Esta novela de Patrick Süskind, adaptada a la pantalla grande en dos ocasiones, tiene el récord de ser el libro alemán más traducido de la historia.
Estaba agotado pero volvió. A casi 40 años de su publicación original y después de incontables ediciones y traducciones en todo el mundo, llega una vez más a librerías El perfume, la celebrada novela de Patrick Süskinden la que el escritor alemán cuenta la historia del mejor elaborador de perfumes de todos los tiempos, “uno de los hombres más geniales y abominables de una época en que no escasearon los hombres abominables y geniales”.
El éxito de esta novela es indudable. No solo fue llevada al cine en 2006 y en 2022, sino que tiene el récord de ser la novela alemana más traducida de la historia con casi 50 adaptaciones a otros idiomas, además de haber vendido más de 20 millones de ejemplares en todo el mundo.
El perfume, reeditado en una económica versión de bolsillo por Booket, cuenta la vida de Jean-Baptiste Grenouille, desde su nacimiento sumido en la miseria hasta su arrasador éxito y su impresionante pero fatal final. El pequeño Grenouille (que significa “rana” en francés) tiene una marca de nacimiento: no despide ningún olor. Pero, al mismo tiempo, posee un don excepcional: puede percibir todos los olores del mundo.
A fuerza de voluntad, talento y creatividad, este muchacho empieza a hacerse conocido en el mundo de los perfumes y a escalar socialmente. Todos quieren probar sus creaciones ya que estas, además de perfumar, son capaces de inspirar simpatía, amor, compasión. Pero nadie sabe que su éxito esconde un secreto atroz: para obtener estas fórmulas magistrales, el joven y celebrado perfumista debe asesinar a jóvenes muchachas vírgenes, obtener sus fluidos corporales y licuar sus olores íntimos.
Ficha
Título: El perfume
Autor: Patrick Süskind
Editorial: Booket
Páginas: 256
Así empieza “El perfume”
En el siglo XVIII vivió en Francia uno de los hombres más geniales y abominables de una época en que no escasearon los hombres abominables y geniales. Aquí relataremos su historia. Se llamaba Jean-Baptiste Grenouille y si su nombre, a diferencia del de otros monstruos geniales como De Sade, Saint-Just, Fouché, Napoleón, etcétera, ha caído en el olvido, no se debe en modo alguno a que Grenouille fuera a la zaga de estos hombres célebres y tenebrosos en altanería, desprecio por sus semejantes, inmoralidad, en una palabra, impiedad, sino a que su genio y su única ambición se limitaban a un terreno que no deja huellas en la historia: al efímero mundo de los olores.
En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata; las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre; las curtidurías, a lejías cáusticas; los mataderos, a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a ban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios.
El campesino apestaba como el clérigo; el oficial de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, sí, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno, porque en el siglo XVIII aún no se había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de vida incipiente o en decadencia que no fuera acompañada de algún hedor. Y, como es natural, el hedor alcanzaba sus máximas proporciones en París, porque París era la mayor ciudad de Francia. Y dentro de París había un lugar donde el hedor se convertía en infernal, entre la Rue aux Fers y la Rue de la Ferronnerie, o sea, el Cimetière des Innocents.
Durante ochocientos años se había llevado allí a los muertos del hospital Hôtel-Dieu y de las parroquias vecinas; durante ochocientos años, carretas con docenas de cadáveres habían vaciado su carga día tras día en largas fosas y durante ochocientos años se habían ido acumulando los huesos en osarios y sepulturas. Hasta que llegó un día, en vísperas de la Revolución francesa, cuando algunas fosas rebosantes de cadáveres se hundieron y el olor pútrido del atestado cementerio incitó a los habitantes no sólo a protestar, sino a organizar verdaderos tumultos, en que fue por fin cerrado y abandonado después de amontonar los millones de esqueletos y calaveras en las catacumbas de Montmartre. Una vez hecho esto, en el lugar del antiguo cementerio se erigió un mercado de víveres.
Fue aquí, en el lugar más maloliente de todo el reino, donde nació el 17 de julio de 1738 Jean-Baptiste Grenouille. Era uno de los días más calurosos del año. El calor se abatía como plomo derretido sobre el cementerio y se extendía hacia las calles adyacentes como un vaho putrefacto que olía a una mezcla de melones podridos y cuerno madre de Grenouille se encontraba en un puesto de pescado de la Rue aux Fers escamando albures que había destripado previamente. Los pescados, seguramente sacados del Sena aquella misma mañana, apestaban ya hasta el punto de superar el hedor de los cadáveres.
Sin embargo, la madre de Grenouille no percibía el olor a pescado podrido o a cadáver porque su sentido del olfato estaba totalmente embotado y además le dolía todo el cuerpo y el dolor disminuía su sensibilidad a cualquier percepción sensorial externa. Sólo quería que los dolores cesaran, acabar lo más rápidamente posible con el repugnante parto. Era el quinto. Todos los había tenido en el puesto de pescado y las cinco criaturas habían nacido muertas o medio muertas, porque su carne sanguinolenta se distinguía apenas de las tripas de pescado que cubrían el suelo y no sobrevivían mucho rato entre ellas y por la noche todo era recogido con una pala y llevado en carreta al cementerio o al río.
Lo mismo ocurría hoy y la madre de Grenouille, que aún era una mujer joven, de unos veinticinco años, muy bonita y que todavía conservaba casi todos los dientes y algo de cabello en la cabeza y, aparte de la gota y la sífilis y una tisis incipiente, no padecía ninguna enfermedad grave, que aún esperaba vivir mucho tiempo, quizá cinco o diez años más y tal vez incluso casarse y tener hijos de verdad como la esposa respetable de un artesano viudo, por ejemplo… la madre de Grenouille deseaba que todo pasara cuanto antes. Y cuando empezaron los dolores de parto se acurrucó bajo el mostrador y parió allí, como hiciera ya cinco veces, y cortó con el cuchillo el cordón umbilical del recién nacido. En aquel momento, sin embargo, a causa del calor y el hedor, que ella no percibía como tales, sino como algo insoportable y enervante —como un campo de lirios o un reducido aposento demasiado lleno de narcisos—, cayó desvanecida debajo de la mesa y fue rodando hasta el centro del arroyo, donde quedó inmóvil, con el cuchillo en la mano.
Avisan a la policía. La mujer sigue en el suelo con el cuchillo en la mano; poco a poco, recobra el conocimiento.
—¿Qué le ha sucedido?
—Nada.
—¿Qué hace con el cuchillo?
—Nada.
—¿De dónde procede la sangre de sus refajos?
—De los pescados.
Se levanta, tira el cuchillo y se aleja para lavarse.
Entonces, de modo inesperado, la criatura que yace bajo la mesa empieza a gritar. Todos se vuelven, descubren al recién nacido entre un enjambre de moscas, tripas y cabezas de pescado y lo levantan. Las autoridades lo entregan a una nodriza de oficio y apresan a la madre. Y como ésta confiesa sin ambages que lo habría dejado morir, como por otra parte ya hiciera con otros cuatro, la procesan, la condenan por infanticidio múltiple y dos semanas más tarde la decapitan en la Place de Grève.