Bukele, el caudillo en estado de excepción

La guerra extrema del presidente salvadoreño contra las pandillas está reduciendo la violencia a costa de acumular abusos contra los derechos y libertades. Nunca un mandatario fue tan popular en El Salvador.


Por: David Marcial Pérez / El País

Cuerpos de seguridad capturan a dos empleados de telecomunicación durante un operativo en el municipio de Soyapango en San Salvador.

Por: DAVID MARCIAL PÉREZ

Cuando llegó de trabajar una tarde, Luis se encontró un agujero en el techo de su dormitorio. Los pedazos de uralita estaban desparramados por la cama y las sábanas llenas de tierra y marcas de pisadas. “Debieron ser ellos”, pensó al encontrar aquel destrozo hace como cinco años. Durante mucho tiempo, Luis se acostumbró a escuchar a gente trotar sobre su cabeza y la de su familia como si fueran carreras de caballos al galope. “Era común que los muchachos escaparan de la policía por los tejados de nuestras casas mientras se disparaban unos a otros”, recuerda ahora delante de una casita diminuta de lámina y ladrillo levantada con sus propias manos en la colonia La Campanera, en la periferia de San Salvador, uno de los feudos históricos de la pandilla Barrio 18.

“Ellos” o “los muchachos” es el modo que Luis, nombre ficticio por seguridad, tiene de llamar a los pandilleros, las mafias criminales que durante más de 30 años han estado pisoteando literalmente las vidas de los barrios más pobres de El Salvador —extorsión, secuestro, violación, asesinato— y que llegaron a colocar al país como el más violento del mundo. Un sin fin de dolores que se han ido reduciendo en los últimos meses. La guerra extrema lanzada hace ahora justo un año por el presidente Nayim Bukele, que acumula denuncias por abusos a los derechos humanos, está logrando lo que parecía imposible. Las pandillas están efectivamente siendo desarticuladas en sus propios bastiones, lugares donde durante décadas fue imposible entrar, a veces incluso para la policía.

Vecinos de La Campanera. La comunidad se encuentra bajo un cerco militar, en medio del régimen de excepción.

La Campanera, una de las cuatro comunidades que ha recorrido El PAÍS, es un barranco hundido entre unas colinas. Hay una calle principal que atraviesa el barrio hacia abajo. A los lados se abre un laberinto de estrechos pasajes con casitas apretujadas como la de Luis. Muchas están abandonadas porque los vecinos han ido huyendo del terror. Era habitual que tuvieran que pagar a la mafia un extra al mes tan solo por vivir ahí o que les obligaran a tener la puerta abierta por si la necesitaban de escondite. Hay marañas de cables que conectan la luz da las casas directamente de las farolas y basura acumulada por unos pasillos de apenas metro y medio.

En esta especie de madrigueras donde antes se refugiaban los centinelas de las pandillas para avisar de la llegada de algún enemigo, ahora hay parejas de militares con una mano en el fusil y la otra abanicándose del calor tropical con la gorra. Y por la calle principal, donde antes solo había silencio, ahora los repartidores venden a gritos bolsas de agua, pasa el camión de la leche y el del pan. Los taxis pueden volver a entrar otra vez y hasta las empresas de luz y agua se están empezando a atrever a dar servicio a los vecinos.

Pese al cambio tan evidente, no muchos quieren hablar sobre el pasado en La Campanera. Todavía hay una mezcla de miedo y desconfianza tras décadas de sometimiento. Antes de despedirse para ir a buscar a sus hijos al colegio, Luis cuenta que “algunos vecinos están pensando en volver a las casa que abandonaron, pero muchos aun no pueden creer que sea verdad lo que está pasando”. El mismo asombro que recorre todo el país, donde se repite una frase que que da cuenta de ello: “Imaginar un Salvador sin pandillas era cómo pensar un oceano sin agua”.

Popularidad disparada

La lucha contra las pandillas ha catapultado la popularidad de Bukele, convirtiéndose en el mandatario con mas poder —controla también el Parlamento y la judicatura— y con una mayor aprobación desde que hay registros. Cuatro años después de llegar al gobierno, ronda el 90%. Y nadie duda que en las presidenciales del año que viene saldrá reelegido tras una reciente treta legal que ha abierto la puerta para que se vuelva a presentar. La mayor explicación es el abrumador saldo oficial de su guerra contra las maras: en 2015 el país recogía de las calles 20 cadáveres diarios y hoy menos de tres. El Salvador tenía entonces una tasa de 103 muertos por cada 100.000 habitantes, la más alta del mundo, que apenas bajó moderadamente durante los años siguientes. Sin embargo, 2022 cerró con 7,8.

Vista general de la colonia La Campanera, en el municipio de Soyapango. Este territorio fue controlado por Barrio 18 durante muchos años.

A lomos de estos inapelables resultados en seguridad, poco han importado la lista de atropellos autoritarios durante su mandato. Ni la entrada en 2020 con los militares a la Asamblea y el asalto definitivo al año siguiente imponiendo a su medida a un Fiscal General y a los 10 magistrados de la Corte Constitucional. Ni los abusos del duro régimen de excepción que está amparando la guerra contra las pandillas a costa de recortar derechos constitucionales. Tampoco la peligrosa excentricidad de convertir el bitcoin en moneda legal de uno de los países más pobres de la región. Ni siquiera que haya lanzado un pulso abierto a EE UU mientras coquetea con Rusia y China.

Más bien, todo eso es precisamente lo que lo ha propulsado, porque alimenta el magullado orgullo nacional de un país pequeño, apenas siete millones de habitantes, y atravesado por una historia reciente de violencia y desarraigo: una guerra civil (1980-1992) larga, sangrienta y alentada por EE UU, que provocó una migración masiva (cerca de una cuarta parte de la población). Y a la vuelta de la democracia, una nueva rivalidad a muerte, ahora, entre la MS-13 y Barrio 18. Dos pandillas formadas en California por los cientos de miles de salvadoreños que encontraron en esos dos clanes un hogar al salir huyendo de la guerra y que, tras ser deportados por EE UU en los noventa, replicaron en su antiguo país los mismos métodos criminales.

Con este caldo de cultivo, Bukele está sirviendo en bandeja un sentimiento de revancha contra supuestos enemigos internos y externos. Así lo explica Victor Manuel Vásquez, un transportista de 45 años, mientras se come un helado con sus dos hijos de paseo por la plaza del centro de la capital: “El presidente es duro pero está arreglando los problemas de El Salvador. Y por primera vez el mundo nos mira como un ejemplo y no con pena o con miedo”.

Para sus críticos, organizaciones civiles y la comunidad internacional, se trata de las mismas recetas de mano dura de siempre pero empaquetadas por un publicista habilidoso que sabe leer nuestros tiempos. Bukele, con su gorra para atrás y su pañuelo en la americana, sería a la vez un líder mediático, un predicador, un martillo en Twitter, un caudillo posmoderno que gobierna el país como el presentador de un reality show o un influencer en Youtube.

El dictador más cool

Su política de comunicación es una sucesión de golpes de efecto. Eslóganes como ”El dictador más cool del mundo”, “el que perdona al lobo sacrifica a las ovejas”, bravuconadas como grabar a escondidas conversaciones con los embajadores o acusar a las organizaciones internacionales de ser “socios de los pandilleros”; hasta videos promocionales exhibiendo a los detenidos que parecen el tráiler de una película. La espectacularización de la política estaba ahí desde el principio de una carrera fulgurante. A los 30 años entró en la política y a los 37 ya era el presidente del Gobierno más joven del mundo.


Presentándose como un outsider, pese a venir de una familia privilegiada y comenzar en uno de los grandes partidos, Bukele ha capitalizado el hartazgo y la frustración de la ciudadanía con las formaciones, Arena y FMLN, que dominaron el país desde el fin de la guerra. De los tres últimos presidentes, uno está encarcelados por corrupción y los otros dos prófugos por los mismos cargos.

“Devuelvan lo robado”. Ese fue uno de sus lemas durante la ascensión desde la alcaldía de un pequeño municipio al gobierno de la capital. Por el camino implantó algunas políticas progresistas a la vez que tomaba distancia con su entonces partido, el FMLN. Hasta romper del todo y formar uno nuevo a su imagen y semejanza: Nuevas Ideas. Su círculo de confianza es muy reducido e incluye a su hermano pequeño, Karim, la mano derecha en la sombra. Fuentes cercanas coinciden en el uso compulsivo de redes sociales y el comportamiento errático del presidente. “Teníamos hasta 30 grupos de WhatsApp y las reuniones eran un show donde solo hablaba él”, afirma un exalto cargo del gabinete que prefiere guardar anonimato. “Eso sí, no había una reunión en la que no estuviera su hermano”.

Tras un breve idilio con la Administración de Donald Trump, la deriva autoritaria de Bukele ha llevado al actual Gobierno de Joe Bien a elevar el tono. El anuncio, el año pasado, de que estaba dispuesto a presentarse a la reelección, prohibida constitucionalmente, fue respondido por la Casa Blanca con sanciones a su círculo más cercano, la retirada de visados y el bloqueo de bienes de una decena de funcionarios y exfuncionarios de su Gobierno por corrupción y conductas antidemocráticas.

La encargada de negocios estadounidense, Jean Manes, ha llegado a compararlo con Nicolás Maduro y organizaciones salvadoreñas e internacionales como Human Rights Watch han denunciado abusos sistemáticos durante el régimen de excepción, que ya acumula más de 60.000 detenidos. Muertes bajo custodia en las cárceles, tortura, detenciones arbitrarias, incluyendo menores de edad. La incomunicación total de los presos con el exterior, incluidos abogados y familiares, juicios virtuales sin intervención de testigos y, en general, un proceso plagado de opacidad e irregularidades. Consultado por este diario, una portavoz del Gobierno ha declinando dar su versión ante estas denuncias. La única información oficial son las palabras del presidente en Twitter: “el margen de error en los arrestos es solo del 1%”.

Fin de la tregua

Eimy, 36 años, está sentada en una silla de plástico a las puertas de su casa. Mientras borda un mantel con dibujos de flores recuerda que el 27 de marzo del año pasado un grupo de policías y militares colocaron “a más de 10 muchachos” contra el muro amarillo que está al lado de su casa. “Los pusieron en fila india, los esposaron y se los llevaron en la patrulla”. Eimy, nombre ficticio, vive en el Distrito Italia, otra barriada al norte de la capital. Este bastión de la pandilla MS-13 fue uno de los primeros lugares donde comenzaron los operativos de seguridad. Una semana antes, las pandillas asesinaron a 83 personas en tres días. Atacaron de manera indiscriminada en 12 de los 14 departamentos del país demostrando su implantación en todo el territorio. La tregua que había fraguado en secreto el presidente desde su llegada al poder, como habían hecho todos su predecesores, era ya papel mojado.

Policías conducen a varios detenidos a El Penalito, durante el estado de excepción en San Salvador.

Eimy recuerda también que durante aquellos tres días de plomo un soldado apareció muerto una cuadra más arriba. “Aquí se agarraban a balazos y no sabías quién era quién”. Mientras teje el mantel, su hija de año y medio juega en la acera con un conejo y la mayor, de 19, sale de la casa y se tumba en una hamaca enganchada a una farola. La casa de al lado está abandonada y detrás de la hamaca hay montones de basura y un par de coches desvencijados.

Durante el dominio de las pandillas, la familia pagaba 40 dólares al mes por vivir en su casita destartalada. El marido, mensajero, gana poco más de 300. En aquella época la hija mayor apenas salía a la calle. Sus padres la llevaban y la traían del instituto y al volver la encerraban en casa. “Los muchachos la molestaban y ya ha pasado en la colonia que acaban secuestrando a las niñas”, cuenta la madre. La joven, recostada en la hamaca, explica que “para ellos era como una diversión, pero a mi no me gustaba porque me decían cosas íntimas”.

La madre y la hija viven ahora más tranquilas, aunque cuentan que entre las detenciones masivas de estos meses los policías se llevaron a un primo suyo. “Es albañil y una mañana vinieron por él. No es justo porque es imposible que haya hecho nada. Tiene síndrome de Down y ni si quiera entiende bien cuando le hablan. No sabemos nada de él”. Las organizaciones de derechos humanos han denunciado varios casos de arrestos de personas con discapacidad. Eimy se queda en silencio unos segundos antes dar su opinión sobre el dilema: “Es difícil todo lo que está haciendo el Gobierno, pero las fallas son menos que los beneficios”.

El desgarro de los vínculos sociales en la convulsa sociedad salvadoreña es uno de los temas centrales en las novelas de Horacio Castellano Moya, una de las voces mas autorizadas de Centroamérica. Para él, la guerra civil comenzó antes incluso, desde la insurrección comunista de 1932 y hasta los Acuerdos de paz de 1991. Casi 60 años de conflicto. Para la psicóloga social Verónica Reina, la violencia tampoco acabó con la vuelta de la democracia. “La cultura y el uso de la violencia nunca han cedido. Siempre ha sido la manera de atender los problemas colectivos. Y ha afectado a como se construyeron las instituciones, como se entiende la autoridad. El buen líder es el que castiga. Además con el nivel de sometimiento de las pandillas a las comunidades por décadas, y acostumbrados también al abuso sistemático de la policía, hoy día tener un familiar preso puede ser hasta asumible”.

Amenazas y opacidad

Miedo, silencio, apatía y complicidad. Así describe el juez Antonio Durán el clima entre sus compañeros. “Desde el golpe de 2021, no existe la independencia judicial”, cuenta sentado en la cafetería de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, donde es profesor de derecho penal desde hace más de 30 años. Durán se refiere a la destitución fulminante del fiscal general y los cinco magistrados del Constitucional para colocar, saltándose todos las reglas, a fieles del presidente poco después de arrasar en las elecciones legislativas de hace dos años. Él fue de los pocos que alzó la voz y la respuesta fue, tras una sucesión de amenazas, sacarle de su juzgado en la capital y trasladarle a un pequeño pueblo a las afueras.

Antonio Durán, juez salvadoreño en su despacho, en el municipio de Zacatecoluca.

Los ataques de Bukele al poder judicial comenzaron desde casi el inicio de su mandato. En 2020, en respuesta a un fallo en contra de sus medidas de confinamiento durante la pandemia, el presidente dijo esto en una cadena de televisión a los magistrados de la sala Constitucional: “Los hubiera fusilado a todos si fuera de verdad un dictador. Prefiero salvar mil vidas a cambio de cinco”. Meses antes, Bukele había entrado con los militares en el Parlamento para exigir que aprobaran unos presupuestos especiales para sus planes de seguridad.

Además del destierro, Durán denuncia también amenazas por parte de otros compañeros alineados con el Gobierno, visitas de militares y policías y hasta drones sobrevolando su casa. “El hostigamiento ha cesado en los últimos tiempos porque han intervenido los organismos internacionales, pero la campaña de persecución al que no piensa como ellos es una constante”. El hostigamiento a la prensa independiente es otra de los denuncias, incluyendo el espionaje a al menos 22 periodistas de El Faro con el software Pegasus. Al menos cinco altos funcionarios, incluida una ministra, del anterior gobierno están encarcelados o tienen abiertos procedimientos judiciales por corrupción. Un portavoz de la oposición, que prefiere no ser identificado, denuncia una campaña para acabar con ellos: “Controlan a la Fiscalía y a lo jueces. Pueden hacer lo que quieran”.

Las denuncias por arbitrariedades han llegado también al sistema de rendición de cuentas y, en general, a la opacidad cada vez mayor que rodea la gestión del Gobierno salvadoreño. En los últimos dos años, el Ejecutivo ha ido colocando candados en la ley de acceso a la información pública, incluido el sistema de compras públicas y el propio Instituto de Información, una de las instituciones nacidas con la vuelta a la democracia como contrapeso de poderes.

La falta de transparencia alcanza también a la polémica operación del bitcoin. Desde 2021, la criptomoneda es una divisa de curso legal en El Salvador, pero tanto su implementación como sus consecuencias están rodeadas de incertidumbre. En la plaza del centro de la capital, ni la cadena de pollo frito ni la cafetearía de al lado tienen si quiera el sistema que permite pagar con bitcoin. “Es muy costoso y mi jefe no lo ha hecho”, cuenta un empleado. Las únicas cifras que se conocen son los 200 millones de dólares de gasto inicial. Más allá de los tuits del presidente, no se sabe la inversión exacta del pais en la moneda digital. Organismos internacionales ya han avisado de los riesgos para las finanzas públicas, alertando incluso de una posible bancarrota. Sobre todo, tras el desplome de más de 40% del valor del bitcoin desde del año pasado.

Cuarta etapa de la urbanización Las Margaritas, en el municipio de Soyapango.

“La ley es como una serpiente, solo muerde al que va descalzo”. La frase es de Monseñor Romero, asesinado al comienzo de la guerra civil por defender a los campesinos pobres de los abusos del Ejército. Y quien la recuerda es un vecino de la colonia Las Margaritas, mientras ayuda a su hijo a hacer la tarea sentado en en el bordillo de la calle. Esta es una de las principales bases de operaciones de la pandilla MS-13 y, como otros barrios duros, hoy luce apacible y tranquila.

Manuel, también nombre ficticio, tiene 52 años y fue militar durante la guerra. “Era una manera de tener un ingreso”, recuerda de aquellos tiempos en los que se tatuó un pequeño búho en el brazo izquierdo. “Se decía que si te mataban así al menos te podía identificar tu familia”. Está satisfecho con que los pandilleros no anden asfixiando el barrio, pero desconfía sobre lo que pueda pasar en unos meses, cuando baje la atención mediática y los policías y los militares dejen de patrullar sus calles. Después de afilar con parsimonia el lapicero de su hijo, dice: “A este país parece que le ha caído una maldición bíblica, pero aquí estaremos para soportarla.”

Aldea84
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Sitio para nativos y migrantes digitales basado en la publicación de noticias de Tijuana y Baja California, etnografías fronterizas, crónicas urbanas, reportajes de investigación, además de tocar tópicos referentes a la tecnología, ciencia, salud y la caótica -y no menos surrealista- agenda nacional.
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La guerra extrema del presidente salvadoreño contra las pandillas está reduciendo la violencia a costa de acumular abusos contra los derechos y libertades. Nunca un mandatario fue tan popular en El Salvador.


Por: David Marcial Pérez / El País

Cuerpos de seguridad capturan a dos empleados de telecomunicación durante un operativo en el municipio de Soyapango en San Salvador.

Por: DAVID MARCIAL PÉREZ

Cuando llegó de trabajar una tarde, Luis se encontró un agujero en el techo de su dormitorio. Los pedazos de uralita estaban desparramados por la cama y las sábanas llenas de tierra y marcas de pisadas. “Debieron ser ellos”, pensó al encontrar aquel destrozo hace como cinco años. Durante mucho tiempo, Luis se acostumbró a escuchar a gente trotar sobre su cabeza y la de su familia como si fueran carreras de caballos al galope. “Era común que los muchachos escaparan de la policía por los tejados de nuestras casas mientras se disparaban unos a otros”, recuerda ahora delante de una casita diminuta de lámina y ladrillo levantada con sus propias manos en la colonia La Campanera, en la periferia de San Salvador, uno de los feudos históricos de la pandilla Barrio 18.

“Ellos” o “los muchachos” es el modo que Luis, nombre ficticio por seguridad, tiene de llamar a los pandilleros, las mafias criminales que durante más de 30 años han estado pisoteando literalmente las vidas de los barrios más pobres de El Salvador —extorsión, secuestro, violación, asesinato— y que llegaron a colocar al país como el más violento del mundo. Un sin fin de dolores que se han ido reduciendo en los últimos meses. La guerra extrema lanzada hace ahora justo un año por el presidente Nayim Bukele, que acumula denuncias por abusos a los derechos humanos, está logrando lo que parecía imposible. Las pandillas están efectivamente siendo desarticuladas en sus propios bastiones, lugares donde durante décadas fue imposible entrar, a veces incluso para la policía.

Vecinos de La Campanera. La comunidad se encuentra bajo un cerco militar, en medio del régimen de excepción.

La Campanera, una de las cuatro comunidades que ha recorrido El PAÍS, es un barranco hundido entre unas colinas. Hay una calle principal que atraviesa el barrio hacia abajo. A los lados se abre un laberinto de estrechos pasajes con casitas apretujadas como la de Luis. Muchas están abandonadas porque los vecinos han ido huyendo del terror. Era habitual que tuvieran que pagar a la mafia un extra al mes tan solo por vivir ahí o que les obligaran a tener la puerta abierta por si la necesitaban de escondite. Hay marañas de cables que conectan la luz da las casas directamente de las farolas y basura acumulada por unos pasillos de apenas metro y medio.

En esta especie de madrigueras donde antes se refugiaban los centinelas de las pandillas para avisar de la llegada de algún enemigo, ahora hay parejas de militares con una mano en el fusil y la otra abanicándose del calor tropical con la gorra. Y por la calle principal, donde antes solo había silencio, ahora los repartidores venden a gritos bolsas de agua, pasa el camión de la leche y el del pan. Los taxis pueden volver a entrar otra vez y hasta las empresas de luz y agua se están empezando a atrever a dar servicio a los vecinos.

Pese al cambio tan evidente, no muchos quieren hablar sobre el pasado en La Campanera. Todavía hay una mezcla de miedo y desconfianza tras décadas de sometimiento. Antes de despedirse para ir a buscar a sus hijos al colegio, Luis cuenta que “algunos vecinos están pensando en volver a las casa que abandonaron, pero muchos aun no pueden creer que sea verdad lo que está pasando”. El mismo asombro que recorre todo el país, donde se repite una frase que que da cuenta de ello: “Imaginar un Salvador sin pandillas era cómo pensar un oceano sin agua”.

Popularidad disparada

La lucha contra las pandillas ha catapultado la popularidad de Bukele, convirtiéndose en el mandatario con mas poder —controla también el Parlamento y la judicatura— y con una mayor aprobación desde que hay registros. Cuatro años después de llegar al gobierno, ronda el 90%. Y nadie duda que en las presidenciales del año que viene saldrá reelegido tras una reciente treta legal que ha abierto la puerta para que se vuelva a presentar. La mayor explicación es el abrumador saldo oficial de su guerra contra las maras: en 2015 el país recogía de las calles 20 cadáveres diarios y hoy menos de tres. El Salvador tenía entonces una tasa de 103 muertos por cada 100.000 habitantes, la más alta del mundo, que apenas bajó moderadamente durante los años siguientes. Sin embargo, 2022 cerró con 7,8.

Vista general de la colonia La Campanera, en el municipio de Soyapango. Este territorio fue controlado por Barrio 18 durante muchos años.

A lomos de estos inapelables resultados en seguridad, poco han importado la lista de atropellos autoritarios durante su mandato. Ni la entrada en 2020 con los militares a la Asamblea y el asalto definitivo al año siguiente imponiendo a su medida a un Fiscal General y a los 10 magistrados de la Corte Constitucional. Ni los abusos del duro régimen de excepción que está amparando la guerra contra las pandillas a costa de recortar derechos constitucionales. Tampoco la peligrosa excentricidad de convertir el bitcoin en moneda legal de uno de los países más pobres de la región. Ni siquiera que haya lanzado un pulso abierto a EE UU mientras coquetea con Rusia y China.

Más bien, todo eso es precisamente lo que lo ha propulsado, porque alimenta el magullado orgullo nacional de un país pequeño, apenas siete millones de habitantes, y atravesado por una historia reciente de violencia y desarraigo: una guerra civil (1980-1992) larga, sangrienta y alentada por EE UU, que provocó una migración masiva (cerca de una cuarta parte de la población). Y a la vuelta de la democracia, una nueva rivalidad a muerte, ahora, entre la MS-13 y Barrio 18. Dos pandillas formadas en California por los cientos de miles de salvadoreños que encontraron en esos dos clanes un hogar al salir huyendo de la guerra y que, tras ser deportados por EE UU en los noventa, replicaron en su antiguo país los mismos métodos criminales.

Con este caldo de cultivo, Bukele está sirviendo en bandeja un sentimiento de revancha contra supuestos enemigos internos y externos. Así lo explica Victor Manuel Vásquez, un transportista de 45 años, mientras se come un helado con sus dos hijos de paseo por la plaza del centro de la capital: “El presidente es duro pero está arreglando los problemas de El Salvador. Y por primera vez el mundo nos mira como un ejemplo y no con pena o con miedo”.

Para sus críticos, organizaciones civiles y la comunidad internacional, se trata de las mismas recetas de mano dura de siempre pero empaquetadas por un publicista habilidoso que sabe leer nuestros tiempos. Bukele, con su gorra para atrás y su pañuelo en la americana, sería a la vez un líder mediático, un predicador, un martillo en Twitter, un caudillo posmoderno que gobierna el país como el presentador de un reality show o un influencer en Youtube.

El dictador más cool

Su política de comunicación es una sucesión de golpes de efecto. Eslóganes como ”El dictador más cool del mundo”, “el que perdona al lobo sacrifica a las ovejas”, bravuconadas como grabar a escondidas conversaciones con los embajadores o acusar a las organizaciones internacionales de ser “socios de los pandilleros”; hasta videos promocionales exhibiendo a los detenidos que parecen el tráiler de una película. La espectacularización de la política estaba ahí desde el principio de una carrera fulgurante. A los 30 años entró en la política y a los 37 ya era el presidente del Gobierno más joven del mundo.


Presentándose como un outsider, pese a venir de una familia privilegiada y comenzar en uno de los grandes partidos, Bukele ha capitalizado el hartazgo y la frustración de la ciudadanía con las formaciones, Arena y FMLN, que dominaron el país desde el fin de la guerra. De los tres últimos presidentes, uno está encarcelados por corrupción y los otros dos prófugos por los mismos cargos.

“Devuelvan lo robado”. Ese fue uno de sus lemas durante la ascensión desde la alcaldía de un pequeño municipio al gobierno de la capital. Por el camino implantó algunas políticas progresistas a la vez que tomaba distancia con su entonces partido, el FMLN. Hasta romper del todo y formar uno nuevo a su imagen y semejanza: Nuevas Ideas. Su círculo de confianza es muy reducido e incluye a su hermano pequeño, Karim, la mano derecha en la sombra. Fuentes cercanas coinciden en el uso compulsivo de redes sociales y el comportamiento errático del presidente. “Teníamos hasta 30 grupos de WhatsApp y las reuniones eran un show donde solo hablaba él”, afirma un exalto cargo del gabinete que prefiere guardar anonimato. “Eso sí, no había una reunión en la que no estuviera su hermano”.

Tras un breve idilio con la Administración de Donald Trump, la deriva autoritaria de Bukele ha llevado al actual Gobierno de Joe Bien a elevar el tono. El anuncio, el año pasado, de que estaba dispuesto a presentarse a la reelección, prohibida constitucionalmente, fue respondido por la Casa Blanca con sanciones a su círculo más cercano, la retirada de visados y el bloqueo de bienes de una decena de funcionarios y exfuncionarios de su Gobierno por corrupción y conductas antidemocráticas.

La encargada de negocios estadounidense, Jean Manes, ha llegado a compararlo con Nicolás Maduro y organizaciones salvadoreñas e internacionales como Human Rights Watch han denunciado abusos sistemáticos durante el régimen de excepción, que ya acumula más de 60.000 detenidos. Muertes bajo custodia en las cárceles, tortura, detenciones arbitrarias, incluyendo menores de edad. La incomunicación total de los presos con el exterior, incluidos abogados y familiares, juicios virtuales sin intervención de testigos y, en general, un proceso plagado de opacidad e irregularidades. Consultado por este diario, una portavoz del Gobierno ha declinando dar su versión ante estas denuncias. La única información oficial son las palabras del presidente en Twitter: “el margen de error en los arrestos es solo del 1%”.

Fin de la tregua

Eimy, 36 años, está sentada en una silla de plástico a las puertas de su casa. Mientras borda un mantel con dibujos de flores recuerda que el 27 de marzo del año pasado un grupo de policías y militares colocaron “a más de 10 muchachos” contra el muro amarillo que está al lado de su casa. “Los pusieron en fila india, los esposaron y se los llevaron en la patrulla”. Eimy, nombre ficticio, vive en el Distrito Italia, otra barriada al norte de la capital. Este bastión de la pandilla MS-13 fue uno de los primeros lugares donde comenzaron los operativos de seguridad. Una semana antes, las pandillas asesinaron a 83 personas en tres días. Atacaron de manera indiscriminada en 12 de los 14 departamentos del país demostrando su implantación en todo el territorio. La tregua que había fraguado en secreto el presidente desde su llegada al poder, como habían hecho todos su predecesores, era ya papel mojado.

Policías conducen a varios detenidos a El Penalito, durante el estado de excepción en San Salvador.

Eimy recuerda también que durante aquellos tres días de plomo un soldado apareció muerto una cuadra más arriba. “Aquí se agarraban a balazos y no sabías quién era quién”. Mientras teje el mantel, su hija de año y medio juega en la acera con un conejo y la mayor, de 19, sale de la casa y se tumba en una hamaca enganchada a una farola. La casa de al lado está abandonada y detrás de la hamaca hay montones de basura y un par de coches desvencijados.

Durante el dominio de las pandillas, la familia pagaba 40 dólares al mes por vivir en su casita destartalada. El marido, mensajero, gana poco más de 300. En aquella época la hija mayor apenas salía a la calle. Sus padres la llevaban y la traían del instituto y al volver la encerraban en casa. “Los muchachos la molestaban y ya ha pasado en la colonia que acaban secuestrando a las niñas”, cuenta la madre. La joven, recostada en la hamaca, explica que “para ellos era como una diversión, pero a mi no me gustaba porque me decían cosas íntimas”.

La madre y la hija viven ahora más tranquilas, aunque cuentan que entre las detenciones masivas de estos meses los policías se llevaron a un primo suyo. “Es albañil y una mañana vinieron por él. No es justo porque es imposible que haya hecho nada. Tiene síndrome de Down y ni si quiera entiende bien cuando le hablan. No sabemos nada de él”. Las organizaciones de derechos humanos han denunciado varios casos de arrestos de personas con discapacidad. Eimy se queda en silencio unos segundos antes dar su opinión sobre el dilema: “Es difícil todo lo que está haciendo el Gobierno, pero las fallas son menos que los beneficios”.

El desgarro de los vínculos sociales en la convulsa sociedad salvadoreña es uno de los temas centrales en las novelas de Horacio Castellano Moya, una de las voces mas autorizadas de Centroamérica. Para él, la guerra civil comenzó antes incluso, desde la insurrección comunista de 1932 y hasta los Acuerdos de paz de 1991. Casi 60 años de conflicto. Para la psicóloga social Verónica Reina, la violencia tampoco acabó con la vuelta de la democracia. “La cultura y el uso de la violencia nunca han cedido. Siempre ha sido la manera de atender los problemas colectivos. Y ha afectado a como se construyeron las instituciones, como se entiende la autoridad. El buen líder es el que castiga. Además con el nivel de sometimiento de las pandillas a las comunidades por décadas, y acostumbrados también al abuso sistemático de la policía, hoy día tener un familiar preso puede ser hasta asumible”.

Amenazas y opacidad

Miedo, silencio, apatía y complicidad. Así describe el juez Antonio Durán el clima entre sus compañeros. “Desde el golpe de 2021, no existe la independencia judicial”, cuenta sentado en la cafetería de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, donde es profesor de derecho penal desde hace más de 30 años. Durán se refiere a la destitución fulminante del fiscal general y los cinco magistrados del Constitucional para colocar, saltándose todos las reglas, a fieles del presidente poco después de arrasar en las elecciones legislativas de hace dos años. Él fue de los pocos que alzó la voz y la respuesta fue, tras una sucesión de amenazas, sacarle de su juzgado en la capital y trasladarle a un pequeño pueblo a las afueras.

Antonio Durán, juez salvadoreño en su despacho, en el municipio de Zacatecoluca.

Los ataques de Bukele al poder judicial comenzaron desde casi el inicio de su mandato. En 2020, en respuesta a un fallo en contra de sus medidas de confinamiento durante la pandemia, el presidente dijo esto en una cadena de televisión a los magistrados de la sala Constitucional: “Los hubiera fusilado a todos si fuera de verdad un dictador. Prefiero salvar mil vidas a cambio de cinco”. Meses antes, Bukele había entrado con los militares en el Parlamento para exigir que aprobaran unos presupuestos especiales para sus planes de seguridad.

Además del destierro, Durán denuncia también amenazas por parte de otros compañeros alineados con el Gobierno, visitas de militares y policías y hasta drones sobrevolando su casa. “El hostigamiento ha cesado en los últimos tiempos porque han intervenido los organismos internacionales, pero la campaña de persecución al que no piensa como ellos es una constante”. El hostigamiento a la prensa independiente es otra de los denuncias, incluyendo el espionaje a al menos 22 periodistas de El Faro con el software Pegasus. Al menos cinco altos funcionarios, incluida una ministra, del anterior gobierno están encarcelados o tienen abiertos procedimientos judiciales por corrupción. Un portavoz de la oposición, que prefiere no ser identificado, denuncia una campaña para acabar con ellos: “Controlan a la Fiscalía y a lo jueces. Pueden hacer lo que quieran”.

Las denuncias por arbitrariedades han llegado también al sistema de rendición de cuentas y, en general, a la opacidad cada vez mayor que rodea la gestión del Gobierno salvadoreño. En los últimos dos años, el Ejecutivo ha ido colocando candados en la ley de acceso a la información pública, incluido el sistema de compras públicas y el propio Instituto de Información, una de las instituciones nacidas con la vuelta a la democracia como contrapeso de poderes.

La falta de transparencia alcanza también a la polémica operación del bitcoin. Desde 2021, la criptomoneda es una divisa de curso legal en El Salvador, pero tanto su implementación como sus consecuencias están rodeadas de incertidumbre. En la plaza del centro de la capital, ni la cadena de pollo frito ni la cafetearía de al lado tienen si quiera el sistema que permite pagar con bitcoin. “Es muy costoso y mi jefe no lo ha hecho”, cuenta un empleado. Las únicas cifras que se conocen son los 200 millones de dólares de gasto inicial. Más allá de los tuits del presidente, no se sabe la inversión exacta del pais en la moneda digital. Organismos internacionales ya han avisado de los riesgos para las finanzas públicas, alertando incluso de una posible bancarrota. Sobre todo, tras el desplome de más de 40% del valor del bitcoin desde del año pasado.

Cuarta etapa de la urbanización Las Margaritas, en el municipio de Soyapango.

“La ley es como una serpiente, solo muerde al que va descalzo”. La frase es de Monseñor Romero, asesinado al comienzo de la guerra civil por defender a los campesinos pobres de los abusos del Ejército. Y quien la recuerda es un vecino de la colonia Las Margaritas, mientras ayuda a su hijo a hacer la tarea sentado en en el bordillo de la calle. Esta es una de las principales bases de operaciones de la pandilla MS-13 y, como otros barrios duros, hoy luce apacible y tranquila.

Manuel, también nombre ficticio, tiene 52 años y fue militar durante la guerra. “Era una manera de tener un ingreso”, recuerda de aquellos tiempos en los que se tatuó un pequeño búho en el brazo izquierdo. “Se decía que si te mataban así al menos te podía identificar tu familia”. Está satisfecho con que los pandilleros no anden asfixiando el barrio, pero desconfía sobre lo que pueda pasar en unos meses, cuando baje la atención mediática y los policías y los militares dejen de patrullar sus calles. Después de afilar con parsimonia el lapicero de su hijo, dice: “A este país parece que le ha caído una maldición bíblica, pero aquí estaremos para soportarla.”

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