Más allá del dineral que invierto en ellos, me gusta concentrar mi cariño en la menor cantidad de seres vivos posibles.
Por: Rodrigo Solís
La colonia donde vivo está infestada de perros callejeros. Sospecho que los vecinos, al igual que yo (los he visto alimentarlos), le han puesto nombre a cada uno de ellos. Mi favorita es Cuca, una perrita blanca con pintas negras. Siento especial debilidad hacia ella, porque cuando le doy de comer y otro perro se acerca, se aleja del montículo de croquetas para cederlo, ya sea por temor o por compañerismo (sospecho es la primera).
Deberías adoptarla, es la voz interna que me habla, y la de muchos de ustedes después de leer estas líneas. Sin embargo, al igual que la mayoría de mis vecinos, ya tengo perros. En casa viven Mía y Taquito (adoptado). Y en casa de mamá, mantengo junto con mi hermana a Blacky, un perro que vive medicado. Más allá del dineral que invierto en ellos, me gusta concentrar mi cariño en la menor cantidad de seres vivos posibles.
Eso no evita que haya mañanas en las que me levante sintiéndome un superhombre y crea tener la valentía de Ana Duarte, quien lidera Sanando Patitas, organización que se encarga de encontrar hogar a los perros de la calle. Por desgracia, el efecto se evapora a las dos horas y paso a formar parte del 99% del montón que ama a los animales pero no hará nada al respecto, o peor aún, verá con ojos impasibles el tétrico desenlace que le espera a estas criaturas todas bondad.
Escribo esto y me viene un ramalazo de angustia al recordar el cortometraje animado de Serge Avédikian, Chinne D´Histoire (Historia de perros).
La trama es la siguiente: en 1910, Constantinopla se ve asediada de perros. Están en todas las calles, esquinas y callejones. Olisquean basureros. Lloriquean a los transeúntes por un pedazo de carne. Se gruñen entre ellos. Las perras dan a luz bajo los árboles. Hasta que una mañana el encabezado de los periódicos informa: “Más de 60,000 perros en las calles de la ciudad. Las autoridades lanzan una oferta para eliminar a los perros”.
En un palacio a las orillas del estrecho de Bósforo, el gobierno, recién instalado e influenciado por el modelo de sociedad occidental, consulta con expertos europeos sobre la manera más eficaz de deshacerse de la plaga. Uno de ellos es el doctor Remingler, director del Instituto Pasteur, quien intenta mostrarles la solución. Mataderos fuera de la ciudad. Cámaras herméticas. Talleres de formación de piel. Clasificación y recuperación de grasa, pieles y huesos. La operación duraría 2 meses. Valor comercial: 80,000 perros igual a 300,000 francos. Ganancias asignadas a instituciones de beneficencia de la ciudad.
El gobierno se niega a adoptar esta medida. Deciden que es una mejor idea perseguirlos. Encerrarlos en jaulas. Los perros luchan con ferocidad, y por supuesto, sucumben ante la fuerza del humano. Algunos, los pocos, son escondidos y protegidos por los ciudadanos. Los prisioneros son transportados en cajas dentro de barcos. Los navíos zarpan rumbo al mar Mármara. Los políticos, satisfechos, desde la costa contemplan el exilio marítimo. Tras los barrotes de sus jaulas, los perros miran el vaivén del paisaje. Ladran. Chillan. Lloran. Sus lamentos se funden en la brisa salada. Los marineros toman las cajas de madera, las lanzan sobre las rocas de una isla desierta. Algunas cajas se rompen. Otras no. Miles de perros corren aterrorizados alrededor de una prisión cercada de agua. Están condenados. Lo saben. Aúllan. Claman auxilio. Las ráfagas de viento transportan los lamentos hasta la ciudad. En el palacio, los políticos pueden escuchar a los miles de perros. Fingen sordera, siguen comiendo. Aseguran las ventanas para que el remordimiento no los corroa.
Un buque cargado de aristócratas pasa cerca de una isla. Los tripulantes, estupefactos, no dan crédito a lo que ven. Cientos, miles de manchitas multicolores corren hacia el agua. Se arrojan. Nadan. Patalean. Los pasajeros se cubren los ojos. No quieren ver el horrible espectáculo. Un fotógrafo registra la dantesca escena. Un pintor inmortaliza en una hoja la espeluznante y nunca antes vista imagen. Cientos de perros no claudican. Siguen la estela del buque. Esperanzados de ver a los humanos. Uno a uno van desapareciendo. Devorados por el mar. Un perro da media vuelta. Comprende que nadar es inútil. Los humanos no los rescatarán.
En las calles de Constantinopla siguen escuchándose ecos de los ladridos. Igual que en mi colonia, igual que en toda la ciudad, donde ninguno de nosotros abrirá las puertas de sus hogares.