Una sargento narra a EL PAÍS las trabas y el riesgo de acusar a un superior de una agresión sufrida en las instalaciones militares.
El aliento del teniente coronel de infantería Dorian N olía ese día a chile guajillo. La sargento A. F. J. lo dice un mes después y se retuerce a muchos kilómetros de distancia. La militar denunció a finales de abril a su superior por abuso sexual en un proceso plagado de obstáculos. Desde entonces, dice a EL PAÍS, su vida se ha convertido en una pesadilla: “Denuncié y me eché a todo el ejército encima”. La joven, de 30 años, afirma que ha sido apartada de sus funciones, aislada por sus compañeros, acusada de insubordinación y también amenazada de muerte. Si se atreve ahora a contar su historia es por miedo: “Temo que la situación vaya más allá y me violen o me desaparezcan. Quiero que quede todo por escrito”. La Secretaría de la Defensa Nacional no ha querido contestar a las preguntas de este periódico.
Era 23 de abril por la mañana y la sargento primero auxiliar de informática se dirigió al departamento de archivo para consultar información sobre unas impresoras. Desde su puesto en Tapachula, Chiapas, tenía que recopilar cuántas impresiones se habían hecho ese mes en la 36 zona militar. Le faltaban los datos del batallón 61, en Tonalá, y del 100, en Chiapas Nuevo. Tocó en la puerta de madera y la atendió un soldado a través de una reja: “¿Qué necesita, mi sargento?
Durante esa conversación, alguien se acercó por detrás de A. F. J. y, dice, le agarró fuerte la cadera. “Recorrió todo mi cuerpo de la cintura hacia arriba, pero de verdad lo hizo con saña, restregándose. Me agarró los senos, me los apretó y movió con movimientos circulares”, cuenta del tirón. La joven se pone de pie para recrear la agresión: “Acercó su pene contra mi cuerpo y me subió, como que me dio el llegue, lo que conocemos como llegue [embestida], me subió: ¡zas!”.
“Me volteé y el teniente coronel Dorian me soltó. Se empezó a reír y me dijo: ‘Ay, perdón, te confundí con Karina’. Y se fue riendo. Yo me quedé atónita, blanca, no supe qué hacer. Vi cómo se encontró a otro de justicia y le dijo riéndose: ‘Ay, ya la cagué, ya la regué’, y se metieron en su oficina”, continúa la soldado y apunta: “Yo no me llevo con él, no me gusta llevarme porque se dan malas interpretaciones, es triste pero así es”. A. F. J. afirma que se sintió “defraudada” consigo misma: “Cuando iba en la secundaria me pasó lo mismo y me juré a mí misma que ya no me iban a hacer ese tipo de cosas de nuevo”, dice y entonces llora.
Al día siguiente de la agresión, la joven redactó una denuncia dirigida al centro de justicia militar número 18 El Sabino, en Chiapas. “A las dos horas de enviarla, bajó un comandante a comunicarme que no iba a proceder. Me dijo: ‘No lo voy a meter porque con este parte le vas a arruinar la carrera militar al jefe’”, cuenta la joven. Ante esa situación, ella decidió escalar la denuncia: la envió a la dirección general de Derechos Humanos, al Observatorio de la Mujer y al comandante de la Séptima Región Militar, radicada en Tuxtla Gutiérrez, la capital del Estado. Solo recibió una respuesta: “El citado Observatorio de Igualdad carece de facultades para conocer sobre las conductas que usted refiere”. Este órgano militar fue creado en 2011 específicamente para “eliminar cualquier forma de discriminación por motivos de género”. Ante una denuncia de abuso, se declaraba incompetente.
En uno de los últimos registros que la Secretaría Nacional de Defensa tuvo que hacer público —por medio de una petición de transparencia al periódico El Sol de México— se cifran en 582 las denuncias por ataques sexuales al interior del Ejército entre 2006 y 2021. Los expertos consideran que esos números son solo la punta del iceberg, porque la mayoría de las víctimas no se atreve a denunciar. Según los mismos datos de la SEDENA, solo 33 militares han sido procesados en estos 15 años por esas agresiones.
A. F. J. ha recibido mensajes de WhatsApp, revisados por este periódico, en el que otras compañeras de la misma zona militar relatan ataques similares y recomiendan a la víctima que desista en su denuncia. Una mujer que pide mantener el anonimato le escribió: “Hace tres años yo era soldado en la 36 zona militar y recibía acoso de parte de un sargento segundo. Me decía que soñaba que tenía relaciones sexuales conmigo. Me amenazaba con órdenes de arresto. Siempre tuve miedo de una violación. Tuve que renunciar a mis sueños a causa del acoso sexual y de no tener apoyo por parte de los superiores, porque su lema es que un soldado no puede actuar en contra de un superior. Deserté del ejército”. Otra sargento, una compañera, trató de aconsejarla: “No puedes ir contra el sistema, sabes que habrá mandos que harán lo imposible para que te vayas”. Pero ella siguió.
A los días, una llamada de la dirección de Derechos Humanos hizo reaccionar a los mandos militares. Dieron inicio a un protocolo para la prevención y atención al hostigamiento sexual, y remitieron la denuncia de A. F. J. al centro El Sabino. “Esta comandancia le otorga todas las facilidades para que acuda a la Unidad Médica de Consulta Externa para que reciba la atención médica y psicológica que requiera, así como cualquier otra medida para su protección, sin que pase desapercibido que su denuncia ya fue debidamente canalizada a la Agente del Ministerio Público Militar”, se lee en un documento del 26 de abril, firmado por el coronel de infantería Hamlet Toledo.
Pero llegó el 7 de mayo y nada se había movido. A. F. J. volvió a insistir a la comandancia: la “omisión” tanto del Ministerio Público Militar como del personal administrativo la revictimizaba. Escribió, de nuevo, desesperada, el 13 de mayo: “Han transcurrido 19 días naturales desde que se cometió el hecho denunciado sin que se me haya recibido mi entrevista así como tampoco se me ha designado por parte de la autoridad ministerial asesor jurídico ni se han decretado las medidas de protección”. Ese mismo día llegó la respuesta del Estado Mayor para avisar que la denuncia se había canalizado a la Fiscalía General de Justicia Militar, con sede en Ciudad de México y todo el proceso se haría allí a partir de entonces.
Entre este vaivén de escritos, la vida de la joven sargento se volvió “algo que nadie se puede imaginar”. Toma aire y A. F. J. enumera: empezaron a seguirla y se tuvo que mudar de casa, recibió escritos con amenazas de muerte por debajo de la puerta de su oficina, sus compañeros dejaron de hablarle, perdió el acceso a zonas de trabajo, le abrieron dos carpetas de investigación acusándola de insubordinación y extracción de documentos, y la amenazaron con expulsarla de las fuerzas armadas. “El comandante de la séptima región dijo que las personas que trabajábamos dentro y denunciábamos éramos gente desleal, que no merecíamos estar en el ejército, que lo que pasaba en el ejército se tenía que quedar en el ejército”, cuenta y añade enfadada: “También me han dicho que cómo me atrevo a denunciar, que si no me da vergüenza: ¡vergüenza le hubiera de dar a él! Yo me estoy defendiendo. Lo que él hizo es un abuso sexual agravado de un servidor público a otro”.
“Yo soñaba con pertenecer al ejército”
A. F. J. ingresó al ejército hace 10 años, cuando ella tenía 20 y estaba estudiando Administración y Gestión Financiera en la Universidad Politécnica del Estado de Morelos. Hizo un servicio social en el Hospital Militar de Cuernavaca y se quedó fascinada con la disciplina y el respeto que emanaban los uniformados. “Desde entonces yo soñaba con pertenecer al ejército”, cuenta. Dejó la carrera y consiguió entrar en un puesto como soldado raso de informática. Después pasó algunos años por Morelia, en Michoacán, y en 2019 la enviaron a la frontera sur, a Tapachula. Ha ido escalando posiciones, y cuenta con orgullo, quedó en el tercer puesto a nivel nacional en la promoción a sargento segundo. “La institución es la más noble y buena, son las personas la que la han corrompido”, defiende la militar.
Cuando sucedió la agresión, A. F. J. estaba imbuida en un conflicto laboral con el general al mando de la zona militar 36, Miguel Ángel N. Él la había convocado un procedimiento llamado consejo de honor, en el que se evalúa a los trabajadores castrenses. La sargento ya había superado uno en diciembre, pero a principios de enero de 2022 fue llamada de nuevo a otro por haber acumulado 36 días de arresto en 2021 al incumplir la disciplina militar. Se había dormido durante una clase (tres días de arresto), llegado tarde en tres ocasiones al pase de lista (una suma de 23 días) y no había presentado suficiente respeto a un superior (10 días): en total superaba los 30 días permitidos en un año. La defensa de A. F. J. se basó en que se trataba de faltas leves cometidas durante un período emocional difícil para ella por un problema familiar; pedía la oportunidad de corregir su conducta.
Las sanciones tras un consejo de honor van desde la prisión militar durante 15 días, el cambio de unidad a otra parte del país o la expulsión, según la gravedad de los hechos cometidos. La sargento afirma que ella no tuvo una oportunidad real de defenderse, porque el general ya había decidido mucho antes su castigo —según induce de unas conversaciones filtradas entre los miembros del Consejo, también mostradas a este periódico—. El 19 de enero, el general de la zona 36 certifica su baja del Ejército porque “con su conducta ha demostrado indisciplina, falta de profesionalismo y celo en el cumplimiento de su deber”.
Tras amparos y recursos —en los que A. F. J. apelaba a que el consejo se había desarrollado fuera de tiempo y que los arrestos no habían tenido lugar en la 36 zona militar sino cuando ella estaba de servicio en otros batallones—, la intervención del general de Informática (la unidad de la que depende la sargento), Haro Cárdenas, obliga a mantener a la joven en el puesto. El 25 de abril el general Miguel Ángel N emite un documento en el que declara inválido su propio consejo por “no estar debidamente documentado” y por “vicios en el proceso”. En ese marco sucede la agresión. La joven no puede evitar ver una conexión: “El teniente coronel Dorian forma parte del estado mayor del general de la 36 zona militar”.
El 11 de mayo es convocada de nuevo a un Consejo de Honor por los mismos hechos de 2021: “Mi general Miguel Ángel mandó a decir que eso lo había hecho para que se me quitaran las ganas de seguir acusando a los diplomados y que de su cuenta corría que me iban a correr del ejército. Tratan de amedrentarme moralmente. Son hostilidades para acorralarme. Pero conmigo difícilmente lo van a hacer porque yo ya estoy en este barco. Pido justicia y que el responsable pague por lo que hizo”. EL PAÍS ha tratado de conseguir la versión de la Sedena, pero no ha recibido respuesta.
La sargento relata su experiencia en varios encuentros con este periódico en Ciudad de México, donde está siguiendo el proceso de su denuncia. El 6 de junio rindió su primera declaración para la carpeta de investigación y ha tenido varios encuentros con peritos psicológicos. Sin embargo, sigue sin confiar en el proceso. Después de estas pruebas debe volver a su puesto en Tapachula, “a la boca del lobo”. “Me da miedo regresar, no sé qué va a pasar conmigo, me da miedo que me lleguen a desaparecer”, dice desesperada. En México hay más de 100.000 personas desaparecidas, un delito que se ha convertido, según la ONU, en el paradigma del crimen perfecto en el país. “Yo no quiero ser un número más”.