Elon Musk, Jeff Bezos y Bill Gates quieren entrar en tu cerebro

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Hay, ahora mismo, otra guerra. Una carrera por obtener los mejores resultados en materia de neuroprótesis motoras en la que compiten los grandes tecnólogos de nuestro tiempo. ¿Su presunto objetivo? Curar lo incurable. Pero ¿y si hubiera algo más?


Era de esperar. Antes o después, alguien tenía que hacerlo. No podía demorarse más el asunto, que ya empezaba a oler con tanta carpeta Top Secret!, tanto ensayo en Alemania; la del Tercer Reich y la del Este, en instalaciones cerca de Nevada (EEUU) o en las catacumbas de Pekín (China). Demasiadas décadas bregando las agencias de inteligencia con el secretismo y el entierro de información, e incluso humano de ser necesario, para que ahora salga a la luz lo que todos intuíamos… Los amos del planeta quieren colarse en nuestras mentes.

Así, a priori, suena descabellado, lo sé. Pero ya dije hace tiempo que uno de los fetiches de Elon Musk era marcarse un Under my skin, a lo Sinatra, en toda regla, y parece que la carrera sólo acaba de empezar… De hecho, por más que Neuralink, la empresa del mandamás de Tesla, sea la más llamativa (seguramente debido a su particular maestro de ceremonias), Synchron, su mayor rival desde 2016, ya logró implantar el año pasado una neuroprótesis motora, llamada Stentrode, en el cerebro de un paciente con ELA. Con una inversión de un cuarto de lo que disponía Neuralink, la start-up, dirigida por Thomas Oxley, logró con su dispositivo, también llamado ‘conmutadora de sincronización’, que Rodney Gorham pudiera comunicarse a través de un monitor.

Ahora sabemos que en la última ronda final de financiación, Synchron ha recibido inversiones por valor de otros 75 millones de dólares, de los cuales muchos vienen de Microsoft, es decir de Bill Gates, y Amazon, es decir de Jeff Bezos. Eso sin contar los 240 millones que se reparten otras compañías, como Paradromics o Blackrock Neurotech, que investigan con el mismo objetivo de lograr una sincronización total de sus prototipos con el cerebro, principalmente con el fin de curar enfermedades degenerativas.

Imagino a Elon Musk tirándose de los pelos. Maldiciendo no ser ya el único magnate visible de las tecnológicas encomendado a salvarnos de los desastres de la mente con su ciencia (uh, ‘ciencia’ que de caza de brujas ha sonado eso). Y es que el bueno de Elon, a diferencia de Oxley, no ha logrado la aprobación gubernamental para sus ensayos con humanos, proporcionada por la FDA (Administración de Alimentos y Medicamentos), a pesar de que tenían que haber llegado a finales de 2020. Pero ni en el posterior 2022, ni ahora, la FDA considera preparada a Neuralink.

Que si las baterías de litio, que sí podrían matar al paciente, que si la posibilidad de que los cables del implante migren a otras áreas del cerebro, que si… hay que ver la mala baba que gastan estos de la administración. Aunque, a lo mejor, el hecho de ver “los reguladores como obstáculos” y “la conocida impaciencia de Musk”, como afirmó el exdirector del programa de ingeniería neuronal en los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos, Kip Ludwig, pues también tenga algo que ver. Porque uno entiende que a las catervas de viciosos al transhumanismo les guste oír al jefe de Neuralink hablar de los implantes del cerebro como “actualizaciones de un Iphone” o de la posibilidad de “mejorar humanos”, pero a los burócratas, que al fin y al cabo son la representación de los intereses sociales, pues no les haga tanta gracia. Ir dejando Monstruos de Frankenstein por ahí repartidos sólo tiene sentido si ese era el plan desde el principio. Uhm, quizás…

Porque, más allá de si hablamos de Neuralink o de Synchron, ambos avanzan en dirección hacia la intervención remota de nuestro cerebro y, por ende, de nuestra mente. Una frontera deseada que ha humedecido el suelo que han pisado dirigentes y poderosos desde tiempos inmemoriales.

En estos sus comienzos, sí, las intenciones de sus artífices son de monaguillo y encaminadas a mejorar la vida. Pero, como decía Leste Bangs, la corrupción es consustancial a la raza y… bueno, hay que tener cuidado con los argumentos que, originalmente parecen virtuosos y luego dan lugar a una película como La Decisión de Sophie. No seamos ingenuos, el progreso a toda costa acaba encontrándose, antes o después, con la crueldad. Y, en lo que respecta a entrometerse en las mentes, esto no es una novedad.

HACKEANDO CEREBROS

El brain-hacking (hackear el cerebro) nació, en su versión primaria, con la aplicación de técnicas no-interventoras que pretendían, a través de la psicología conductista y el análisis de microexpresiones, permitir el estudio en profundidad de los pensamientos o emociones. Estas técnicas fueron ideadas para mejorar las funciones cognitivas en aras de optimizar el bienestar pero, como es costumbre en nuestra especie, su uso fue mutando hacia la ingeniería social, el adoctrinamiento, la obtención fraudulenta de información… En fin, cualquier faena que se le pase a uno por la cabeza para culminar intereses personales.

Hace ya tiempo que el hackeo mental evolucionó de la lenta intervención comunicativa a la tecnológica. La terapia electroconvulsiva, comúnmente llamada electrochoque, no es una técnica extrema sine qua non empleada para la lobotomización, como nos han mostrado infinidad de películas (pienso en Alguien voló sobre el nido del cuco… caviar de metraje). Su uso, desde la década de los treinta, cuando Ugo Cerletti percibió que las convulsiones epilépticas calmaban a los cerdos, ha ido readaptándose, mejorándose, haciéndose más humana. Aunque, por supuesto, salvajadas no hayan faltado.

Y, de intervenir a esquizofrénicos graves, la electricidad en el cerebro maduró hasta el brain-hacking por dispositivos, basado en el tDCS (estimulación transcraneal de corriente directa). Con él, en ambientes médicos seguros, pequeñas descargas controladas y bien focalizadas pueden ayudar al tratamiento de patologías reacias a los psicofármacos. De ahí, como de costumbre con la llegada de internet, algunos cretinos pusieron de moda, hace años, llevar a cabo estas actividades de forma casera, como si fuese tomar ibuprofeno, usando un sencillo dispositivo compuesto por varios electrodos, un par de cables, algunas almohadillas y una pequeña batería. Su objetivo era aumentar la inteligencia o la capacidad de aprendizaje. Seamos claros, por favor, la cultura del pragmatismo y la productividad nos está volviendo tarumbas…  

Y de ahí, a salto de mata, pasamos a algo más jugoso. El objeto de todo esto, que es la obtención de datos y el control. Un brain-hacking no destinado a intervenir el cerebro para generar reacciones cercadas a él, sino para extraer información sensible. Hasta ahora, más allá del uso tradicional de la manipulación conductual, una forma de obtener esta información eran las diademas de electroencefalografía. Estos aparatos, vendidos como prototípicos mandos a distancia de vía directa entre nuestros deseos y los dispositivos electrónicos, permiten usar un algoritmo para mapear las señales eléctricas, correlacionándolas, y convirtiéndolas en comandos. No hace falta decir que este monitoreo es una excavadora de datos que puede llegar a violar la privacidad como un ataque Zero-Day de los gordos.

Sin embargo, a veces debemos escoger entre arriesgarnos al peligro por un bien más elevado o a desechar la contingencia precavidamente. Desde luego, las grandes empresas tecnológicas lo tienen claro. ¡A arriesgar se ha dicho!

Lejos de los objetivos de sus creadores, lo cierto es que tanto Neuralink como Synchron, van en la línea de reducir al mínimo el espacio entre la mente de un individuo y otro exógeno, lo que acarrea claras amenazas. Si bien dirigentes como el CEO de Paradromics, Matt Angle, asegura que: “nosotros, al igual que nuestros competidores, tenemos personas responsables que quieren crear dispositivos seguros”, ello no impide que exista quien no tenga las mismas intenciones. Y podemos pensar desde hampas, gobiernos hasta agencias de inteligencia. No olvidemos, en los años setenta, el revuelo que causó el borrado de documentación por parte de la CIA del proyecto MK Ultra, dedicado a la hipnosis, los psicotrópicos, etc., todo con el objetivo de hacer espías mentales. Un plan, por cierto, que en 2009 se convirtió en una genial y minusvalorada película llamada Los hombres que miraban fijamente a las cabras. 

Como de costumbre, vamos a meter un poco el dedo en la llaga. Hackear el cerebro es, como gran parte de los descubrimientos humanos, un arma de doble filo. Por un lado, un avance esperanzador que abre la puerta de la dignidad a quien podía verse muteado por avatares del destino. En un movimiento mental más escabroso y cínico, esta manipulación positiva del cerebro puede también ser intervenida y usada con fines espurios o incluso crueles.

Aunque, como señala el periodista del Washington Post, Daniel Gilbert, el debate, más que centrarse en los posibles efectos adversos u oscuros de esta carrera por la telequinesis cibernética, está en la competitividad empresarial. En los millones, por aquí y por allí, que se reparten entre unos y otros y por los que pelean quienes, de momento, están más enfocados en la cura que en el control.  

Ya que, además, si hablamos de esos potentados tecnólogos, ¿para qué querrían gastar tanto capital y desarrollar una tecnología tan compleja, cuando el control mental ya está en marcha? Sí, así es. Volviendo al brain-hacking tecnológico, pero sin que este necesite de ninguna intervención en el sujeto, la hiperconexión, la búsqueda de estímulos audiovisuales, la dependencia, son ya fórmulas de control mental mucho más eficaces y digeribles que los implantes cerebrales o, bueno, las vacunas…   

¿QUIÉN NECESITA CONTROLAR LA MENTE DE UN ESCLAVO?

La historia ha estado plagada de derivados del control. Lograr dirigir las acciones del contrario es algo muy lúbrico. Poderoso.  No por nada, rituales animistas y politeístas milenarios han asegurado ser canales de llamada para la posesión de vasijas humanas que hagan de anfitrionas a seres omnipotentes, de ahí los oráculos. Y la lista podría extenderse por toda religión y creencia, incluso monoteísta. Pero, llegado el siglo de las luces, la ilustración, luego Auguste Comte, el positivismo y, en fin, toda una concatenación de sacrificios y esfuerzos con el fin del progreso, finalmente la magia se convirtió en ciencia. De ahí, hasta nuestros días.

Hoy no hacen falta invocaciones metafísicas para controlar a las personas. El neuromarquetín es eficaz en esas lides desde hace años y los algoritmos de Google -dámelo todo, nene, sé que me estás leyendo- mueve los hilos del deseo con depuradísima elegancia y vociferante discreción. En tanto que sujetos conectados, que comparten su información gratuitamente y que descargan sus pensamientos con la misma frivolidad, la tarea de vigilancia solo requiere de una membrana eficaz, algoritmos en este caso, que ya tienen el suficiente nivel de desarrollo como para filtrar la paja del grano.

Realmente, ¿cuál es la mejor manera de dominar el cerebro de alguien? Fácil, hacérselo saber y que el sujeto siga abiertamente conforme con su manipulación. Logrando así lo que Peter La Anguila es para los bailes en YouTube, un triste pero colosal triunfo.

La tecnología móvil, más concretamente el smartphone, tiene mucho que ver con esto. Así lo explica en una entrevista el científico computacional Tristán Harris, quien asegura, mirando su móvil:  “Cada vez que reviso esto, estoy jugando a la tragaperras para ver ¿qué he pillado? Esta es una forma de secuestrar la mente de las personas y crear un hábito, para formar un hábito”. Y del secuestro, de la vigilancia más absoluta, deriva la posibilidad del control.

En conclusión, no son necesarias cirugías cerebrales, ni chips mentales para convertir a la raza humana en marionetas del poder tecnológico. Ya lo somos. Y puede que, efectivamente, tanto Synchron como Paradromics, Blackrock Neurotech o, incluso, Neuralink, sean el espectro positivo de este progreso digital que, con más voracidad cada día, nos devora ininterrumpidamente.


Galo Abrain: Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.

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