El año de las Astromelias

Comprar un pez me pareció la mejor idea: no requieren de mucho cuidado ni pueden recorrer las casas. Me resultaban más que nada decorativos.


Por: Katia Rivera 

Comprar un pez me pareció la mejor idea: no requieren de mucho cuidado ni pueden recorrer las casas. Me resultaban más que nada decorativos. Recuerdo que la última vez que tuve uno fue porque los regalaban como centros de mesa en una primera comunión a la que fui en la primaria. Murió un mes después a causa del frío y no me afectó en lo absoluto, creo que siempre lo vi como “el pez de la fiesta”.

Pensándolo bien, no sé por qué escogí un pez. Se me ocurrió que me haría sentir por lo menos acompañada. No sé si la decisión fue una especie de intento desesperado por compañía ante el momento tan incierto por el que estaba pasando.

Al llegar al acuario, lo elegí por sus colores y porque sobresalía del resto de los frasquitos. Un ejemplar único, entre rosa y lila con franjas azul metálico, como si fuera una sirena o un ajolote de los que brillan con realidad aumentada en los billetes de cincuenta pesos. No lo pensé mucho, y sin tener ninguna relación con el objeto, le puse Maraca.

Los primeros días observaba los cambios de sus tornasoles y lo veía nadar con la preocupación de alguien que está perdido. Sentía su angustia porque vivía con las agallas (que eran de color negro) inflamadas, me imagino que por la desesperación.

*

Uno de los rituales era cambiarle el agua de su pequeña pecera —o gran frasco de cristal— . Lo tenía que hacer cada semana según me dijeron en el acuario. Era una tarea difícil, el pececillo escapaba de la red con grandes habilidades. Cuando por fin lograba atraparlo lo colocaba en un tupper chiquito. Se podía ver la imagen del animal más agitado de todos los tiempos chocando por las paredes.

De pronto, un día, ocurrió lo impensable: se fueron apagando sus movimientos y comenzó a quedarse en el fondo del recipiente. Lo primero que se me ocurrió fue agitarlo para que reaccionara —tonto de mi parte, porque el pez estaba lejos de ser un humano quedándose dormido—. Le supliqué haciendo uso de todas mis capacidades de interlocución que no bromeara conmigo. Tener algo que se muere entre las manos, por más pequeño que sea, se siente como perder todo al mismo tiempo sin posibilidades de recuperarlo. Segundos después se quedó totalmente inmóvil en el fondo de su frasco. Empecé a llorar, se había muerto Maraca porque no lo supe cuidar bien. Después lloré por todo lo demás.

No supe cómo manejar la soledad. Ya estaba sola, sí, pero antes tenía a las sombras de la gente pasando por la ventana de la casa.  Era una adulta joven cuando todo esto pasó. Tenía apenas un par de meses cuidando de mí misma, viviendo en constantes y grandes cambios, tal vez sobreviviendo es la palabra que busco, cuando nos tuvimos que recluir. Me trataba como a un objeto frágil, a punto de romperse, nunca tuve las ganas de ver a alguien más desbaratándose junto a mí.

*

Como un milagro que no supe cómo explicar, Maraca sobrevivió. Cuando levanté el traste para disponer de su cuerpo dio una voltereta y comenzó a nadar de nuevo, como si se hubiera reiniciado. Momento sorprendente o broma cruel, todavía no lo decido. Empecé a medir el tiempo con la pecera, se volvió parte del ritual para abrir y cerrar el día. En la mañana le espolvoreaba sus hojuelas de colores —cuyos ingredientes incluían extracto de pescado—, y en la noche lo salpimentaba de bolitas rojas, que al parecer eran sus favoritas. Después de pensar que había muerto le puse mayor cuidado y lo llevé a vivir a mi escritorio. Lo checaba cada cierto tiempo para cerciorarme de que estuviera nadando y de que los movimientos correspondientes de su boca al “respirar” eran los adecuados.

Unos meses más tarde llegué a sentir alivio al verlo mientras trabajaba de sol a sol en aquella silla oficinil. Encontrar de pronto sus ojitos negros y sentir que me miraba de regreso me alejaba unos segundos de la eterna pantalla. Le ponía el dedo en diferentes lados del frasco de cristal, y me emocionaba cuando sentía que era capaz de seguir mis movimientos.

Los momentos más difíciles del aislamiento llegaron y la información que nos daban por todos lados me ponía los nervios de cristal. El miedo torturaba mi existencia. Miles de muertes sabidas y desconocidas se hacían presentes al leer las noticias mientras me mordía los labios, que sin querer me empezaban a sangrar, aunque ahora pienso que pudo haber sido un reflejo para confirmar que aún sentía el intenso sabor a metal en la lengua. Los peores días del mundo actual.

Maraca estaba ahí, sin saber nada, pero sus colores de alguna manera me lograban mantener fuera de mis pensamientos. Era un pequeño ser que acompañaba a otro, y nunca pensé que un animal de piel helada pudiera brindar tanto consuelo.

*

En la bitácora de la vida de su última temporada llegaron las buenas nuevas, la humanidad tuvo una segunda oportunidad. Yo sólo me preocupaba esperando que la cura llegara a tiempo, ya casi se me terminaba la comida del pez.

A punto de recibir el remedio, un par de años después del día cero, la realidad se volvió a fracturar: Maraca ya no se podía mantener a flote en su recipiente de cristal. Cada vez le costaba más trabajo nadar y podía percibir su miedo a ¿morir? Los movimientos bruscos que hacía para mantenerse de manera horizontal me hicieron sentir sin fuerza para salvar esa diminuta vida una vez más.

Esa noche nos fuimos a dormir, y al despertar tuve la certeza de la inmovilidad del pequeño cuerpo, estaba blanco y como una moneda al fondo de una fuente. Al crecer Maraca perdió toda semejanza con los ajolotes, pero aún brillaba cuando estaba feliz. Sus aletas se mantuvieron resplandecientes y metálicas hasta el final.

*

Pequeño pez:

El mundo en el que me quedé sigue jodido y la incertidumbre es permanente. A veces siento que no me puedo ir a acostar sin antes espolvorear tu pecera, pero sé que son los reflejos de la melancolía.

Tu pérdida me ha dolido más de lo que pensé. He llorado un par de veces al no encontrar consuelo en nada. Ahora hay flores en tu casa de cristal, en el mismo sitio del escritorio. Espero que sea la mejor manera para honrar tus colores.

Te extraño cada día y pensar en que te quise y te cuidé me da fuerzas. Espero que hayas sido feliz mientras me acompañabas.

Aldea84
Aldea84http://aldea84.com
Sitio para nativos y migrantes digitales basado en la publicación de noticias de Tijuana y Baja California, etnografías fronterizas, crónicas urbanas, reportajes de investigación, además de tocar tópicos referentes a la tecnología, ciencia, salud y la caótica -y no menos surrealista- agenda nacional.
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Comprar un pez me pareció la mejor idea: no requieren de mucho cuidado ni pueden recorrer las casas. Me resultaban más que nada decorativos.


Por: Katia Rivera 

Comprar un pez me pareció la mejor idea: no requieren de mucho cuidado ni pueden recorrer las casas. Me resultaban más que nada decorativos. Recuerdo que la última vez que tuve uno fue porque los regalaban como centros de mesa en una primera comunión a la que fui en la primaria. Murió un mes después a causa del frío y no me afectó en lo absoluto, creo que siempre lo vi como “el pez de la fiesta”.

Pensándolo bien, no sé por qué escogí un pez. Se me ocurrió que me haría sentir por lo menos acompañada. No sé si la decisión fue una especie de intento desesperado por compañía ante el momento tan incierto por el que estaba pasando.

Al llegar al acuario, lo elegí por sus colores y porque sobresalía del resto de los frasquitos. Un ejemplar único, entre rosa y lila con franjas azul metálico, como si fuera una sirena o un ajolote de los que brillan con realidad aumentada en los billetes de cincuenta pesos. No lo pensé mucho, y sin tener ninguna relación con el objeto, le puse Maraca.

Los primeros días observaba los cambios de sus tornasoles y lo veía nadar con la preocupación de alguien que está perdido. Sentía su angustia porque vivía con las agallas (que eran de color negro) inflamadas, me imagino que por la desesperación.

*

Uno de los rituales era cambiarle el agua de su pequeña pecera —o gran frasco de cristal— . Lo tenía que hacer cada semana según me dijeron en el acuario. Era una tarea difícil, el pececillo escapaba de la red con grandes habilidades. Cuando por fin lograba atraparlo lo colocaba en un tupper chiquito. Se podía ver la imagen del animal más agitado de todos los tiempos chocando por las paredes.

De pronto, un día, ocurrió lo impensable: se fueron apagando sus movimientos y comenzó a quedarse en el fondo del recipiente. Lo primero que se me ocurrió fue agitarlo para que reaccionara —tonto de mi parte, porque el pez estaba lejos de ser un humano quedándose dormido—. Le supliqué haciendo uso de todas mis capacidades de interlocución que no bromeara conmigo. Tener algo que se muere entre las manos, por más pequeño que sea, se siente como perder todo al mismo tiempo sin posibilidades de recuperarlo. Segundos después se quedó totalmente inmóvil en el fondo de su frasco. Empecé a llorar, se había muerto Maraca porque no lo supe cuidar bien. Después lloré por todo lo demás.

No supe cómo manejar la soledad. Ya estaba sola, sí, pero antes tenía a las sombras de la gente pasando por la ventana de la casa.  Era una adulta joven cuando todo esto pasó. Tenía apenas un par de meses cuidando de mí misma, viviendo en constantes y grandes cambios, tal vez sobreviviendo es la palabra que busco, cuando nos tuvimos que recluir. Me trataba como a un objeto frágil, a punto de romperse, nunca tuve las ganas de ver a alguien más desbaratándose junto a mí.

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Como un milagro que no supe cómo explicar, Maraca sobrevivió. Cuando levanté el traste para disponer de su cuerpo dio una voltereta y comenzó a nadar de nuevo, como si se hubiera reiniciado. Momento sorprendente o broma cruel, todavía no lo decido. Empecé a medir el tiempo con la pecera, se volvió parte del ritual para abrir y cerrar el día. En la mañana le espolvoreaba sus hojuelas de colores —cuyos ingredientes incluían extracto de pescado—, y en la noche lo salpimentaba de bolitas rojas, que al parecer eran sus favoritas. Después de pensar que había muerto le puse mayor cuidado y lo llevé a vivir a mi escritorio. Lo checaba cada cierto tiempo para cerciorarme de que estuviera nadando y de que los movimientos correspondientes de su boca al “respirar” eran los adecuados.

Unos meses más tarde llegué a sentir alivio al verlo mientras trabajaba de sol a sol en aquella silla oficinil. Encontrar de pronto sus ojitos negros y sentir que me miraba de regreso me alejaba unos segundos de la eterna pantalla. Le ponía el dedo en diferentes lados del frasco de cristal, y me emocionaba cuando sentía que era capaz de seguir mis movimientos.

Los momentos más difíciles del aislamiento llegaron y la información que nos daban por todos lados me ponía los nervios de cristal. El miedo torturaba mi existencia. Miles de muertes sabidas y desconocidas se hacían presentes al leer las noticias mientras me mordía los labios, que sin querer me empezaban a sangrar, aunque ahora pienso que pudo haber sido un reflejo para confirmar que aún sentía el intenso sabor a metal en la lengua. Los peores días del mundo actual.

Maraca estaba ahí, sin saber nada, pero sus colores de alguna manera me lograban mantener fuera de mis pensamientos. Era un pequeño ser que acompañaba a otro, y nunca pensé que un animal de piel helada pudiera brindar tanto consuelo.

*

En la bitácora de la vida de su última temporada llegaron las buenas nuevas, la humanidad tuvo una segunda oportunidad. Yo sólo me preocupaba esperando que la cura llegara a tiempo, ya casi se me terminaba la comida del pez.

A punto de recibir el remedio, un par de años después del día cero, la realidad se volvió a fracturar: Maraca ya no se podía mantener a flote en su recipiente de cristal. Cada vez le costaba más trabajo nadar y podía percibir su miedo a ¿morir? Los movimientos bruscos que hacía para mantenerse de manera horizontal me hicieron sentir sin fuerza para salvar esa diminuta vida una vez más.

Esa noche nos fuimos a dormir, y al despertar tuve la certeza de la inmovilidad del pequeño cuerpo, estaba blanco y como una moneda al fondo de una fuente. Al crecer Maraca perdió toda semejanza con los ajolotes, pero aún brillaba cuando estaba feliz. Sus aletas se mantuvieron resplandecientes y metálicas hasta el final.

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Pequeño pez:

El mundo en el que me quedé sigue jodido y la incertidumbre es permanente. A veces siento que no me puedo ir a acostar sin antes espolvorear tu pecera, pero sé que son los reflejos de la melancolía.

Tu pérdida me ha dolido más de lo que pensé. He llorado un par de veces al no encontrar consuelo en nada. Ahora hay flores en tu casa de cristal, en el mismo sitio del escritorio. Espero que sea la mejor manera para honrar tus colores.

Te extraño cada día y pensar en que te quise y te cuidé me da fuerzas. Espero que hayas sido feliz mientras me acompañabas.

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