El hermano pequeño del muralismo contribuyó, entre la propaganda y la vanguardia, a cimentar una estampa idealizada del México postrevolucionario hasta mediados del siglo pasado.
El dictador Porfirio Díaz ya había abierto la puerta de México al art nouveau y otras corrientes del diseño francés. Entre los machetes y los balazos de la Revolución de 1910 llegó también la ruptura de las vanguardias. Y los gobiernos posrevolucionarios terminaron de apuntalar el movimiento moderno en el país, como una mezcla de locomotora desarrollista y sueño lecorbusiano de estética y bienestar. Se suele citar al célebre muralismo como el gran ejemplo de la ola moderna mexicana, siempre entre la propaganda y la vanguardia. Pero también había un hermano pequeño, la ilustración y el diseño gráfico, géneros considerados tradicionalmente menores y reivindicados en tiempos recientes tanto por su valor artístico como por su potencial didáctico.
Los dos nacieron casi la vez del impulso de la secretaría de Educación, con el filósofo José Vasconcelos a la cabeza, por consolidar una nueva definición de lo mexicano que pretendía borrar las diferencias sociales, de clase y hasta de raza. Mientras los épicos murales servían de estandarte a ministerios, universidades e instituciones públicas, la empresa privada pronto se subió al carro de la nueva propaganda. La explosión de la industria de la publicidad y los medios impresos durante la primera mitad del siglo XX fue la gasolina para la construcción ese México rural, exótico y feliz, una especie de paraíso perdido que aún hoy sigue explotando el negocio del turismo.
Todo ese recorrido, desde los estertores del porfiriato a los años 60, es abarcado por el libro Tierra de encanto (editorial RM), que reúne una muestra de 350 piezas que van de las portadas de revistas, periódicos, folletos, calendarios, anuncios, carteles o postales entre otros objetos de arte aplicado con un tiraje limitado, entre las 1000 y las 10.000 copias. Armada entre colecciones privadas y archivos de museo, la selección abarca del 1910 y a 1960. “Esa incografía mexicanista idealizada se rompe en 1968, que fue un parteaguas por los Juegos Olímpicos y sobre todo la represión de Tlatelolco”, apunta el editor del libro, Mercurio López, en relación a las masacre de estudiantes a manos de la policía y los militares en la céntrica plaza de la capital. El primer gran pinchazo de la burbuja priista.
“México tierra de vacaciones ilimitadas”. “Un rayo de sol al otro lado de la frontera”. “México misterioso, colorido, exótico”. Así son los lemas que acompañan estampas de sonrientes chinas poblanas (un traje típico) playas desiertas, charros y tehuanas (más trajes típicos), volcanes y algún gobernante indígena retratado con solemnidad y un penacho de plumas. “El diseño gráfico fue influido e influyó en una gran cantidad de producción plástica de la época. De hecho, si uno quiere entender el imaginario visual de entonces es peligroso quedarse solo con los museos y las galerías, con las murales o la arquitectura. Este arte derivativo tuvo mucha más presencia y capacidad de divulgación para los mexicanos de a pie”, apunta James Oles, historiador del arte y colaborador del libro.
Las conexiones entre las corrientes plásticas de la época aparecen por todos los materiales del libro: Los diseños mayas y mexicanos, por ejemplo, se integran sin problema con los motivos art decó, el constructivismo ruso y otras vanguardias europeas y estadounidenses se funden con el folclore mexicano.
En los años 20, México contó incluso con su propia vanguardia, el estridentismo, cercano al futurismo, plasmado en la revista Horizonte. Las postales de la Asociación Mexicana del Turismo de los años 40 recuerdan a la evolución colorida y cubista de Gauguin. Mientras que las portadas de Revista de Revistas, el dominical del diario Excelsior tienen ecos a Gustav Klimt y la escuela vienesa de principios de siglo de la mano de Gustavo García Cabral, uno de los principales ilustradores mexicanos que había conocido de primero mano el art nouveau por su formación en Europa durante los años diez.
Miguel Covarrubias, otro de los grandes nombres, se prodigó además con trabajos en EE UU. Llegó a ser portada de la revista Fortune, la publicación dirigida a los hombres más ricos de la época. Para Oles es una muestra de la penetración que tenía el diseño gráfico mexicano: “se dirigía tanto a gente poderosas como a trabajadores”. Algo en lo que coincide Steven Heller, director artístico de The New York Times durante más de tres décadas, que en el prólogo del libro apunta: “El prolífico y abundante patrimonio artístico moderno en México está a la altura de la Europa de principios de siglo XX y de los Estados Unidos de mediados de la centuria en arte aplicado en materia gráfica”.