Nadie sospechaba nada, hasta pasadas las horas, cuando divisaron una puerta abierta de par en par. Algo no estaba bien.
Era una clásica tarde de octubre. Ventosa. El frío se asomaba con pena, como si quisiera avisar que este invierno, que ya casi llega, las manos se pondrán rugosas, secas, ásperas. Lo dicho, una tarde de otoño como cualquier otra, nada en especial.
Sin embargo, el árbol que sobresale de la vivienda de doña Guadalupe, como la conocían sus vecinos de la colonia Juárez, daba más sombra de la habitual, con hojas que están ya viviendo sus últimos días antes de caer, para al llegar la primavera volver a renacer, fuertes y prodigiosas.
Y justo ese árbol, que tiene décadas de vida estando erigido sobre dos troncos torcidos, ha sido testigo de innumerables momentos de esa casa verdosa, de ese estilo clásico como si existiera ahí desde los años setenta.
Sin embargo, la tarde de ese miércoles, nadie imaginaría que debajo de él, entre el cobijo de su callada sombra, entraría un hombre, uno al que algunos vecinos señalaron vestido con ropas oscuras.
Nadie sospechaba nada, hasta pasadas las horas, cuando divisaron una puerta abierta de par en par. Algo no estaba bien.
Ya tenía tiempo, y no era habitual verla así, mucho menos cuando ya la oscuridad comenzaba a arropar cada vestigio del patio de la vivienda número 2660 de la avenida Televisión 2660.
Fue entonces, que los vecinos decidieron marcar al 9-11. En instantes, la Policía llegó.
El cuadro fue el inimaginable, doña Guadalupe. La señora María Guadalupe que no se metía con nadie, que no molestaba a nadie, y que vivía tranquilamente, estaba tirada en el piso de la que fue su casa por muchos años. Estaba ahí, sin vida.
La forma en que le arrancaron sus últimos instantes fue aún más impactante: a cuchilladas. Fueron diversas en la espalda y la cabeza, según contarían más tarde los detectives de la Fiscalía del Estado.
Y ahí, entre charcos de sangre flanqueando su cuerpo, ese frío objeto metálico que le fue enterrado en repetidas veces, también reposaba fríamente.
Del asesino, ni sus luces: las primeras versiones indicaron que entraron a robar y llevarse cosas de valor, y nada les importó al estar frente a una mujer que apenas y podía estar de pie, una mujer de 76 años que por su cansado cuerpo no podía hacer nada.
No tuvo piedad y decidió matarla. No hace falta que un juez en un futuro le dicte libertad al decir que tenía motivos para robar por la situación laboral que aqueja al país. La sociedad no necesita oír eso. Ni los familiares de la víctima merecer ser humillados así.
No, ese criminal no se tentó el corazón. Se llevó lo que quería y mató cobardemente a María Guadalupe. María Guadalupe Zuno Rodríguez era su nombre completo.
Quién fuera a decir que, a los minutos, el personal del SEMEFO, ese edificio que casi queda a espaldas de la vivienda, iría a levantar su cuerpo.
Al llegar, se abrieron campo entre los policías, la patrullas, y flashazos de fotógrafos. Hicieron a un lado ese listón amarillo que nos avisa alguna desgracia, y entraron por el barandal de herrería blanco. Iban por el cuerpo.
Al salir de ahí, el pequeño vibrato del viento del octubre chocaba con el portentoso árbol, el cual soltaba una pequeña hoja que recordaba que el otoño estaba presente.
Era la forma de despedirse de doña María Guadalupe, mientras el cielo se entoldaba de pesar. Hoy su o sus asesinos están libres.
Así ocurrió lamentablemente el crimen número 1639 del año en Tijuana.