La escolaridad torna insaciables a los hombres sin estructura. Apuestan todo a la escolaridad. El orbe de la institucionalidad —que es decir del país de las ilusiones— cae rendido a sus pies, y lo valoran con ungida admiración.
Por: Eusebio Ruvalcaba. Texto tomado de Fundación Eusebio Ruvalcaba
1) Algo mata la escuela. Algo vivo, como una llama que alguna vez se creyó inagotable.
2) Algo daña la escuela. Hay una suerte de esperanza sobrenatural en la escolaridad. Una fe ciega en que la escuela resuelve todos los problemas del hombre moderno —moderno desde hace doscientos años. Quien no asiste a la escuela se cierra las puertas del éxito, que es decir del paraíso. Así de simple. No tiene cabida en ninguna esfera, llámese social, intelectual, vamos ni siquiera en el crimen organizado. Al punto de que ese individuo puede hacer algo con destreza impensada —por ejemplo, tocar un instrumento; por ejemplo, diseñar alfombras, o hacer muebles—, pero si no aprendió esa destreza en la escuela, o cuando menos si no pasó por la escuela, se le considerará un primate adiestrado y nada más. Acaso un primate diestro y gracioso.
3) Los mediocres consideran la escolaridad el único medio para descollar. Es la clave maestra que les abrirá las puertas del sésamo. Las palabras mágicas. Cualquier esfuerzo que emprenda un hombre para abrirse paso les parecerá banal. Está visto que solo no llegará a ninguna parte. Por más esfuerzo que haga. Está abortado. Y si estudia en el extranjero, mejor, mucho mejor. Porque entonces su espíritu vendrá imbuido de preceptos que miran hacia otros lados. Hacia otros horizontes donde la inteligencia se mide bajo la óptica de otros parámetros. Hay que ver la cara de un egresado de ésos, cuando se mira al espejo todas las mañanas.
4) La escolaridad torna insaciables a los hombres sin estructura. Apuestan todo a la escolaridad. El orbe de la institucionalidad —que es decir del país de las ilusiones— cae rendido a sus pies, y lo valoran con ungida admiración.
5) La escolaridad permea de estulticia las mejores intenciones. Así sea de arrestos creativos. Es de dar risa cuando un escritor imberbe se inscribe en alguna carrera de letras para espolear su imaginación. Los maestros se encargarán de ponerle un candado, y donde antes había una fantasía desatada sólo quedará un intento enmohecido.
6) Para los portadores de gafetes —¿acaso podría nombrárseles los gafetistas?—, asistir a un congreso es motivo de dicha. Porque el gafete les da la seguridad interna, necesarísima para el siguiente paso. Y lucirlo delante de los demás es atribución de unos cuantos. Requisito indispensable del gafete: nombre, escolaridad y universidad. Cuando se sabe que ni José Revueltas ni Juan José Arreola usufructuaron un título, entonces cabe preguntarse en dónde está la gracia. Aunque esta inquietud no le quita el sueño a nadie (a casi nadie).
7) La escolaridad no vuelve sabio a nadie, así sea con todos los doctorados habidos y por haber. Pero la no escolaridad tampoco. Así que es posible toparse con la sabiduría en los minutos y los territorios más insospechados. En aquellas palabras del viejo campesino analfabeto. La escolaridad entonces se convierte en una prenda de vestir; desde luego de marca. En un traje de etiqueta que se ve divino en el lugar y el momento adecuados. Y que fuera de ahí no sirve para nada.
8) La escolaridad genera adicción. La licenciatura no basta. La maestría tampoco. El doctorado menos. Hay que seguir incorporando distinciones. Aquel hombre camina encorvado, el peso de los títulos lo aplasta. Pero qué bien se siente pasear entre la ignorancia y la miseria intelectual. Cosa de verse. Mis credenciales acreditan —de crédito— mi valor. Ahí principia y termina un hombre. Y la competencia es cada vez más despiadada.
9) Lo mejor de la escolaridad son los amigos que se adquieren en el ínter.
El autor. Nacido en la ciudad de Guadalajara en 1951 fallecido en 2017. Eusebio Ruvalcaba publicó Un hilito de sangre, Pocos son los elegidos perros del mal, Una cerveza de nombre derrota, El frágil latido del corazón de un hombre, entre otros. Afirmaba que siempre se está mejor junto a Bach que junto a un ser humano vivito y coleando, sea filósofo, escritor, cineasta o lo que sea. Decía. ¿Y de dónde proviene tanto amor a la música? Pues no hay más que una respuesta. A que su padre fue violinista y su madre pianista, de tal modo que cuando él, Eusebio, oía música, es como si regresara a la placenta.