En la frontera del estado mexicano de Coahuila con Estados Unidos, la versión oficial es que desde que las fuerzas del Estado debilitaron al cartel de Los Zetas hace casi una década no existe un grupo del crimen organizado que controle la zona. Testimonios de policías, carpetas de investigación y documentos oficiales señalan, sin embargo, cómo miembros de la policía de élite creada para combatirlos trafican armas, drogas, personas, extorsionan, secuestran, torturan y asesinan. La llamada guerra contra el narcotráfico en México cumple 15 años con récord de militares en las calles y homicidios en el país. Esta es la historia de una policía con entrenamiento militar y varios exintegrantes del Ejército y la Marina que heredó el control de los negocios ilegales de un cartel fundado por exmilitares de élite.
Íñigo Arredondo – El Universal
Osvaldo Martínez palpa un muro para analizar algunos de los cincuenta impactos de bala que lo salpican. Su hijo Billy desapareció hace siete años y en su búsqueda, además de ser secuestrado y torturado por la policía, ha aprendido sobre armas. “Es un paredón”, concluye sin temor a equivocarse mientras raspa el concreto con sus dedos.
El muro es parte de la entrada de una caballeriza a medio construir. Está situada en una hacienda a las afueras de Piedras Negras, una ciudad fronteriza con Estados Unidos que debe su nombre a los yacimientos de carbón y su fama a la violencia y al tráfico de drogas y migrantes y armas.
Los Zetas, el grupo criminal fundado por exmilitares de élite del ejército mexicano que controlaba la zona hasta 2012, utilizó este predio como fosa común.
El grupo de élite de la policía estatal de Coahuila, creado para combatir al cartel, también lo ha usado para deshacerse de los cuerpos de sus propias víctimas, según testimonios de expolicías, vecinos de la hacienda y carpetas de investigación de la fiscalía del estado, entre ellas la de Billy.
Roberto, un exintegrante de este comando policial, cuenta en una entrevista que él y otros agentes mataron a un hombre a sangre fría en un retén en 2014 y que acabó enterrado bajo esta tierra para que las matanzas pasadas de Los Zetas camuflaran el asesinato presente de los policías.
“Eran dos malandrillos que traían un arma y sí traían droga, pero era para consumo de ellos. Al otro lo agarramos y lo pusimos a disposición. Y a ese que le disparamos (en el hombro), pues ya, a ese sí lo matamos”, dice Roberto, que pide guardar su identidad porque teme que los que un día fueron sus compañeros lo ejecuten.
Osvaldo Martínez y otros cuatro familiares de desaparecidos encuentran sobre el pasto seco jirones de tela, pilas, tierra removida, una zanja abierta. Algunos vecinos se acercan curiosos para preguntar qué hace un grupo de gente en la hacienda esta mañana de octubre de 2021; lo único que han presenciado en ella durante años son personas tirando cuerpos por la noche.
El caso de Billy es apenas una de las más de 100 denuncias de desaparición forzada atribuidas a este grupo que la abogada Ariana García del Bosque, asesora legal de muchas víctimas, ha presentado ante la fiscalía. Solo desde 2014, de acuerdo con el libro de gobierno de la zona norte de Coahuila —un registro del ministerio público— al que ha tenido acceso este periodista, hay al menos 256 casos abiertos contra la policía de élite: amenaza, robo, allanamiento, secuestro, desaparición y homicidio.
La historia oficial de la llamada guerra contra el narcotráfico —que cumple 15 años con récord de militares en las calles y cerca de 400,000 asesinados— cuenta que en Coahuila se produjo uno de sus pocos éxitos: Los Zetas, señalados como el cartel más sanguinario de México, fueron derrotados por las fuerzas de seguridad del Estado, entre ellas una policía de élite con entrenamiento militar y varios exintegrantes del Ejército y la Marina en sus filas, que en aquel momento ya se había rebautizado como Grupo de Armas y Tácticas Especiales (GATE).
Desde entonces, dicen las autoridades, ningún grupo del crimen organizado controla esta parte de la frontera. Cuando se ha pedido entrevista con ellas, la respuesta en todos los casos, a excepción de la comisión de búsqueda, ha sido el silencio.
“En Coahuila te pueden decir que no hay cartel. En Coahuila esos cabrones (los policías de élite) son el cartel”, dice Sebastián, que cuenta su pasado de cinco años con los GATE como una sucesión de tráfico de armas y drogas, enfrentamientos fingidos, escenas de crimen alteradas y extorsión, secuestro y tortura de los coyotes que cruzan migrantes a Estados Unidos.
Durante los últimos diez meses este periodista ha entrevistado a cuatro exintegrantes del GATE, 12 agentes que trabajaron en Piedras Negras desde 2008, algunos de ellos todavía en activo, exempleados de la fiscalía y la comisión de derechos humanos, abogados, familiares de víctimas de desaparición y ha tenido acceso a documentos oficiales, carpetas de investigación y la información de más de 100 solicitudes vía transparencia. Nombrar sin ser nombradas es la condición de casi todas las fuentes para hablar sobre el grupo de élite de la policía. Todas ellas lo llaman “cartel”.
LOS ZETAS Y LA POLICÍA
Una tarde de 2009, los jefes de Jacobo, un policía municipal de Piedras Negras, le pidieron que dejara su arma y su teléfono en la comisaría y se subiera a una patrulla que lo llevaría hasta la zona conocida como “El Laguito”. Cuenta que a las cuatro de la tarde él y una veintena más de policías estaban parados en un camino de terracería cuando comenzaron a aparecer camionetas Yukon y Suburban de las que descendieron hombres armados y encapuchados. Uno de ellos, que no pasaba el 1,70 de estatura, anunció que era el nuevo jefe de Los Zetas en la zona y que le debían informar de cualquier movimiento.
Desde que entró a trabajar en 2008 en la policía, a Jacobo le llegaba cada mes un sobre amarillo que contenía entre 2,500 y 3,000 pesos, lo equivalente a la mitad de su sueldo, un soborno que aumentaba de acuerdo con la jerarquía dentro del cuerpo.
“Yo llegué en su apogeo [de Los Zetas]. O sea, tú no podías hacer nada porque… no te regañaba tu jefe, te llevaban con ellos”, dice.
En varias ocasiones Jacobo escuchaba en la radio a un compañero pidiendo refuerzos y sus superiores le ordenaban no hacer nada. En otras lo vio en directo, como el día que un superior llegó a una colonia de Piedras Negras cuando un grupo de policías tenía hincados a dos supuestos delincuentes. “Nos gritó ‘cuatro nueve, cuatro nueve, no accionen’”, dice. Según su relato, la escena continuó con los detenidos poniéndose de pie; uno de ellos dándole un culatazo con una pistola a un agente, que empezó a chorrear sangre. Los dos yéndose tranquilamente.
Cuatro expolicías que trabajaban en Piedras Negras durante aquella época concuerdan en que salieron de la academia pensando que debían servir a los ciudadanos, pero lo que hacían era servir al crimen. Informaban detalladamente sobre cualquier movimiento, recibían sobornos y hasta liberaban a integrantes de Los Zetas. Ninguno trabajó para un superior que no estuviera en la nómina del cartel.
“Nos usaban (Los Zetas) como corporación. Levantábamos gente y la entregamos y ya se los llevaban”, dice uno de ellos.
El relato de mando único criminal que cuentan los agentes es muy similar a las declaraciones que los integrantes de los Zetas ofrecieron entre 2013 y 2016 cuando fueron juzgados y sentenciados en tribunales de Texas, Estados Unidos, por tráfico de drogas y armas y lavar dinero en carreras de caballos: cooptación de la policía, de la fiscalía, de las autoridades penitenciarias y de políticos de Coahuila para actuar con total impunidad.
Un empresario que tenía un negocio en Piedras Negras en 2010 recuerda cómo Los Zetas comenzaron a secuestrar a propietarios de bares y restaurantes ante la inacción de la policía. Muchos nunca regresaron.
En abril de ese año Daniel Hernández, dueño del bar “Iguanas”, recibió una llamada de su padre para decirle que afuera de su casa había estacionadas dos camionetas. Hernández avisó a su esposa de que iría a ver qué pasaba y después pasaría por ella. Nunca llegó a la cita. La esposa recuerda que recibió llamadas desde el teléfono de uno de los secuestradores. En esas comunicaciones Daniel Hernández le explicó que había otros empresarios junto a él, que el jefe de Los Zetas había sido traicionado y estaba buscando las conexiones. Después de unas semanas, las llamadas cesaron.
Para ese entonces ya había evidencia de que la masiva salida de soldados de los cuarteles ordenada por el expresidente Felipe Calderón estaba fracasando. Los homicidios en México se habían duplicado respecto a 2006, el año de inicio de la guerra contra el narcotráfico —de 10,000 a 25,000. Pero eso no detuvo la militarización. En estos últimos 15 años, según información obtenida vía transparencia, diez estados han firmado 34 convenios de colaboración con el ejército en materia de seguridad pública. Al menos 12 han creado policías de élite a imagen y semejanza del GATE. Todos ellas tienen quejas ante las comisiones de derechos humanos locales. La de Nayarit, creada en 2010, recibió capacitación en las instalaciones del 92 batallón de infantería en Jamay, Jalisco. La de Baja California Sur llegó a recibir clases de tácticas de intervención de la Policía Nacional Francesa.
En Coahuila, 2009 fue el año en el que el entonces gobernador, Humberto Moreira, implementó varias novedades en la estrategia de seguridad.
Pidió a funcionarios norteamericanos del FBI, la ATF, la DEA y el ICE, el fortalecimiento de la relación para el entrenamiento de policías de Coahuila, de acuerdo con comunicados en Wikileaks entre el cónsul de Monterrey y Homeland Security. Algunos policías entrevistados conservan todavía diplomas y certificados de sesiones de trabajo con sus colegas estadounidenses.
Puso en marcha el “Modelo Coahuila”, que duró poco más de un año y acabó con 16 militares en diferentes mandos de la seguridad pública.
En agosto, Armando Luna Canales, entonces secretario de Gobierno, presentó a la policía de élite, bautizada como Grupo de Reacción Inmediata. De 700 aspirantes, solo 100 fueron admitidos. Apenas 56 acabaron el curso.
“Hoy tenemos en el país nuevos retos; vivimos situaciones que nunca antes habíamos tenido, y ustedes son la respuesta a esos desafíos porque están mejor capacitados para tareas que antes no hacíamos, y están mejor preparados no sólo físicamente, sino anímica y emocionalmente”, dijo Canales.
Después de que este periodista pidiera una entrevista con Humberto Moreira, desde la oficina del exgobernador contestaron con la siguiente declaración: “Cuando fui gobernador las direcciones de las corporaciones de la policía estuvieron a cargo de militares, en su mayoría en retiro. La corporación a la que se refiere (la policía de élite) existía, pero era muy reducida. En el siguiente sexenio se despidió a los generales y se dio mayor poder a ese grupo que después se convirtió en Fuerza Coahuila. Yo creo que la persona indicada sería el que sucedió en el cargo”.
Su sucesor en la gubernatura fue su hermano, Rubén Moreira, quien actualmente es presidente de la Junta de Coordinación Política de la Cámara de Diputados. Se buscó su postura a través de comunicación social del Partido Revolucionario Institucional (PRI), sin respuesta.
A partir de 2011, la violencia se desató en Coahuila.
En marzo de ese año se perpetró la matanza de Allende, donde Los Zetas secuestraron, mataron y desaparecieron a 300 personas después de una traición interna y un operativo fallido con participación de la DEA. En septiembre de 2012, 132 reos se fugaron del penal de Piedras Negras, un lugar usado por Los Zetas para entrenar sicarios, desaparecer personas y operar la zona de la frontera. El 3 de octubre la policía de élite mató a un sobrino de Miguel Ángel Treviño, uno de los líderes de Los Zetas. Horas más tarde, Los Zetas mataron al hijo de Humberto Moreira, en Acuña, otra ciudad fronteriza a una hora de distancia de Piedras Negras. Una semana después, Heriberto Lazcano, jefe de Los Zetas, moría en un enfrentamiento con la marina en otro municipio de Coahuila. Su cuerpo sería robado de la funeraria local.
Al tiempo que Los Zetas se debilitaban y se convertían en un grupo desarticulado y con menos poder, la presencia de la policía de élite comenzaba a ser más habitual en las calles de Piedras Negras. A partir de finales de 2012 los habitantes de la ciudad se acostumbraron a ver a estos agentes patrullando a bordo de camionetas negras sin placas. Un tiempo después el nombre GATE estaba impreso en las puertas. Algunos de estos policías portaban en sus chalecos y sus fusiles el estandarte de una calavera, un símbolo que con cambios de diseño ha permanecido hasta hoy como su distintivo informal.
Jacobo acabó huyendo de Piedras Negras. Hoy vive en otro estado, alejado de cualquier tarea policial. Su pasado lo tiene registrado en un USB con documentos y fotografías sobre desapariciones y asesinatos. En un momento de la conversación da doble clic en una de las carpetas de la memoria y comienza el relato en el mismo tono de quien repasa un álbum familiar. Hay fotos de personas que sus jefes le pidieron ejecutar para tener el control de la plaza. Otras de excompañeros que traficaban droga. De víctimas que después de ser torturadas acababan en el río. De cuerpos puestos con mantas para atribuir el asesinato a Los Zetas cuando los autores habían sido los gates.
EL CONTROL DE LA FRONTERA SILENCIADA
Un mes antes de palpar el muro lleno de impactos de bala, Osvaldo Martínez estaba en prisión. La policía estatal lo acusó de robar un hacha. Él alega que pertenecía a su esposa. Pasó algo más de medio año en una celda. En la cárcel, se consuela, al menos pudo frecuentar a uno de sus hijos, que lleva dos años encarcelado acusado por otro robo a pesar de que el testimonio de un sentenciado por ese delito lo exonera.
El 27 de mayo de 2014, según la carpeta de investigación, un grupo de gates secuestró afuera de su casa a Billy, que entonces tenía 19 años. Una hora después, uno de sus hermanos fue a buscarlo al palacio de justicia, pero le dijeron que no estaba ahí. Otra hora después, una camioneta negra con rótulos blancos en los que se leía GATE fue a la casa de Osvaldo Martínez. Tres policías bajaron del auto, apuntaron contra él y le dijeron que dejara de estar preguntando. Un disparo al auto familiar fue la última advertencia antes de marcharse.
A pesar de las amenazas, la familia Martínez decidió denunciar a la policía de élite ante la fiscalía y la comisión de derechos humanos.
Lizbeth, la hija de Osvaldo Martínez, recuerda que dos años después, cuando era menor de edad, un grupo de policías la metieron con su padre en una patrulla. En la comisaría a él lo desnudaron y lo empezaron a golpear con una tabla. A ella la obligaron a mirar cómo torturaban a su padre.
Entre 2011 y 2013 empezaron a llegar quejas sobre el GATE y otros grupos similares del estado como “Cobra” y “Grom” a la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Coahuila (CDHC),
“Los acusaban de uso excesivo de la fuerza, accionaban armas de fuego. Llegamos a conocer ejecuciones sin que hubiera un motivo para realizar los disparos. Las quejas eran constantes. Que se metían a las casas a la fuerza. Que se llevaban a gente detenida. Los que aparecían con vida eran puestos a disposición con droga, con armas de fuego, e inclusive, a algunos los desaparecieron”, recuerda un funcionario que trabajaba en el centro durante aquella época.
Rubén Moreira había sucedido a su hermano como gobernador de Coahuila. El presidente de la CDHC era Armando Luna Canales, secretario de Gobierno con Humberto Moreira. El hombre que había presentado en sociedad a la policía de élite ahora era el máximo responsable de decidir sobre las quejas contra ella.
Otro trabajador del centro asegura que en aquellos años sus jefes llegaron a pedirles que dejaran de levantar tantas quejas en contra de la fiscalía y del GATE. “Lo decían los superiores que teníamos en ese momento. En una reunión que llegamos a tener nos dijeron que ‘vamos a tratar de apoyar al gobernador, en ese sentido vamos a tratar de no levantar tantas quejas’”.
En 2013 Luna Canales regresó a la secretaría de Gobierno. Las quejas ante la CDHC aumentaron. En un año se duplicaron (512) y en 2019 marcaron su máximo: 758. En total la comisión ha recibido 5,758 quejas sobre los policías de élite. Las recomendaciones, donde la CDHC sí señala directamente a las autoridades de violar los derechos humanos, también se incrementaron.
De acuerdo con el libro de Gobierno sobre policías especiales al que esta investigación tuvo acceso, de 2013 a 2015 hubo solo 11 denuncias, para 2015 fueron 58. En 2017, alcanzaron las 90. La mayoría fueron por tortura, pero también por allanamiento de morada, homicidio y desaparición forzada.
La abogada Ariana García del Bosque, quien acompaña el caso de Billy, y es asesora jurídica en la Asociación Civil Familias Unidas en la Búsqueda y Localización de Personas Desaparecidas, comenzó a escuchar en 2013 sobre varios casos de desaparición forzada. Al poco de investigar, descubrió que quien estaba detrás de muchos de ellos eran los policías que patrullaban en camionetas negras. En su archivo guarda 168 investigaciones por desaparición forzada que apuntan a diferentes autoridades: 118 personas fueron localizadas con vida, ocho muertas y 42 continúan desaparecidas. El último caso de desaparición que acompaña ocurrió hace apenas tres meses.
García del Bosque se ha convertido en una de las pocas voces públicas de denuncia en una ciudad silenciada. Eso le ha valido para recibir amenazas de la policía y vivir con una escolta que la acompaña a todos lados desde que el 14 de abril de 2015 la Comisión Nacional de Derechos Humanos le otorgara medidas de protección.
“Es evidente que hay una estructura (policial) que está soportada por el Estado. Las maniobras que están realizando no son en aras de la protección, sino en aras de un control de la delincuencia. Y este control tiene que ver con el trasiego mismo y distribución del narcótico, y el control del paso de los migrantes a los Estados Unidos”, dice con determinación. “Este mecanismo lo están implementando para actos ilícitos. Hay un grupo de policías estructurado, con un poder, con protección e impunidad, creado desde el propio Estado… ¿Para qué? Esa es la pregunta… ¿Cuál es el objeto del aparato del Estado? Para mí la respuesta es para seguir sosteniendo el poder”.
Roberto, el exgate que asegura haber enterrado un cuerpo en la hacienda del muro, define a sus excompañeros como “el cartel de la zona” por cuatro razones:
Trasladan armas como criminales.
Tienen puntos de venta de drogas como crimen.
Trabajan en conjunto con criminales a los que les prestan uniformes.
Torturan, secuestran, matan y desaparecen personas como criminales.
Su carrera comenzó en la policía municipal de la ciudad de Torreón, la segunda en importancia de Coahuila, cuidando parques. Al poco tiempo empezó a extorsionar pequeños negocios como pollerías o tortillerías. Un día sus superiores lo llamaron a su despacho. Él creía que lo iban a correr por corrupto, pero le ofrecieron entrar al GATE.
La primera generación de la policía de élite fue adiestrada por un español, José Ortíz Rodríguez, que se hacía conocer como ‘Odín’. De acuerdo con diversos testimonios de policías y la prensa local, era un especialista en contrainsurgencia. A Roberto lo entrenaron exmilitares mexicanos.
“Era más disciplina, era más estrés. Primero era puro psicológico. ‘¿Qué estás haciendo aquí? Eres una porquería. Que deberías estar en tu casa’. Ya después es pura resistencia física. No te dejan dormir. Te levantan a las cinco de la mañana, había un frío… Te ponen a correr, te meten hasta el cerro descalzo, te mojan. O sea, así de que tienes que aguantar, tienes que aguantar, hacen que llores, que te revuelques”, recuerda sobre su periodo de entrenamiento de seis meses. Dice que de los 50 compañeros de su su generación al menos 20 eran exmilitares y dos exmarinos.
Los gates hacían operativos en toda la frontera de Coahuila, en los municipios de Hidalgo, Guerrero, Piedras Negras y Acuña. En sus seis años en el grupo, había días en que Roberto buscaba en las brechas, cerros y rancherías a las afueras de Piedras Negras lugares para que la policía enterrara a sus víctimas. A veces encontraban tambos metálicos donde Los Zetas deshacían personas en ácido.
Otros días se dedicaba a las drogas: “A los mojados los ponían, los obligaban. Y eso sí me tocó. Hasta los llevaron a torturar. Bueno, los torturamos para que vendieran droga. Se la dábamos y ya y los poníamos en puntos de Piedras Negras. O los poníamos en puntos en Acuña, o los mandábamos a que nos dijeran quién estaba vendiendo”.
En un par de ocasiones, también presenció cómo algunas camionetas del grupo llegaban con “armas decomisadas” desde los municipios más lejanos, pegados con los estados vecinos de Monterrey y Tamaulipas, saltándose cualquier protocolo y sin avisar a nadie. “Eran armas sin número de serie y con tierra porque acababan de ser desenterradas”.
En ese tiempo, Alejandro, quien llevaba más de diez años dentro de la policía estatal de Coahuila, empezó a notar que los gates operaban de forma distinta. “Estábamos en una reunión y reportaron un enfrentamiento, un grupo operativo de aquí de Coahuila (el GATE) estaba de responsable de turno. Y mando a mis elementos a que fueran a verificar. Cuando llegaron ya no nos gustó porque eran unas personas que no traían armas y, a las horas, sin que nos dejaran arrimar, ya habían aparecido con armas en las manos. Estaban ya trabajando como no debe ser”.
Lucía, otra policía estatal, presenció algo similar en un código rojo: un aviso que se activa ante un suceso importante y al que tienen que acudir todas las policías. En aquella ocasión, dice, miembros del GATE mataron a tres personas.
“Una de ellas, por lo que yo tenía de información, sí se dedicaba al tráfico de personas, pero las otras dos no. Una trabajaba en Rassini, de hecho, traía la camisa de la empresa, y otro chavo, también traía una de otra fábrica. Se acordonó el área y todo y me tocó ver que les ponían las armas, porque ellos no traían armas, no traían armas. Entonces, por así decirlo, les sembraron las armas para quitarse de problemas”.
—¿De dónde habían sacado las armas? —, se le pregunta.
—De los mismos decomisos—, responde Lucía. Ellos se dedicaban, más que nada, a eso: a las armas, a la droga. Cuando ponían droga (presentaban un decomiso ante el Ministerio Público), agarraban droga, cuando ponían armas, tomaban armas.
El GATE nació sin una regulación. En junio de 2014 se publicó la Ley Orgánica de la Comisión Estatal de Seguridad del Estado de Coahuila que reguló su creación, aunque sin precisar sus funciones y organización. Pero según 12 testimonios de policías, la corporación seguía funcionando bajo sus propias reglas.
Desde 2009 la policía de élite se ha llamado Grupo de Armas y Tácticas Especiales, luego Fuerza Coahuila, después Policía de Acción y Reacción, Policía Especializada de Coahuila, Policía Civil de Coahuila, y ahora Policía Estatal. Lo que no ha cambiado en los últimos años, según la abogada, exintegrantes de la corporación, policías en activo, víctimas de desaparición, informes académicos, testimonios de los Zetas, documentos oficiales y carpetas de investigación es que cualquier actividad ilegal pasa por ellos.
Lizbeth Martínez lo resume así: “Ellos tienen el control”.
Las autoridades, sin embargo, siempre lo han negado.
En 2015, varios medios de comunicación publicaron un vídeo en que se veía cómo elementos del GATE, acompañados de militares, ejecutaban a una persona en un auto. La respuesta del entonces secretario de Gobierno de Coahuila, Víctor Zamora, fue acusar a los medios de servir de vehículo de una campaña de desprestigio contra el grupo policial.
“Todos los videos que se han presentado de los gates son falsos, ya los analizamos. Hay una campaña de Los Zetas y seguidores contra los grupos tácticos de Coahuila, yo no sé si quieren que regrese el crimen organizado al estado y que no podamos salir a las calles como lo hacíamos antes”, dijo Zamora.
El 23 de enero de ese año, Lorenzo Alexander, un chico de 16 años, apareció muerto con un disparo en la cabeza a las afueras de Piedras Negras, dos días después de su desaparición. Su padre, Lorenzo Menera, presentó una denuncia directa contra el GATE por el asesinato de su hijo después de que unos policías le dijeran que el grupo había sido el responsable.
Como la familia Martínez, Lorenzo Menera también denuncia que sufrió hostigamientos por señalar al GATE. En su caso, dice, destrozaron su rancho.
Menera se convertiría en un apellido público en Piedras Negras. Lorenzo padre se presentó a las elecciones por la presidencia municipal, que perdería contra Sonia Villarreal, la actual secretaria de Seguridad Pública de Coahuila. El otro integrante de la familia que alcanzaría publicidad fue Juan Nelcio Espinoza Menera, el primo de Lorenzo hijo.
Desde que su primo fue asesinado, Juan Nelcio se dedicó a recorrer Piedras Negras por las noches en su propio auto, ataviado con carteles de “prensa”, para hacer transmisiones en vivo sobre detenciones de policías, balaceras, asaltos, ejecuciones. “El Valedor”, como era conocido, tenía una página en Facebook con más de 150 mil seguidores.
El 21 de agosto de 2020, Juan Nelcio transmitió por última vez. El vídeo duró una hora y 22 minutos. Las últimas escenas que grabó su cámara muestran a miembros de la policía de élite de Coahuila afuera de una tienda de conveniencia. “Siguen llegando unidades a toda velocidad… Si algo llegase a pasar en este tiempo se lo vamos a dar a conocer… Dios me los bendiga, Dios me los guarde. Gracias a todos. Valedor Tv”, relata Juan Nelcio.
Horas más tarde la Fiscalía General del Estado de Coahuila emitió un comunicado anunciando que Juan Nelcio había sido detenido por agresión contra elementos de seguridad y que cuando era trasladado al Ministerio Público presentó dificultades para respirar y murió.
“Conociendo el actuar de este narcogobierno, pues, yo decidí contratar un perito médico forense particular. Y yo, con mi hermano, quería ver el cuerpo tal como estaba. Y pudimos constatar como estaba torturado”, dice Lorenzo Menera.
Un año más tarde la organización Artículo 19 agregó a “El Valedor” a la lista de periodistas asesinados al confirmar que hubo tortura por autoridades estatales.
Un día de mayo de 2021, a unos metros del letrero que da la bienvenida al estado de Coahuila había un retén de camionetas blindadas de color negro con el logo de Fuerza Coahuila. Los policías tenían cubierta la cara y en su uniforme, en el arma y los cartuchos lucían una calavera. Unos kilómetros más adelante, había un retén militar.
En Coahuila, según Ricardo Martínez Loyola, comisionado estatal de búsqueda, anualmente hay entre 56 y 90 casos de desaparición. Los años con más casos se registran durante la época de dominio de Los Zetas, pero desde 2014 se mantienen. “Ahora mismo hemos advertido en la región norte que muchos casos tienen que ver con detenciones que se realizan por fuerzas de seguridad”, dice Loyola.
Si uno sigue la misma carretera, siempre paralela a la frontera con Texas, hasta entrar en el estado de Tamaulipas, otro de los emblemas de la violencia de estos 15 años de guerra contra el narcotráfico en México, son 144 kilómetros de línea recta en los que los puestos de las autoridades desaparecen. Es común que desde el desierto salgan camionetas con gente vestida con ropa de camuflaje para vigilar los coches que circulan. En esta misma zona, en el pueblo de Villa Unión, el 30 de noviembre de 2019 un comando con al menos 60 civiles armados pertenecientes al Cartel del Noroeste, una escisión de Los Zetas, se enfrentaron con policías estatales. Murieron al menos 24 personas.
A pesar de todas las denuncias acumuladas en estos 12 años, sobre todo después de que Los Zetas dejaran de controlar el territorio, la policía de élite sigue siendo una de las fuerzas más visibles en esta zona de la frontera con Estados Unidos como hace siete años, cuando Roberto traficaba droga y enterró a una persona después de asesinarla.
En el terreno del muro, Osvaldo Martínez arrastra una varilla mientras reflexiona sobre los siete años de búsqueda de su hijo Billy. “Mi esposa anduviera aquí, pero como no aguanta, llora y llora… adónde vaya”, dice. “Yo volteo a todos lados porque tengo miedo, pero a la vez ya no tengo miedo de irme”. Su caminar lento enmarca su tono resignado cuando habla de la policía: “Se vuelven un monstruo y pos… se hacen elefantes y ya no los mueven”.
Una Guerra Adictiva es un proyecto de periodismo colaborativo y transfronterizo sobre las paradojas que han dejado 50 años de política de drogas en América Latina, del Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP), Dromómanos, Ponte Jornalismo (Brasil), Cerosetenta y Verdad Abierta (Colombia), El Faro (El Salvador), El Universal y Quinto Elemento Lab (México), IDL-Reporteros (Perú), Miami Herald / El Nuevo Herald (Estados Unidos) y Organized Crime and Corruption Reporting Project (OCCRP).