Camino difícil

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La GM salió de la Dirección de Seguridad con las manos temblorosas y las llaves de una patrulla en la mano. Al doblar en el jardín Municipal de Riva Palacio, el latido le volvió al cuerpo cuando vio a Galindo ahí parado junto a un puesto de elotes: camisa blanca, pantalón de mezclilla, morral y huaraches limpios. La GM se le acercó en dos zancadas.

Por: Mariana Calderón /Ilustración por Maricarmen Zapatero

El novio más serio que tuvo Magdalena Macías, en vez de decirle Gorda, le decía Gordita. Empezaron a andar cuando ella tenía diecisiete años, y ya para cuando tenía diecinueve llevaba un año en la Academia de policía y seguían juntos. Ramiro era alto y dientudo, pero todas decían que tenía su chiste. No tomaba, no era mujeriego, nunca la contradecía y siempre le caminaba un paso atrás, como lacayo de alguna antigua monarquía.

A la Gorda Macías le incomodaba tanta devoción, pero se obligaba a querer a Ramiro y le contaba cosas que a nadie más, como que ella, ante su abuelo, nunca sabía decir que no.

—Ramiro es buena gente, le dijo una que por entonces se decía su amiga, y tú tampoco es que vayas a tener muchos pretendientes.

Lo normal para todos era que se casaran, y la Gorda lo hubiera hecho de no ser porque Ramiro le pidió matrimonio justo en la fiesta de los noventa años de su abuelo, frente a él y al resto de la familia. Y aunque en ese momento Magdalena le hubiera dicho que sí, con solo verle la cara Ramiro supo que nunca llegarían a casarse. El compromiso terminó ahí mismo, tan pronto como había empezado, y a partir de entonces la Gorda tomó el consejo de su abuelo:

—Un buen poli, mi Magda, aprende a tener siempre la misma cara, para que nadie pueda leerle las debilidades.

Muchos años después, nadie pudo leer en Magdalena Macías, ya conocida entre los municipales como la GM, el enojo que le provocaba Efraín Galindo, apostado en la Dirección de Seguridad Pública de Jojutla desde las seis de la mañana. Maldonado dijo:

—¿Qué chingados querrá este acá? Si ni estamos en su jurisdicción…

Galindo era un profe rijoso y respondón de la Normal Rural de Amilcingo. Sabían que era bueno para dar lata con sus marchas, plantones y tomas de secretarías en Cuautla; le caía bien a la gente, pero no al gobierno porque era aficionado a echarles pestes. Como había llegado muy gallo, la GM ordenó que lo hicieran esperar lo más que se pudiera.

—¿Y eso para qué, mi GM?, dijo Zamudio.

—Ah pues para que no me cuentee y me diga bien derechito qué chingados quiere, que los profes son muy habladores y cuando traen energía hasta dos horas enteras les dura el discurso.

Pasado el mediodía, cuando la poli de la ventanilla ya había regresado de comer, Galindo estaba de pie:

—¿A qué hora lo tienden a uno aquí, pues? Su voz en grito fue la pauta para que la GM al fin lo recibiera.

Lo observó con expresión neutra: moreno y tirando a pelón por las entradas, camisa blanca, pantalón de mezclilla, lentes de marco fino y la boca engañosa de los que parecen estar siempre sonrientes.

—Esa es una ventaja, solía decir Galindo, porque casi todos me toman por pendejo y luego doy el campanazo.

La GM dijo:

—A ver pues, no hace falta que grite, ¿cuál es su asunto?

Según lo planeado, un Galindo hambreado, acalorado y con el dolor de espalda que dan los asientos de la sala de espera, sacó de su mochila un folder lleno de papeles y fue breve: estaba ahí con la intención de encontrar a uno de sus alumnos, desaparecido ya hacía varios meses cuando se fue al balneario de las Estacas con su novia, que era de Jojutla. Las autoridades de Tlaltizapán, donde estaba el balneario, habían dado puras respuestas tibias. Galindo le dio copia de todas las actas, averiguaciones y denuncias.

—Escúcheme una cosa, señora Macías, empezó a decir Galindo, y justo en ese momento la GM dio un manazo al escritorio: no, no, no mi profe, yo no soy señora de nadie, y nadie que no vaya a ser mi marido puede decirme así. Yo a usted le digo profe porque por algo se echó sus buenos años en la Normal, así que tenga la decencia de decirme como se le dice a quien se chingó lo propio en la academia de policía del estado de Morelos.

Contra todo pronóstico, Galindo soltó una carcajada en la que dejaba claro que estaba hasta la madre:

—Mire, está bien oficial, oficial primero, comandante, sargento o como quiera que sea el título que mejor le llene a usted el ego, yo aquí le dejo, con dos fotocopias, las denuncias de lo que corresponde hacer por ley, pero escúcheme una cosa: Manuel Marcial era un estudiante que desapareció con una muchacha de su pueblo, y si a usted, sargento, oficial o jefa de jefas no le da la gana investigar, lo investigará otro de más arriba, porque si algo yo sé hacer bien es chingar mucho la madre.

Cuando se fue, la GM le ordenó a Zamudio que le siguiera los pasos a Galindo, que se regresaría a Cuautla en el Estrella Roja de las cinco. Mientras tanto, ella se dedicó a revisar los papeles que él le había dejado. Reportes de desaparición, averiguaciones previas, antecedentes. La novia de Jojutla: Claudia Contreras. La GM frunció los labios, se rascó la cabeza, y pensó en lo cabrón que era a veces el destino.

—Que nadie te lea el coraje ni tampoco la sonrisa, Magda.

Sin saber por qué, antes de ir a interceptar a Galindo la GM se revisó de forma inútil el peinado: su cabello seguía tan necio como siempre. Antes de subir a su camión, Galindo hacía malabares con su celular y un vaso de nanches con limón y sal, para no dejar de comer mientras mentaba madres. La GM lo abordó con calma:

—Fíjese que ya revisé sus papeles, véngase a dar una vuelta. El profe miró su reloj y tres veces abrió la boca para hablar sin terminar de hacerlo.

—No se asuste, profe, dijo Zamudio.

Apenas se trepó en los asientos traseros de la camioneta patrulla, Galindo dijo:

—Yo no les tengo miedo.

—Ah, pues qué bueno, dijo la GM, así está usted más a gusto en la paseada que vamos a dar.

 Por el espejo retrovisor podían verse los ojos negros de Galindo ir para todos lados: a la manija de la camioneta, al freno de mano, a rejas y ventanillas. Nada pendejo, calculaba cómo podría escaparse en caso de tener que hacerlo, y cómo sobrevivir si hacía falta. Listo para la improvisación, como buen profe rural. Si no hubiera aprendido a esconder sus reacciones, la GM hubiera sonreído.

Ya por la carretera a Tequesquitengo, la GM volvió a hablar:

—Mire, profe, hace poco se firmó aquí el acuerdo del Mando Coordinado, un esfuerzo estatal en la lucha contra el crimen organizado, o alguna pendejada así dicen en los periódicos, ¿verdad? Pero lo que eso quiere decir en pocas palabras es que la policía de Zacatepec, o la de Tlaquiltenango, puede intervenir en cosas de Jojutla si lo creen pertinente, y pues entonces pasa que tengo el pueblo lleno de halcones, ¿me sigue?

Como cada reforma y cambio que viniera de Cuernavaca, o peor, desde el gobierno federal, el Mando Coordinado era otra de esas cosas que el Gobernador venía a inaugurar, y luego entre confeti y música de banda se despedía de un pueblo al que olvidaría el resto del año, a menos que hubiera muertos de más. Mientras tanto, las denuncias de desaparición no dejaban de ser una burocracia complicada y más bien inútil. Por eso necesito saber de su muchacho, que me cuente, pues. Galindo, desconfiado de los polis como cualquier profe, dijo:

—Ahí le dejé las denuncias, écheles un ojo. Y ni crea que con sus intimidaciones me va a asustar. Si algo me pasa, voy a dejar avisado que sea a usted a la primera a la que investiguen. Ahora regréseme a la central camionera.

En los días siguientes, la GM volvió al caso de Claudia Contreras. Las averiguaciones de Tlaltizapán estaban hechas con las patas y se notaba que ahí nadie chicoteaba a sus polis para que escribieran reportes legibles. De todas formas, poco valía: que si el mando coordinado, que si el mando único, que si el enlace federal… En los últimos años la forma de componer las denuncias había cambiado tantas veces que ya nadie sabía cómo hacer las cosas y a veces La GM se preguntaba si aquello sería a propósito.

Su abuelo siempre decía: “un buen poli no deja que las pistas se le enfríen, Magda.” Y en la práctica, ella había comprobado de primera mano que después de dos semanas la gente ya no se acordaba de fechas, de caras ni de nada. Si esperaba que los papeles llegaran a la Policía de Investigación Criminal en vez de moverse pronto, quedaría muy poco por hacer. Por eso Jojutla tenía su propio sistema:

—El trabajo oficial lo cumplimos como mejor se pueda, y lo que haya que averiguar lo hacemos en la calle; ni me pierdan el tiempo en agarrar gente que nomás cargue droga, que esa es batalla perdida. La energía me la dejan reservada para quien violente a la población civil.

Claudia Contreras estaba en la cuenta de desaparecidos que tanto coraje le daba llevar. No la cuenta de cifras maquilladas que los mandos de Cuernavaca les hacían entregar, sino la cuenta de verdad, con nombre, familia y, si había mala suerte, también una tumba. A Claudia la habían encontrado en una fosa clandestina que operaban los Rojos en Temimilcingo. Con mucho tacto y mucho billete, en una labor de contrasoborno, término acuñado por ella misma, la GM había podido negociar con los municipales de ahí que le dejaran sacar el cuerpo solo para darle un entierro digno, sin hacer preguntas ni acusar a nadie de nada.

Desde entonces ella quería sacar a todos los muertos de ese terreno, la fosa personal de Armando ‘El Sacamuelas’ Alcántara, un narco de Yautepec que mataba y secuestraba más que ningún otro por la zona, en absoluta impunidad al ser el sobrino del presidente municipal de Tlaltizapán. La GM al fin estaba cerca de poder tronarlo. El problema era hacerlo sin que eso provocara un margallate en su pueblo en el que ella misma y su gente acabaran en un hoyo. Maldonado dijo:

—Pues si queremos que la federal intervenga sin quedar nosotros como soplones, muévale con esos, mi GM, los de las asociaciones civiles. Aunque la verdad esos antes confían en el diablo que en un poli.

Necesitaban a Galindo. Y aunque a la GM no le costó dar con él, sí le costó bastante hacerlo volver a Jojutla.

—Ya sé algo de su muchacho, pero necesito que me haga un favor.

Al final Galindo volvió, y cuando lo vio bajar del camión que venía de Cuautla con sus pantalones de mezclilla, sus huaraches de poco uso y su camisa azul celeste, la GM sintió una cosquilla traicionera que supo ocultar. Por precaución, lo abordó como si fuera a revisarle la mochila.

—Por lo pronto vamos a hacer como que usted viene por algún asunto personal; luego vaya a la fonda La Leyenda de los Volcanes, coma tranquilo y yo ahí lo encuentro.

Cuando la GM necesitaba verse con alguien en privado, llegaba a La Leyenda de los Volcanes por la puerta de atrás y la dueña le acomodaba una mesa en un patio con piso de cemento, cercado de platanares. Sobre la mesa había dos Coronas frías; al poco Galindo se sentó frente a ella y le sostuvo la mirada.

—Mire, profe, para encontrar gente yo tengo mi sistema; capaz ando a ciegas, pero ya aprendí para dónde dar los palos. Y no sé si lo que vayamos a hacer se llama justicia, pero de que vamos a dar con su muchacho, vamos.

Después de un largo silencio, Galindo dijo:

—Háblame de tú. Y dime como para qué eres poli si sabes que no se hará justicia.

La GM le dio un trago a su cerveza.

—A ver, ¿y tú para qué eres profe si tus alumnos de todos modos van a ganar más si se meten de sicarios?, ah, verdad.

Risas, de las inesperadas. Hacía mucho que Jojutla no era el pueblo donde su abuelo había sido policía, pero qué se iba a hacer. “Somos gente terca y de camino difícil”, decía don Florencio Macías cuando aún vestía el uniforme y dejaba a su nieta Magdalena desarmar y limpiar su carabina.

—Ya sabes cómo están las cosas en el estado, Galindo, y con los malos no queda más que entenderse. Galindo dijo:

—Está bueno, pero la confianza, cuando es confianza de veras, es carretera de doble sentido.

Durante las semanas siguientes, y por primera vez, la GM le confió a alguien que no fuera un poli de los suyos la forma en que mantenía a Jojutla en paz, o al menos en paz para los que no la debían, pero siempre la temían. Si se quería saber de alguien, había que hablar con la gente adecuada: los basureros, que siempre saben de lo que se dejaba tirado; los despachadores de gasolina, que ven gente pasar a todas horas, y si se busca a un muertito oficial, en Jojutla o en pueblos cercanos, se habla con una rezandera.

Lo feo del asunto era que el muchacho de Galindo seguro estaba muerto. Lo bueno, que la GM estaba casi segura de dónde estaba su cuerpo y también de que el culpable de su desaparición era el Sacamuelas.

Ahora, dos veces por semana, la GM se juntaba con Galindo, que acumulaba información para empezar a apretarle el cuello a los corruptos de Tlaltizapán. En uno de sus avances encontró la forma de que Hacienda se le echara encima al dueño del terreno donde estaba la fosa, un empresario de Cuernavaca que vendía carros usados y que además era cuñado del presidente municipal.

Había que desmadejar de a poco la corruptela.

—Los políticos son así, decía Galindo, cuando empieza el sálvese quien pueda, para escapar vivos acusan hasta a su propia madre.

Contra el Sacamuelas, la GM tenía la autopsia de Claudia Contreras, que en su momento insistió a la familia en hacer. El lodazal del municipio vecino saldría pronto, y el profe, discreto, tenía con él cada vez a más gente en busca de sus desaparecidos, todos con su denuncia pertinente para que no les vinieran luego con sorpresas.

Galindo y la GM se llamaban seguido. Él le contaba sus avances con las asociaciones.

—Y tú que querías resolver esto con puros papeles, le decía la GM y él se reía.

Lo mejor de hablar por teléfono era que Galindo no podía ver que cuando hablaban ella daba vueltas por la casa, se miraba al espejo, se acostaba en el sillón, se cambiaba de peinado y ponía una cara de pendeja que ni ella misma se aguantaba, tal vez para compensar que en sus reuniones en La Leyenda de los Volcanes siempre estaba seria y a lo que iban.

Cuando la posibilidad del golpe federal ya se sentía cerca, Galindo le dijo:

—¿Y por qué no haces esto a título tuyo? Le avisas a la Guardia Nacional y capaz hasta una medalla te darían.

Como se lo dijo al teléfono, la GM se permitió una risa:

—Se supone que un buen poli hace quedar bien a sus superiores, pero los superiores de estos rumbos ya sabes tú para quién trabajan. Lo que a mí me funciona mejor es que crean que me hago pendeja, eso sí que los deja contentos.

La presión periodística empezaba a aturdir tanto al gobierno de Tlaltizapán, que El Sacamuelas ya estaba listo para ir a tronar a quien anduviera molestando a su tío, quien por tanto tiempo le había hecho de tapadera. Era el momento de alertar a los federales. Poco antes, la GM y Maldonado blindaron a la municipal de Jojutla de toda sospecha: le dieron el pitazo —tardío— al Sacamuelas de que los pesados irían tras él. El operativo de la Guardia Nacional fue aparatoso y por todo lo grande, con allanamientos, balaceras, retenes y detenciones. El Sacamuelas se había pelado, pero sus dos hermanos no, y contaban que al final hasta al presidente municipal se habían llevado en una patrulla para que no acabara linchado.

Durante un buen rato la tensión del operativo federal distrajo a la GM de su celular, que tenía cuatro llamadas perdidas de Galindo. Al marcar de vuelta, el teléfono la mandó a buzón. Sintió que las costillas le sacaban el aire de los pulmones.

—¿Supo algo del profe? le preguntó a Maldonado y él le dijo que no, que desde antes del operativo todos los activistas estaban avisados de resguardarse. Llamó dos, cinco, diez veces, pero Galindo no contestaba.

Zamudio y Maldonado veían el noticiero nacional con su encabezado en amarillo: duro golpe al Cártel de Los Rojos en Morelos, pero ella solo podía pensar en las llamadas perdidas, en otras fosas y en otros tiros de gracia que los narcos como el prófugo Sacamuelas daban y podían dar en cualquier lado.

—Capaz la cagamos en avisarle, cómo pude haber dejado que se pelara ese, que ni necesita enojarse para dispararle a todo.

La GM salió de la Dirección de Seguridad con las manos temblorosas y las llaves de una patrulla en la mano. Al doblar en el jardín Municipal de Riva Palacio, el latido le volvió al cuerpo cuando vio a Galindo ahí parado junto a un puesto de elotes: camisa blanca, pantalón de mezclilla, morral y huaraches limpios. La GM se le acercó en dos zancadas:

—¿Por qué no contestabas al teléfono, cabrón?

Sonrisa lenta:

—Me quedé sin pila.

—Ah… no deberías andar por aquí haciéndote el como si nada, que alguien puede sospechar.

Galindo dijo:

—Pues si sospechan diles que andamos noviando, y asunto acabado.

La GM quiso reír, pero solo rodó los ojos.

—Vamos a dar una vuelta.

Se subieron a la patrulla, y a pesar de los halcones y los chismes, la GM lo dejó subir en el asiento de copiloto. Entraba un aire tibio por la ventanilla se enfriaba al pisar el acelerador. Galindo se veía tristón, pero en paz: esto salió bien.

—Tu muchacho no va a volver, dijo la GM, hay como treinta muertos enterrados en esa fosa, el Sacamuelas se peló, nada salió bien.

—Pero está mejor que antes, a ver, ¿si no para qué pues te dedicas a esto, Magda?

La GM dijo:

—Porque soy gente de camino difícil, me viene de familia.

—Mira, ya somos dos, dijo Galindo.

Y aunque la Magdalena Macías no sonriera, el profe supo leer en su cara que, después de todo, estaba contenta.

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