosa en la que producía los papeles que le interesaban, como Mentes peligrosas (1995)y Un día inolvidable (1996). Con el inicio del nuevo milenio y cuando todavía estaba en lo más alto, se retiró para pasar más tiempo con su familia.

Unas nuevas prioridades

“No quise dejar de trabajar, pero me volví muy exigente con mis requisitos”, explicó. “¿Dónde se graba? ¿Cuánto dura el rodaje? ¿Puedo llevar a los niños? Hice que fuese difícil contratarme. Y me parece bien”. Su salida de Hollywood no fue traumática. No dio un portazo como Debra Winger, harta de la falta de papeles. Tampoco se encontró con el rechazo de la industria, como Meg Ryan. No sintió que ya no había un sitio para ella, como Cameron Diaz. Simplemente, sus prioridades cambiaron.

Michelle Pfeiffer, en una escena de ‘Mentes peligrosas’ (1995).

En 1993 adoptó a una niña y meses después empezó una relación con el productor de Ally McBeal Big Little Lies, David E. Kelley, que dura ya 30 años. Se retiraron a un rancho en San Francisco y pudo disfrutar de la privacidad y de las cosas que verdaderamente le gustan, como pintar al óleo y colocarse su cinturón de herramientas para construir cosas. Ni siquiera fue consciente de que se había retirado hasta que sus hijos le preguntaron cuándo pensaba volver a trabajar.

En los últimos años sus incursiones en la gran pantalla se han convertido en pequeños acontecimientos y el envejecimiento, un tema recurrente en casi todos sus temidas entrevistas. “Todo lo que realmente me importa es que sea capaz de envejecer con gracia y que nunca parezca una figura de cera de mí misma”, confesó a People en 1999. Ya entonces, hace casi un cuarto de siglo, se le preguntaba por la edad.

Desde su vuelta sólo hace lo que le apetece, ha alternado éxitos de taquilla (Asesinato en el Orient Express y las sagas de Maléfica Ant-Man) con pequeñas producciones independientes. Con French Exit consiguió en 2021 su última nominación al Globo de Oro. Por el bien del cine y de los espectadores esperemos que a Michelle Pfeifer le queden muchas reapariciones.

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